Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
1.
Julio, las dos de la tarde, por qué coño la gente elegirá matar a estas horas, me dije.
Lo siento, pero será mejor que venga, inspector, me había dicho Alemany un minuto antes por teléfono
Había ocurrido en el barrio de las tiendas de decomisos, al extremo del puerto. Normalmente esa zona es intransitable cuando los comercios están abiertos, con la música a tope, los neones parpadeantes, los escaparates repletos de cachivaches, teléfonos, radiocasetes, relojes, los pakis, y los chinos, los turcos, vociferan entre ellos, como si nunca se cansaran de estar de mala hostia, saliendo, entrando, gritando ofertas, echándose encima de los grupos de chavales, tuneros, poligoneros, bakalas, que merodean por las calles en busca del mejor precio, del modelo con el que presumir ante los colegas. Afortunadamente a esas horas todo estaba cerrado, todas las tiendas habían echado sus persianas grafiteadas. Aún así, cuando me abrieron paso a través del primer cordón, apenas pude avanzar unos metros. Un tumulto de curiosos se había reunido alrededor del bar y los compañeros no parecían estar por la labor de guardar el perímetro como es debido. Lo último que me apetecía era salir del coche y abandonar el aire acondicionado. Fuera hacía un calor que partía las piedras, de ese que se te mete en los pantalones y se queda ahí, haciéndote sudar las pelotas, haciéndote sentir como una bestia. Reuní valor y bajé. Edificios antiguos, gris sucio, balcones abiertos, con las persianas colgando por encima de las barandillas. Miradas desde dentro. En una terraza distinguí a una mora con pañuelo verde cubriéndole la cabeza. En otra entreví a un hombre en silla de ruedas. Juraría que llevaba una mascarilla de oxígeno y una bombona en su regazo. Sin pudor ninguno, un viejo en camiseta imperio, calzoncillos largos y calcetines se asomaba y comía una manzana con cuchillo como si estuviera viendo las noticias en el salón de su casa. Por encima del gentío vi a los tipos de emergencias metidos en su ambulancia, tíos listos, dentro, bien fresquitos, esperando a que viniera el juez a levantar el cadáver. Yo en cambio tuve que abrirme paso entre aquella muchedumbre sudorosa.
Alemany, qué mierda me ha montado aquí. Descongestione esto un poco, abra sitio que mire como se le ha puesto esto de gente.
Mientras le echo la bronca a Alemany, señalo el corro que se ha formado al otro lado de la cintas amarillas y me fijo en una panda de guiris rosados, altísimos, en primera fila, que sobresalen muy por encima del resto. Una de ellos era una jamelga de cuidado, tan larga que las tetas debían de nacerle a la altura del ombligo. Muy follable.
Perdone, inspector, ahora ponemos orden. ¿Le informo?
Sí, venga, cuente, pero vayamos a la sombra.
Nos refugiamos del sol en el umbral de las puertas del bar, entre los dos portones entreabiertos. Cuando mis ojos se acostumbraron al cambio de luz pude ver que el interior estaba forrado de madera oscura. Del techo colgaban decenas de jamones. Las paredes estaban cubiertas con carteles de pizarra con las ofertas del día, cava a tres euros, no está nada mal. Mesas altas para comer de pié aquí y allá y unos toneles gigantes que cubrían el lateral opuesto a la barra, demasiado grandes como para no ser mera decoración. Todo olía a una mezcla de grasa y tabaco. El suelo estaba repleto de servilletas de papel arrugadas y restos de comida, sobre todo trozos de pan. En el centro una sábana de film dorado cubría un cuerpo.
Qué ha pasado aquí.
Verá inspector, no lo tenemos muy claro. Por lo que sabemos, este chaval, Ferrán Ramoneda, estudiante, 26 años, se desplomó súbitamente al suelo. Cuando le atendieron ya estaba muerto. Los clientes echaron a correr al poco, vaciaron el local, solo quedaron los tres camareros, el cocinero y la novia del chico. Ahora está atendiéndola el psicólogo.
Alemany me señaló un rincón entre uno de los toneles y una escalera que daba a un altillo. Una chica rubia sentada en un taburete se tapaba la cara con las manos mientras el loquero del cuerpo la consolaba.
¿Cómo que los clientes echaron a correr? ¿Hubo disparos?
No, señor. No hubo disparos. Ese es el problema. No sabemos aún la causa de la muerte. Nadie vio nada. Uno de los camareros dice que solo recuerda haber visto un reflejo del sol muy fuerte que entró por la puerta y que pensó que había sido un camión pasando por delante del local. Lo siguiente que recuerda son los gritos de la novia.
