Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Horizonte perdido

Todavía puedo escucharles alejándose. Schafer y Beger. Discuten. No entiendo lo que dicen. No puedo moverme. No sé si estoy vivo o muerto.

He caído sobre un lecho de piedras y mi cuerpo, aunque lo siento dormido por completo, debe de haber quedado extendido en una postura retorcida y grotesca. Arriba, el cielo entra blanco por la abertura de la sima. Su fulgor me hace daño. Cierro los ojos. Tengo mucho sueño. Intento mantenerme despierto. No debo dormir. No todavía.

Como un fogonazo me veo en la sala de ceremonias, en tercera persona, como si no fuera yo mismo, colgando nuestras insignias en la pared que hay detrás de los asientos de honor. Los sirvientes del Lama entran portando platillos. Sonríen, hacen una reverencia, los dejan sobre la mesa y se marchan. Pequeños montocillos de arroz y carne. Veo cómo giro la cabeza hacia la puerta. Alguien me está hablando desde allí. Es Schafer. Vuelvo a sentir pánico al verle.

Por qué está colgando eso.

Esta expedición está organizada por las SS, le guste o no. Dígale a Krauser que saque fotos durante el banquete. Después las enviaremos a Berlín. El Reichsfuhrer quedará impresionado.

Schafer calló. Durante las semanas que había pasado con él había aprendido que solo funcionaba responderle en sus mismos términos.

Usted y su Reichsfuhrer, nunca se lo quita de la boca, dijo antes de irse.

Schafer me despreciaba.

Yo había sospechado de él desde mucho antes de que partiéramos de Alemania. Era sabido que Schafer no era un entusiasta, que en reuniones sociales ridiculizaba nuestras creencias. No creía en la existencia de la Raza Maestra, ni en el cataclismo que hundió la Atlántida y obligó a nuestros nobles antepasados a esparcirse por todos los rincones del mundo. Era escéptico pese a las pruebas irrefutables. Sé que se reía de los muros que descubrí en Bolivia, tan perfectos y precisos que solo la Raza Maestra pudo haberlos construido. Y pese a todo, el Reichsfuhrer le quería a su lado. Schafer era famoso, era respetado. Schafer era un aventurero, un caradura, un mujeriego, arrogante, encantador, cruel, bellísimo. Schafer había seducido a industriales, comerciantes y millonarios para que financiaran la expedicion. Schafer había seducido a los británicos para que le permitieran atravesar la India entera y a los lamas para que le dejaran llegar hasta Lhasa, en la que ningún occidental había puesto el pie en trescientos años. Schafer había seducido al mismo Himmler y me había seducido a mi. Yo le temía y le odiaba y al mismo tiempo no podía evitar pensar en él más de lo debido. Era maravilloso verle cazar, celebrar sus trofeos sosteniendo orgulloso sus presas delante de la cámara de Krauser. Cabras, alpacas, enormes osos blancos. Era insaciable. Parecía como si quisiera cazar el Tibet entero hasta no dejar un solo animal vivo. Nada más parecía importarle. Me pregunto si ese ansía de cazador constituía su venganza. Porque cuando parecía que por fin había sentado la cabeza, Schafer mató a su esposa en un accidente de caza. Un traspiés, un disparo en el vientre. Llevaban solo cuatro meses casados. Se negó a cancelar la expedición. Al contrario, la abrazó.

Ahora vuelvo a verle seduciendo a los reyes del Tibet , como si nada le hubiera sucedido unos meses atrás, feliz, cortés, reverenciándoles con total humildad, aunque mida dos cabezas más que ellos, mientras se quita el sombrero con las dos manos y se flexiona ante ellos una y otra vez. Los lamas están muy satisfechos, encantados de recibir a tan importante emisario del Rey de Alemania, como ellos dicen, y le invitan a entrar en el palacio con todos los honores. Antes de que se lo lleven, me acerco a él.

Schafer, no olvide por lo que hemos venido. En cuanto tenga ocasión pregúnteles por Shambala y por Agharti. Ellos saben dónde está la Ciudad Perdida.

No sea ridículo. ¿Usted les ha mirado bien? Esta gente no desciende de sus queridos dioses.

Le advierto. Si continua negándose a cumplir con la misión le reportaré a Berlín.

Déjeme en paz, haga lo que quiera.

