Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
Les habíamos visto moverse entre los arbustos morados, agitando las ramas, rápidos, escondidos como niños, curiosos ante la enorme columna de humo que aún marcaba nuestro desesperado descenso. Sabíamos que estaban allí. Habíamos observado sus núcleos urbanos, poco más que villorrios desperdigados por la sabana amarilla y rosada que constituía el único paisaje del único continente de aquel mundo, al que habíamos dado a parar por infortunio o negligencia. Comprendíamos que no eran amenaza alguna y no nos intranquilizaba su presencia. Conejos, gatos, chimpancés, así les veíamos. Estábamos preparados para el contacto.
Abandonados a nuestra suerte, sin comunicación con el resto de la flota, nos habíamos visto abocados a orbitar a la deriva alrededor del planeta. Mientras se agotaba el combustible, sin otra alternativa que descender para evitar el desastre, discutíamos si sería mejor hacerlo de noche o de día, en una zona deshabitada o cerca de lo que parecía ser la capital. Al final no hubo caso. Las alarmas se dispararon, probablemente un microasteoride perforó el sistema de navegación, y tuvimos que iniciar un aterrizaje de emergencia sin calcular siquiera las coordenadas ni analizar la orografía.
Había dado instrucciones. Monitorizar ese espinazo lobulado y espeso que habíamos dejado tras nuestro destartalado descenso y que ahora se iba retorciendo con los vientos, enredándose en sí mismo, quebrándose y haciéndose cada vez más grueso. Sabíamos muy poco del planeta. Lejano, pequeño, de rotación lenta. Una atmósfera similar a la de La Tierra pero con un 5% de gases desconocidos y una cantidad tan desmesurada de oxígeno que nos hubiera convertido en dementes amoratados de haberla respirado unos segundos. Y estaba habitado. Había pedido más información al oficial científico. No tenemos el equipo químico necesario para un análisis más preciso, señor. Recortes presupuestarios.
Atardecía. El sol, diminuto y blanco, iba poniéndose tras el horizonte del llano. Emergieron las siluetas curvas de lunas y planetas. La ominosa columna de humo, convertida ya una formación nubosa grande como un país, albergaba algunos relámpagos. Fue entonces cuando se decidieron a aparecer, cuando se mostraron claramente. Estaba claro que querían que les viéramos. Nuestras caras lisas y nuestros cuerpos blancos parecían no darles miedo. Había llegado el momento. Seguí el protocolo. Pedí a mis hombres que dejaran de descargar el equipo y que formaran tras de mi. Me coloqué delante. Los lilas, como les habíamos bautizado cuando vimos las primeras fotografías detalladas de la superficie, se acercaron en un grupo desorganizado. Andaban encorvados y olisqueaban el aire. Me sorprendió el grave cloqueo en el que parecían comunicarse. Cumplí la ceremonia y levante la mano derecha, con la palma hacia ellos, y extendí la izquierda en gesto de ofrecimiento. Uno de los lilas se irguió y se acercó aún más. Entendí que era el líder. Medía no más de metro y medio. Pude ver en su cuello tres aberturas que mostraban tres gargantas. Emitió unos sonidos guturales y las tres oquedades se abrieron y cerraron con una complejidad fascinante. Ladeó la cabeza en un gesto que me pareció adorable y colocó su mano, lisa y brillante como la de una salamandra, sobre la mía.
En ese momento sonó un trueno. Todos, humanos y lilas, miramos hacia arriba. Rayos atravesaban el cielo iluminándolo de verde. La gigantesca nube cubría ya casi todo el firmamento que alcanzábamos a ver. Al principio no comprendí lo que sucedió a continuación. Los lilas agachaban sus cabezas como si alguien invisible les golpeara y sacudían sus extremidades en espasmos. Pequeñas vetas de humo salían de sus cuerpos. Algo les estaba quemando. Mire hacia mis hombres. Seguían en línea. Le pedí a O´Neil que comprobara las lecturas. Está lloviendo, capitán. El cloqueo de los lilas era ensordecedor. Parecía que sus tres traqueas iban a romperse. Huyeron dando grandes zancadas. A lo lejos creí ver que uno caía al suelo y no volvía a levantarse. Pero la lluvia no solo era tóxica para ellos. Al contacto con el suelo, aquel líquido producía un vapor que iba haciéndose más y más denso. Resultaba difícil ver. Encendimos los focos y nuestras linternas de mano, pero había tantas partículas en suspensión que apenas iluminaban. Pregunte a Chwe si la lluvia era peligrosa. No lo sé capitán, dijo, los trajes parecen aguantar, pero espere, el equipo… ¡se está fundiendo! Horrorizados, corrimos a llevar los contenedores de vuelta al módulo. El metal de las cubiertas estaba corroyéndose. La lluvia estaba también manchando el fuselaje con unas marcas negras grandes como puños. Al poco, pedazos de la cubierta comenzaron a caer sobre nosotros y tuvimos que abandonar la nave apresuradamente. Lo dejamos todo atrás. Nos resignamos a contemplar cómo nuestro equipo se convertía en un esqueleto primero, y en un charco oscuro y cenagoso después. Nuestras linternas se apagaron, fundidas también por aquella sustancia. La niebla verdosa lo cubría ya todo. Por fortuna los intercomunicadores aún funcionaban. Ordené a los hombres que reunieran en el bloque de arbustos en el que habían aparecido por primera vez los lilas. Los matojos se habían convertido en un légamo morado. Capitán, ¿qué hacemos ahora?
No sabía qué responder. No había dónde ir. La oscuridad era completa. Podía escuchar la respiración ansiosa de mis hombres. Asustados. Mudos. Quietos. En grupo, espalda contra espalda. Pensé en el infortunio, en la avería, en la trayectoria mal calculada, en el accidente, en que seguramente habíamos destruido aquel mundo. Pero nada de ello importaba. El suelo comenzó a ceder. Pensé en mis últimas palabras.