Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

La desaparición

Dos veces, tres, aún es posible. Cuatro, no puede ser casualidad. El hombre canoso y mal afeitado del traje gris deshilachado recorre con su tembloroso dedo los libros, uno a uno, de arriba abajo, como si los fuera sumando, como si fuera añadiendo los títulos a un recuento mental inexistente, como si los viera por primera vez aunque esta sea ya la cuarta. Sé que cuando alcance el de Bierce se detendrá, buscará en el bolsillo del pecho un pañuelo blanco y limpiará sus gruesas gafas antes de volver a guardarlo, colocárselas, y proseguir su búsqueda. Pero saberlo no impide que me recorra un escalofrío cuando, efectivamente, repite una vez más el ritual, paso a paso, y cuando unos segundos más tarde me hace otra vez la misma pregunta. ¿Tiene La desaparición?

Había sostenido el telefono en la mano, mirándolo, reuniendo fuerzas, sin atreverme a marcar porque llamarla no me sacaría de dudas ni me ofrecería nada nuevo. Ella estaba de vacaciones en la isla con unos amigos, un par de semanas, quizá tres. Estarás entretenido, me dijo antes de irse, antes de dejarme en medio de los preparativos de la feria, de los pedidos, de las facturas, del transporte, angustiado por los innumerables detalles que podían salir mal.
Marqué.
Hola, cómo estás, qué haces, dije en cuanto ella contestó. Fue en ese momento cuando le vi acercarse por primera vez. En la primera impresión me irritó levemente que vistiera traje en un día tan caluroso. Lo grueso de sus lentes. Después no le presté más atención.
Qué te puedo contar, que ahora cogeremos el coche, respondió ella, iremos a un sitio donde hacen unas tortillas estupendas y luego a la playa, allí estarán todos. Hablamos en un rato si quieres.
Colgué. Me quedé mirando el telefono. El anciano sacó el pañuelo, limpió las gafas con él y su gesto me despertó del ensimismamiento. Intenté concentrame de nuevo en las razones del tono distante de ella, de su frialdad repentina en aquellos últimos días. Pero no pude. Al poco el viejo me preguntó si tenía La desaparición.
Busqué en las estanterías. Estaba seguro de tenerlo. Lo encontré. Cuatro copias más. Lo metí en una bolsa, se lo dí, pagó y me dio las gracias. Le seguí con la mirada hasta que se perdió entre el público. Niños con globos rojos, una mujer que empujaban un carrito de bebé doble y vacío, una pareja de chicos que paseaban abrazados por la cintura. Sonaba Rosana. El talismán de tu piel lo dice. La canción se interrumpió y la megafonía anunció la lista de autores que firmaban libros aquella tarde. Nada interesante. Pensé en cuándo sería apropiado volver a llamarla, como quien calcula la hora de la siguiente dosis. Me senté. No había más que hacer que esperar.
No habría pasado más de medía hora cuando le ví acercárse por segunda vez, con el mismo sigilo y las mismas dudas, inseguro de que fuera a encontrar lo que buscaba.
¿Sé le ha olvidado algo, amigo?
El viejo no se inmutó y empezó a explorar los títulos expuestos como si nada. Insistí. Me ignoró. Pensé que quizá estaba sordo, que llevaba un aparato en la oreja que no alcanzaba a verle. Sacó el pañuelo, limpio las gafas, lo guardó y con la misma cara de desconcierto con la que lo había hecho la primera vez me preguntó si tenía La desaparición. Estaba desconcertado. No entendía nada. Contuve mi primer impulso, responder que ya se lo había llevado. Así perdería una venta. Me dije que tal vez buscaba más de una copia, tal vez era un regalo. Quizá lo había perdido de camino a casa. No llevaba la bolsa que le había dado unos minutos antes. Puede que simplemente estuviera loco. Tenía curiosidad así que sin replicar ni argumentar ni decir nada tomé otra copia, la introduje en una bolsa y se la tendí. Él pagó, me dio las gracias y se fue por donde había venido.
Recuerdo haberme reído casi en alto, haberme prometido contárselo a Hierro la próxima vez que lo viera para que lo así incluyera en su compendio histórico de clientes raros. Me volví a sentar. Abrí el periódico. Dos señoras vestidas con chándal se acercaron a mirar el stand sin mucho interés. Se marcharon en cuanto comprendieron que el género que vendíamos era ajeno a su gusto. Me olvidé del transcurrir tiempo hasta que recordé que hacía un rato que había dejado de pensar en ella. Miré el móvil. Era demasiado pronto aún.
La tercera vez no le ví venir.
Cuando levanté la vista estaba allí. Como la primera. Me puse en pie. Mis manos soltaron solas el periódico. El viejo prescindía de mi presencia. Su larga uña amarillenta iba señalando uno a uno los títulos, deteniéndose unos segundos en cada uno, recorriéndolos de izquierda a derecha, leyéndolos. Movía los labios. Seguí sus movimientos como si fueran los de un hipnotizador hasta que se detuvo, sacó el pañuelo blanco, limpió sus gafas y volvió a guardárselo. Me miró. Adiviné lo que iba a preguntarme. ¿Tiene La desaparición?
Pensé entonces que todo era una broma y exploté. Claro señor, cómo no, ¿quiere otra copia?, hoy nos lo quitan de las manos. El viejo despreció mi sarcasmo por completo. Con idéntico gesto, vacío y refractario, tomó el libro con sus manos agitadas, pagó, me dio las gracias y se marchó de nuevo.
En cuanto se largó me asomé fuera del puesto. No vi nada. Luego salí precipitadamente. Buscaba cámaras ocultas, equipos, grupos de gente detenida, una furgoneta quizá, lo que fuera, algo. Pero el fluir de gente continuaba con normalidad. Pensé que quizá Hierro habría montado la broma y que el viejo del traje gris era un amigo suyo así que le llamé a la libreria. Fue su hija quien respondió al teléfono. Me incomodó. Había estado esquivándola desde hacía meses. Ella lo sabía. Intercambiamos los protocolarios hola, cómo estas, cómo va todo, cuánto tiempo. Ella respondía despacio como si sopesara la gravedad de cada palabra, cuánto estaba revelando en cada una de ellas. Al final fuí yo quien cometió un error y contó demasiado.
La feria es un poco aburrida, ya sabes cómo es. Además estoy yo solo.
¿Y eso? ¿Ha pasado algo? ¿Va todo bien?, preguntó con voz recobrada.
Nada, todo bien, solo que se equivocó con las fechas, compró mal los billetes a la isla, y como eran muy caros de cambiar y ella necesitaba descansar al final decidimos que era mejor que se fuera.
Si lo llego a saber habría ido a hacerte compañia. Así podríamos haber hablado con más calma.
No te preocupes, esto es mucho lío. Pero te llamo después de que la feria termine y quedamos.
A ver si es verdad. Por si acaso lo dudas, me encantaría verte.
¿Está por ahí tu padre?
Sí, ahora te lo paso, un beso.
No hablé mucho con Hierro. No paraba de quejarse. El médico le había prohibido el tabaco y tenía que fumar sus Ducados a escondidas. Ni siquiera la amenaza de verse obligado a convivir con una bombona de oxígeno le había disuadido. Le conté la historia el viejo. Le pregunté si tenía algo que ver con él.
Chaval, te juro por mi calva que yo no sé nada. Además mis amigos no son de los de llevar traje, ya sabes.
Insistí. Él protestaba. Le molestó mi obstinación. Discutimos. Empezó a toser. Se apartó del auricular. Todavía podía escuchar su tos sofocada y densa.
Perdona Hierro, estoy un poco nervioso. Te creo. Al menos lo podrás poner en tu lista de clientes marcianos.
Entre toses aceptó mis disculpas. Me despedí de él avergonzado. Mi desconcierto aumentaba. Miré el estante. Quedaban dos copias más. ¿Y si el viejo regresaba? ¿Que pasaría cuando se las llevara todas? Agarré otra vez el móvil. Tenía que contárselo aunque ella no me pudiera dar ningún consejo. Marqué. Los tonos se sucedían. Tardó una eternidad en responder.
Dime, qué pasa. Sus evidentes jadeos me descompusieron y con una gramática casi incomprensible alcancé a decirle que tenía algo muy curioso que contarle.
¿Te importa si me lo cuentas luego? Estamos jugando al volley y los demás me están esperando.
Apenas murmuré un hasta luego y me senté a esperar la cuarta visita del viejo.

