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Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Mal como efecto de mala voluntad

Una vez que te acostumbras,
hay algo mágico en que te rompan las piernas,
Triángulo de Amor Bizarro.

Estoy seguro de que Oppenheimer tuvo que ser un auténtico cabrón. Siempre lo he imaginado con nariz ganchuda y el pelo repeinado hacia atrás, aunque las fotos que existen de él lo desmientan. Pero es que el Oppenheimer que tengo en mi cabeza parece más una estrella de cine de los 40 que un físico nuclear.

Paparruchas, es una probabilidad minúscula.

También estoy seguro de que “paparruchas” era una de sus palabras favoritas. Le imagino escupiéndosela a Teller, apartándole con la mano después como si fuera una mosca molesta.

Pero Profesor Oppenheimer, mis cálculos demuestran que existe una probabilidad positiva de que la atmósfera combustione.

Paparruchas, Teller, eso es imposible.

La cara de Oppenheimer es lo primero en lo que pienso cuando voy a abrir el arcón de congelados del súper -me he quedado sin guisantes y necesito algo de pescado, y al hacer fuerza para empujar la puerta corredera mis dedos se desintegran.

Mierda.

Quién iba a creer a Teller. La temperatura generada por la explosión de la bomba atómica que rompe el núcleo de los átomos de nitrógeno en el aire, que genera aún más calor, más del que se pierde en el proceso, y la reacción en cadena que llega a sostenerse a sí misma hasta conseguir que La Tierra se convierta en una gigantesca bola de fuego.

Probabilidad positiva, Teller. Paparruchas.

Noto que mis piernas tiemblan. El asa de cesta de la compra atraviesa mi muñeca derecha y cae con estrépito al suelo del pasillo de los congelados. Curioso. No duele. Entonces se me aparece de nuevo Oppenheimer, con unas gruesas gafas oscuras puestas, metido en el búnker de Alamogordo, sonriendo con satisfacción al contemplar esa luz “más potente que mil soles”. Detrás de él, Teller se muerde las uñas con ansiedad.

Esta es la mismísima definición de la mala suerte.

Ya lo decía Palahniuk. “En el largo plazo nuestra posibilidad de supervivencia tiende a cero”. Está claro. La culpa de todo la tiene el cero. Es sencillo. Probabilidad positiva no es lo mismo que probabilidad cero. Ley de Littlewood. Busque. Si un milagro se define como un evento que ocurre con probabilidad una entre un millón, si asumimos que ocurre un evento por segundo y si calculamos que estamos atentos a lo que sucede a nuestro alrededor unas ocho horas al día, las leyes de las probabilidades aseguran que hemos de presenciar un milagro al mes. Un milagro al mes no se parece en nada a cero.

Mis piernas se quiebran. La derecha solo hasta la rodilla, la izquierda hasta la cadera. El hueso aún esta intacto, así que cuando mi pelvis golpea el suelo produce un sonido sordo. Algo así como un clonc. Me apoyo con el muñón para no caer de espaldas y permanecer más o menos erguido. Es una postura cómica. Sigo sorprendido. No siento dolor. Ansiedad, sí. Usted también la sentiría si se encontrara en mi caso, no lo niegue.

Pienso en el Gran Colisionador de Hadrones. Un hito de la ciencia y la tecnología. Antes de que entrara en funcionamiento unos cuantos científicos advirtieron de la posibilidad, minúscula pero positiva, de que la colisión de partículas a velocidades extravagantes pudiera generar un pequeño agujero negro, donde “pequeño” quería decir que en el mejor de los casos La Tierra se convertiría en una versión a tamaño planetario del logo de Apple.

Paparruchas, dice Oppenheimer desde su tumba.

Una señora con un carro se dispone a enfilar el pasillo cuando me ve postrado en el suelo. Suelta un grito. Se echa las manos a la boca con pavor y huye corriendo en la dirección por la que vino. Empujado por la inercia, el carro continúa moviéndose por sí mismo hasta estrellarse contra el estante de los cereales. Varias cajas multicolores caen en su interior. La señora ha mostrado muy poco respeto hacia mi situación. Su actitud me ha molestado un poco. Ya sé que ahora mismo no debo de ser una visión muy agradable, pero señora, ¿qué quiere que haga? ¿Es necesario llegar hasta ese extremo?

Qué mala pata, me digo, y al darme cuenta de lo fácil del chiste no puedo evitar reírme. Algo más tranquilo, reparo en mis propios zapatos, tirados sobre las baldosas, con los calcetines aún dentro.

Recuerdo que hubo tantos problemas técnicos para poner el Gran Colisionador de Hadrones en funcionamiento, tantos fallos de última hora, tantas averías inexplicables, que alguien aventuró la teoría de que viajeros del tiempo habían venido desde el futuro para sabotearlo porque en algún punto del porvenir la máquina desencadenará el fin del mundo.

Una máquina del tiempo, sopeso. No me habría venido mal tener una a mano para hacer que mi yo del futuro, quiero decir, el de hace cinco minutos, visitara a mi yo del pasado, es decir, el de hace un par de horas, para impedirle que entrara en Facebook, que viera en el perfil de Antonio una foto de Ella, sentada en una terraza, mirando a cámara, sonriente, preciosa, como si no hubiera trascurrido el tiempo, como si no hubiera ocurrido nada, como si yo no me hubiera cruzado jamás en su vida.

Esto es lo último en lo que pienso antes de que mi cara se disuelva contra las baldosas blancas y negras del pasillo de los congelados.

Santi Pagés | 20 de febrero de 2010

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