Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Bienes dañados

Por un momento me embeleso mirando las baldosas negras que actúan como una cuadrícula de espejos que nos refleja a trazas, que nos acodan en sus ángulos fragmentándonos en destellos. El agua de la ducha se derrama sobre R salpicando nuestras imágenes, emborronándolas con gotas candentes como chispas. Me gusta el agua muy caliente, dice, y pactamos un silencio. R se moja el pelo, lo escurre hacia atrás y se queda mirándome desde el otro lado del cubículo, esperando. Me acerco a ella, la tomo de la cintura y la beso. Su piel es suave y arde. Dejamos que el agua se vierta despacio sobre nuestras lenguas. Me acaricia despacio, me toma, me aprieta y me atrae con fuerza hacia ella. Gimo, miro hacia abajo y me sorprendo de ver que su mano está tan pronto tan llena. Se echa despacio hacia atrás y se apoya en la pared sonriendo de medio lado, repitiendo el primer gesto que vi de ella en la noche en que nos conocimos.
Así, viéndola recortada contra el fondo oscuro de este baño, no me es necesaria más certeza que la que trae este momento y que se extiende a todos los demás haciéndose absoluta, aunque su cuerpo blanquísimo no parezca el mismo que la forma breve y felina, casi adolescente, que dormía desnuda a mi lado noches atrás, exhausta, aún humeante, con el rostro vuelto sobre la almohada y la piel luminiscente, emanando la luz pálida del alabastro. Aquella pierna brillante y esbozada sobre sus nalgas no parece la misma que esta que ahora recorro, mojada y lisa, tersa de agua, y que coloco sobre mi hombro mientras me arrodillo para así poder besarla ahí, para poder saborearla ahí donde antes se han festejado mis dedos. Y no encuentro su sabor afrutado, algo cítrico, que ya me es familiar, por mucho que mi lengua lo busque. Me lo han burlado.

Sudorosos, tumbados, porque hace calor, porque es verano, porque nos ha cansado el paseo por un Retiro que con el sol enhiesto y sus sombras picudas era Marienbad encarnado. Porque poco más se puede hacer que lo que hemos estamos haciendo a tiempo casi completo. Porque nuestra profesión es ser ávidos. Hemos reído, hemos comparado nuestras manos, hemos jugado a atrapar los rayos dorados que esquivaban las persianas. Las manos de R son esbeltas. Sus dedos son largos, capaces de dar varias vueltas a mis manos. Después, mientras la calle recobraba sus sonidos, los motores abroncados, los gritos de los escolares de vacaciones, R se ha dormido y cuando su respiración se ha hecho honda y lenta he abandonado mis esfuerzos por acompañarla, me he vuelto hacia ella, la he contemplado y he comprendido que el auténtico peligro residía en su pelo. Como un animal fiero. Tocarlo significaba arder, el final del principio, que me brotaría por todas partes las caricias, que me desharía en besos en sus mejillas, pacer en sus muslos con ternura. Sin vuelta atrás posible. Los reflejos del atardecer hicieron sus rizos aún más rojos y dejé de tener miedo. Al fin y al cabo es tan apetecible necesitar algo.