El viejo acaba de marcharse por cuarta vez. Se me ocurre que quizá he caído sin darme cuenta en una especie de Día de la Marmota y por un instante me anima la idea de haber encontrado una explicación aunque esta sea improbable. Me fijo en el público. Busco un bucle, una patrón, una repetición, lo que sea, un algo. Busco el carrito doble de bebé, una madre que lo empuje estoicamente, una pareja de chavales que paseen agarrados por la cintura. Pero ni siquiera alcanzo a ver niños que lleven globos rojos. Mi entusiasmo se va desvaneciendo. Me detengo a escuchar el hilo musical. Ahora suena Maná. Oye mi amor, no me digas que no. Frustrado miro el estante. La ultima copia de La desaparición descansa en diagonal en el hueco que las otras han dejado. Jugueteo con el móvil, le doy vueltas. La pantalla esta sucia de sudor y manos. Quizá ya ha terminado su partido de volley. Marco. Suena. No responde. Después de un minuto el teléfono me devuelve un mensaje pregrabado. El usuario no puede atenderle en este momento. No cuelgo. Dejo que se repita el mensaje. Pasa un grupo de adolescentes ruidosos. Desde la fila de puestos de enfrente un anciano vestido con un traje gris deshilachado me está mirando.

Santi Pagés | 14 de agosto de 2010

Comentarios

  1. Zark
    2010-09-01 00:32

    Que nos cuente lo que pasa en la primera línea y aún así mantenga nuestra atención hasta el final. Enhorabuena.


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