Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
Desde tiempos inmemoriales los hombres poblaron los confines de su imaginación con monstruos. En los primeros mapas los cartógrafos dibujaban hombres sin cabeza o con más de una, cubiertos con escamas de reptil o dotados de cuerpo de caballo o pies de cabra. Creían que esos seres míticos habitaban más allá de la tierra conocida, que criaturas terribles llenaban los mares y las montañas que marcaban las fronteras de su reino o su imperio. Los antropólogos escépticos de hoy en día dicen que para las culturas antiguas aquellos monstruos representaban eso tan pretencioso que llaman contrafactuales evolutivos. Para ellos esos monstruos no eran más que cuentos que servían a esas civilizaciones para reafirmarse, la forma que las mentes primitivas tenían de visualizar el caos y la deformidad que seguirían si si sus normas sociales, si su religión o si sus modos de gobierno fueran otros. Es decir, si fueran los de los extranjeros y los bárbaros. Pero resulta curioso que mientras estos académicos de mente estrecha hablan de nuestros antepasados con condescendencia, creyéndose superiores, opten al mismo tiempo por una teoría tan enredada e innecesariamente complicada. Porque la solución al misterio es mucho más sencilla y más clara: Los monstruos existieron.
Así recuerdo las primeras palabras del Doctor Penrose la noche en que Esther y yo le conocimos. Ella me había arrastrado una vez más a una de esas conferencias, como siempre entusiasmada por el cartel y los panfletos que nos habían repartido a la entrada. “Hoy, ponencia sobre los secretos de la mente a cargo del famoso Dr Penrose.” Una de tantas, pensé, otra como aquellas sobre espiritismo, nueva conciencia, sobre el poder del fosfenismo o sobre el drama de las almas extraterrestres atrapadas en cada uno de nosotros. Al contrario que a Esther, a mi me deprimía ese circuito de conferencias y congresos sobre temas esotéricos que me resultaba lo más parecido que se podía encontrar a uno de esos club de intercambio de parejas sin llegar a serlo, siempre con los mismos personajes, las mismas mujeres de mediana edad, gruesas como dos, vestidas con chaquetas de punto, los mismos hombres encorvados, con pelo largo y sucio, los mismos jubilados sentados en las primeras filas y que siempre terminaban dormidos. A fuerza de ir a una y otra de estas reuniones me había acostumbrado al olor a té de frutas y mantequilla rancia que desprendían esas reuniones de personas que parecían no tener otra cosa que hacer, que parecían dar vueltas de tugurio en tugurio, de sótano a sótano como una noria. Supongo que en el fondo nosotros eramos como ellos. Una pareja más. Esther y yo también les pareceríamos familiares y aburridos. Por eso, lo primero que me sorprendió aquella tarde fue ver que el público que había ido a escuchar a Penrose era desconocido y distinto. Más joven, más limpio y con dinero.
La sala sin embargo no era muy diferente a otras muchas. Era el almacén de una librería esotérica, un cuartucho húmedo y destartalado con manchas oscuras en las esquinas y cajas vacías acumulándose en los rincones. Llegamos tarde según el horario que indicaba el panfleto. Pero Penrose aún no había llegado. Las cinco hileras de sillas de plástico estaban ocupadas por completo y ya había tres o cuatro personas esperando de pie, apoyadas en la pared, solas y silenciosas. El organizador, un hombre con un jersey grueso de un verde muy brillante, miró la hora, se levantó y buscó con mirada impaciente entre los asistentes. Fue entonces cuando nos vio, recién entrados por la puerta, sin saber dónde sentarnos ni si marchar o quedarnos. Nos hizo un gesto para que nos acercáramos, ofreciéndonos amablemente su asiento y el contiguo que pertenecía a otro hombre que tras unas palmaditas en el hombro nos lo cedió gustoso con unos movimientos de manos tan exagerados que casi eran una reverencia. Por aquel entonces Esther ya tenía muy mala salud y era frecuente que la gente se apiadara de su aspecto. Sufría dolores de cabeza constantes. Apenas dormía, apenas comía y las cuencas de sus ojos se habían oscurecido hasta hacerla parecer un espectro. Ella sabía que la visión de su cuerpo esquelético, de sus pechos desaparecidos y de sus costillas marcando sus costados me era imposible de resistir. Que verla desnuda nos hacía discutir sobre médicos y medicina, sobre el origen espiritual de su enfermedad, discusiones en las que yo no podía evitar terminar reprochándole sus creencias en algún momento para inmediatamente después arrepentirme y pedirle perdón entre lágrimas. Esther había dejado de desnudarse en mi presencia y no mucho después empezamos dormir en habitaciones separadas. No podía levantarse de la cama más que unas pocas horas y cuando lo hacía permanecía sentada, casi siempre en la cocina, en un estado de silencio insoportable, mirando la taza de té con la que calentaba sus manos huesudas y que acababa enfriándose sin haber bebido un solo sorbo. Más de una vez la encontré al volver del taller exactamente en el mismo lugar y en la misma postura en la que la había dejado al marcharme unas horas antes. Solo la idea de ir a esas charlas absurdas la sacaba de su enfermedad y llegaba incluso a entusiasmarla. Usaba los pocos periodos en los que su dolor aflojaba para buscar información sobre ellas. Acumulaba papeles y más papeles que imprimía o pedía por correo, y apuntaba después en una pequeña agenda las fechas, horas y lugares. Ir juntos a aquellos encuentros era nuestro único momento como matrimonio. En aquella epoca en la que conocimos a Penrose, Esther aún se maquillaba para salir. El carmín y el colorete hacían que su rostro pareciera aun más cadavérico, como el de un muerto adecentado para su funeral. Pero nunca me atreví a decirselo. Cuando ella me preguntaba si le quedaba bien recordaba nuestros tiempos de novios, cuando yo la esperaba una calle más abajo de la suya porque no quería que sus padres nos vieran juntos, cuando al verme nada mas torcer la esquina se echaba en un salto sobre mi para abrazarme, preciosa y radiante.
(Concluye la próxima semana)