Miramos cómo la pequeña furgoneta de limpieza sube por Goya traqueteando, delineando la acera con su chorro a presión. Estamos asomamos al balcón de hierro pesado y antiguo, respirando el aire caliente y manso que nos trae la madrugada. R suspira y me dice que la vida parece traerla hasta aquí en momentos cruciales, como aquella última en que aterrizó huyendo de algo que no quiere contarme, de una decisión terrible cuya naturaleza intuyo. Por aburrimiento o por soledad, R no lo explica demasiado, frecuentaba sola los cafés del centro y se acostaba de vez en cuando con un camarero del Café Príncipe, o quizá era un DJ o quizá aquel chico ultracatólico de Valladolid. No lo sería tanto, le digo, y ella se ríe y me cuenta que si al final se marchó de Madrid fue porque aquel santurrón se obsesionó con ella. R nunca se censura al hablar de sus amantes. El alemán del gatillazo, el futbolista que la trataba mal, el colombiano que se duchaba tres veces al día, el tipo que fue portero del Hacienda en los tiempos de Tony Wilson el jamaicano cuya madre la odiaba por ser blanca. La franqueza de R es quebradora y ciega. Yo miro al frente, al campanario alto y triangular que los focos esculpen sobre la noche y hago como si escuchara con indiferencia, como si no me importasen sus relatos. R me pasa el brazo alrededor de la cintura y me besa como si adivinara mi turbación, con sus besos tiernos y menudos que me vencen y me encienden, que se van haciendo más profundos hasta que la fiebre nos posee y la llevo de vuelta a la cama, porque pese a sus proezas y sus hitos, o quizá por eso, R se deja hacer como si fuera una ofrenda, dispuesta siempre a entregar su blanco vientre a un puñal de ónice. Sin más hago sus piernas mías y me lleno las manos con sus pechos, que son hermosos e inofensivos como puñados de harina. Dejo sus pezones escurrírseme por entre los dedos para luego apretarlos por sorpresa como quien asusta un niño jugando al escondite.

Juegos febriles, juegos continuos, como rozar sus pezones con hielo hasta entrecortar su aliento, como desnudarla despacio frente al espejo de los hilos que apenas la visten, como rozarnos hasta hacernos fuego para luego caer prendidos de cera. Juegos que nos desarticulan, que nos consumen, que nos hacen atravesar nuestro pasado como un tren que aulla sin detenerse en las estaciones, primero lo inmediato, luego su adolescencia y mis derrotas y, cuando ya solo habla ella misma, su infancia, el origen de todo, los abrazos paternos nunca dados, el ejemplo inexistente, las irrupciones de otros, las escapadas, las fugas. R me relata todo esto temblando, mientras se va apagando, balbuceando apenas, mientras sus sollozos van confundiéndose con el sueño y se lleva su carga más allá de mi alcance dejándome desvelado en la eternidad del insomnio, habiéndome entregado un acertijo lleno de trampas, laberintos, callejones sin salida, teoremas de imposibilidad, demostraciones falsas.

Tomo a R de las nalgas y la elevo. Es ligera y no opone resistencia. La siento sobre el mármol del lavabo que es amplio como una mesa de banquete. Me pregunto por una décima si sentirá frío, lo olvido y la penetro con fuerza. Ella abre los ojos con asombro, conmocionada, como si nos hubiéramos saltado el guión previsto, ese que ella conoce tan bien e interpreta con descaro. Yo trato de mantener esta fantasía prestada y de no resbalar en este suelo sobre el que chorreamos y que estamos dejando empapado de huellas y fricciones. Me abraza, aprieta sus tobillos a mi espalda y la empujo contra mi en cada embestida sin decir mas nada, por no romper el hechizo de este instante verídico. R cierra los ojos, se aferra a ellos como si estuviera mirándose dentro, como si estuviera buscando un resorte que la haga por fin saltar, que la eleve por encima de la costumbre, porque me ha confesado hace un rato que fingió, que finge, que siempre ha fingido, con unos, con otros, conmigo, y quiero pensar que hemos traspasado un límite, que hemos entrado en territorio virgen, ese que nunca llegamos a cartografiar aunque creamos lo contrario, aunque nos convenzamos de haberlo transitado, aunque nos empeñemos en desmantelar la inocencia, en ser inmunes a lo desconocido, porque mas allá de las posturas, de los amantes, de las cadencias siempre existe una región ignota, una porción del mapa en blanco, una ciudad perdida. R busca y busca y cuando horas después se corre en un grito que desmorona las paredes, en un aullido que la desencaja por completo, termina desmadejada sobre mi pecho y me dice que aparte de mi no quiere estar con más nadie, que no quiere que nadie más la toque.

Mercancía volátil. Bien dañado. Sustancia peligrosa.

Santi Pagés | 18 de septiembre de 2010

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