¿Pero qué me está contando? A ver, Alemany, ¿de verdad estamos seguros de que no ha sido muerte natural?
Juzgue usted mismo, inspector. Mírelo. En la frente.
Me acerqué al cuerpo. Noté que la novia del chaval me seguía con la mirada. Me acuclillé, levanté un poco la sábana. En la frente del chico había un agujero del tamaño de una moneda de dos euros.
Le tapé. Intenté recomponerme. Miré a Alemany. Creo que notó mi desconcierto. Volví a destaparle, un poco más. El chaval llevaba una camiseta con la cara de Maradona impresa. Estaba sucia, con marcas de zapatos. Llevaba gafas de pasta. Estaban rotas y descolocadas. La cara enrojecida. No tenía buena pinta.
Bien, explíqueme qué dicen los otros camareros.
Otro de ellos y el cocinero estaban ocupados detrás de la barra y no vieron nada. El tercero estaba bajando del almacén del segundo piso trayendo unas botellas. Dice que el bar estaba de bote en bote. Desde arriba vio que el chaval se cayó de repente al suelo como peso muerto. La novia fue a socorrerle. Se abrió un corro alrededor suyo. Una mujer se acercó a la chica para ayudarla, pero cuando vio el boquete debió de asustarse y gritó. Y ya se lo imagina, se formó un guirigay, la gente chillaba, pánico, caídas, empujones, hasta que todos los clientes salieron a corriendo del local.
Ya veo. Por eso el chaval tiene la cara y el cuerpo hechos polvo.
Sí. Los de emergencias dicen que la novia esta bastante magullada también. Literalmente les pasaron por encima.
Quiero hablar con ella.
Nos acercamos al rincón. El loquero nos dejó solos con la chica. Llevaba un vestido verde de verano. Sus brazos estaban llenos de moratones y eran muy flacos. Con siete u ocho kilos más habría estado bastante buena.
Hola, soy el inspector Griso. Ya se que te han tomado declaración pero tengo que hacerte unas preguntas. ¿Te importa?
Se sorbió la nariz un par de veces. Había estado llorando, aunque tampoco mucho. Sus ojos no estaban muy hinchados. El shock, supuse. Respiró hondo. Cerró los ojos mientras se ponía una mano en la frente.
Sí, diga.
¿Pudiste ver lo que le pasó a tu novio?
No lo sé… estábamos bebiendo cava, comiendo tan tranquilos, haciendo bromas. En un momento dado se cayó él sólo. No respondía…
¿Pero no viste ni escuchaste nada de nada? Intenta hacer memoria, por favor.
Bueno… sí, algo vi, pero… es que no puede ser…
Parecía que se iba a echar a llorar.
Sigue. Puede ser importante.
No sabría cómo decírselo. Ferrán estaba de cara a la puerta. Contó un chiste, bueno, una tontería de las suyas, nos reímos y cuando fui a abrazarle hubo una luz muy fuerte, como un reflejo, que venía como de arriba, de por encima del edificio de enfrente. Después noté su peso. Se desplomó en mis brazos. No dio un grito ni nada. Al principio pensé que estaba haciendo el tonto, como siempre. Luego pensé que le había dado algo por el calor y que se había desmayado. Luego vi lo que tenía en la frente… Dios.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Giró la cara hacia un lado y comenzó a sollozar. El loquero apareció de la nada y me pidió que la dejara tranquila unos minutos. Pero yo ya había escuchado suficiente. Le dí las gracias y me dirigí a la puerta.
Alemany, sabe cuándo va a venir el juez.
Está al caer. ¿Quiere que le avise cuando lleven el cuerpo al forense?
Si, haga el favor. Luego le veo.
Cuando ya me marchaba, Alemany me agarró levemente del brazo.
Inspector.
Diga.
Esto es raro de cojones, ¿verdad?
Y que lo diga. Venga, despéjeme esto. Hablamos.
Salí. El sol caía aún más fuerte, asfixiante, como una pasta densa. Miré el edificio de enfrente. Cuatro plantas. En nada diferente a los otros. Antenas de televisión sobresalían por encima de los bordes de la terraza. ¿Habría sido desde allí arriba? Pero ¿quién?. Levanté la cinta amarilla y pasé por debajo. Los guiris ya se habían ido. La falta de actividad y la solana habían desanimado a unos cuantos. Estaba deseando regresar al aire acondicionado. Entré en el coche. Di al contacto. Me quité la chaqueta y me apoyé contra el volante. Pensé en el chico, en el agujero, en aquel círculo perfecto, en la sangre cauterizada de los bordes, en su interior negro. No podía ser. No otra vez. Lo último que necesitaba era otro caso raro.