Las imágenes se mezclan caprichosas y salta ahora el recuerdo de una noche en la que Schafer se apartó del fuego, dejó el campamento y se perdió entre las sombras llevando solo una linterna. Vi como su luz se iba encogiendo poco a poco mientras él subía hasta lo alto del pequeño desfiladero que nos cobijaba. Aquel día había sido muy duro. Estuvimos muy cerca de perder todas nuestras provisiones por culpa de Beger. Beger si creía en la Raza Maestra. Demasiado. Estaba obsesionado. Aparte de detenernos a menudo para recoger plantas y rocas aprovechaba para hacer moldes anatómicos cada vez que encontrábamos un villorrio. En una ocasión casi mata de asfixia a un pobre pastor mientras hacia un molde de su cara. Se acercaba a los nativos blandiendo su calibre, midiendo sus cráneos y sus pies. Todas esas muestras y moldes iban añadiéndose a nuestra carga. Por eso las mulas estaban extenuadas y sobrecargadas. Aquel día, cuando atravesábamos un endeble puente sobre un torrente del deshielo, los tablones se quebraron. Dos bestias quedaron con sus patas atrapadas. No dejaban de rebuznar de pánico. Los porteadores se gritaban los unos a los otros sin hacer nada. Perdimos el resto del día en sacar a las mulas del puente y en acabar de cruzarlo. Terminamos agotados. Schafer permaneció en silencio durante todo el incidente. Era su reproche. Era su forma de odiarnos.

Esa noche decidí atreverme. Tomé otra lámpara y le seguí. Aún no había oscurecido por completo. Las últimas luces del anochecer azulaban los picos nevados y los recortaba sobre el negro todavía rosado del cielo.

Allí, entre esas cumbres, está Shambala, la Ciudad Perdida, esperándonos.

Qué hace usted aquí, respondió. No puedo disfrutar de un momento de paz.

Perdone, no era mi intención molestarle. Solo quería decirle que me siento muy orgulloso de participar junto a usted en esta expedición para gloria del Reich. Sepa que admiro enormemente su valor y su valentía, en especial después de lo ocurrido con su esposa. Sepa también que lamento mucho su pérdida. Comprendo su dolor y la soledad que debe sentir en estos momentos. Pero, ¿sabe?, allá en la Ciudad Perdida no hay enfermedad ni muerte. La felicidad reina.

Entonces, le tomé del brazo. Schafer me miró y quedé paralizado. En la oscuridad sus ojos brillaban como los de un jaguar.

Kiss, se lo diré claramente. Usted no debería estar aquí. Es usted un lastre para esta expedición. Está gordo y viejo. Y aunque finja ser un científico, usted no es más que un fanático que cree en supercherías Mi gran fracaso es no haber impedido que viniera. Agradézcaselo a su querido Himmler. Y no necesito ninguna Ciudad Perdida para ser feliz. Solo que usted no interfiera y que se mantenga todo lo lejos posible de mi. Tenga buenas noches.

Ahora que ya no sé muy bien si he dormido por fin o si continúo despierto, las imágenes me llevan a hasta hace cinco minutos, o quizá sean cinco horas, porque he perdido el sentido del tiempo. Regresan a mis oídos los gritos de Schafer, como si no estuvieran dirigidos a mí, como si los escuchara desde una habitación contigua.

Qué ha hecho, Kiss, qué ha hecho.

Lo que tenía que hacerse. Obtener información.

Noto los empujones de Schafer, la presión de sus grandes manos en mi pecho.

Ha entrado en su Biblioteca Sagrada sin permiso. Se da cuenta de lo que significa ¡Es un sacrilegio!

Schafer continúa gritándome y dándome empellones. Beger intenta calmarle, interponiéndose entre nosotros, pero es demasiado fuerte para los dos y Schafer le aparta de un manotazo sin el menor esfuerzo.

La culpa es de usted, alcancé a responderle, si hubiera obedecido las ordenes no hubiera habido necesidad.

¡Ya no nos respetarán! Tendremos suerte si salimos de aquí vivos. Diga adiós a su Ciudad Perdida. Ya no le dirán nada.

No me importa. Usted se ha aprovechado del Reich. Solo buscaba fama y fortuna personal. Tenga muy claro que informare de todo esto al Reichsfuhrer. Sus días de gloria han terminado.

Schafer me agarra de las solapas y me eleva. Las puntas de mis pies apenas tocan el suelo.

Viejo maricón resentido, dice mientras me empuja.

Pierdo el equilibrio. Noto como el terreno cede. Voy a caer de espaldas. Levanto la vista y veo a Beger extendiendo sus brazos hacia mí, queriendo agarrarme. Por su gesto y su grito, que no escucho, comprendo que hay algo detrás de mí. Mientras sigo cayendo, moviendo las piernas cada vez más rápido, vuelvo la cabeza y veo una grieta oscura y enorme a mi espalda, un despeñadero, una caída incalculable. El peso me arrastra. Miro por última vez a Schafer. Su expresión es severa. Extiendo mis brazos hacia él pero ya es demasiado tarde.

Aunque no sienta mi cuerpo, sé que estoy cansado. Mis ojos se cierran. El pedazo de cielo que puedo ver desde aquí parece haberse nublado. Creo que dormiré. Ha llegado la hora de ceder al sueño. Sé que allí la alcanzaré. Entraré en la Ciudad Perdida.

Santi Pagés | 22 de mayo de 2010

Comentarios

  1. gatopeich
    2010-05-23 16:43

    Muchas gracias Santi, las historias que aquí nos regalas valen mucho.


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