Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
Estamos en el sofá, viendo Man on wire, y R comienza a masturbarse. Lleva ya un rato con la mano escondida dentro del pantalón, tocándose. Es un gesto que repite con frecuencia. Ahora ha deslizado su otra mano y la manta que nos cubre sube y baja, breve y despacio, como la respiración de un roedor dormido. R siempre usa las dos manos. Una para abrirse los labios, la otra para acariciarse. Aparta con el pie los restos de la cena y lo apoya en la mesa baja en la que han quedado dispersos nuestros platos. Suspira. Mira fijamente a la pantalla, al hombre que camina sobre el cable y que es tan solo un punto diminuto y negro, suspendido a través del tiempo, colgado en un espacio que no existe. Le mira con rostro inmóvil, rígido, serio, como una esfinge tallada con el rictus indescifrable del vacío bovino y la concentración absoluta. Yo también escurro mi mano por el elástico. Alcanzo su muslo, encuentro sus manos y ella se aparta de mí con un leve movimiento de cadera, como una niña que se niega a compartir su juguete. Así que me retiro a su vientre, blanco y firme, que hoy, como en estos últimos días, es antesala de nada.
R arquea la espalda y se corre.
Estoy cansada.
Nos acostamos. Aún es pronto. La noche se resiste a oscurecer. Las Luces del Norte son irreductibles. Mañana repetiremos esta rutina. Desayunar deprisa, repasar verbos irregulares, caminar juntos cuesta arriba. Despedirnos avergonzados, encontrarnos de nuevo, andar de vuelta a casa. Y regresaremos a este punto, terminaremos aquí mismo, en esta cama. Miro al techo. No tengo sueño. R descansa de costado, dándome la espalda. Toma mi mano y me atrae hacia ella.
Ven. Abrázame. Cuéntame un cuento.