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Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

El día que Thatcher muera

Es a esta hora cuando por fin puedo relajarme y disfrutar de cierta calma. Caroline me trae las carpetas rojas con los últimos decretos aprobados. Las deja a mi lado, en la mesa supletoria. Después me sirve té y unas galletas. Ella sabe cuáles me gustan y que prefiero comerlas a solas. Me da las buenas noches y se marcha. Es muy eficiente Caroline, una gran ayudante, aristócrata, de lo mejor que ha dado esta tierra nuestra. Me pregunto que opinará Lord Ryder sobre que su mujer regrese tan tarde a casa. Quizá le asista en sus planes. Mejor así. Ambos salimos ganando.

Es solo ahora que puedo relajarme, dejar de aparentar, concentrarme en lo que de verdad importa. Estudiar los pocos documentos que contienen todas esas carpetas enormes y pomposas. En un rato llamaré a Denis para preguntarle que tal fue su día en el club de campo aunque quizá esté ya durmiendo. Cuando juega al golf con sus amigos suele excederse con los gin tonic. Yo no lo desapruebo. Sin Denis no podría haber llegado hasta aquí, no podría haber soportado la responsabilidad, el cansancio, las nauseas. Supo comprender mi determinación desde el principio. Ni siquiera pareció sorprenderse demasiado cuando le hablé por primera vez del orbe. Antes me ayudaba más, es cierto. Solía esperar a que terminara el trance. Era muy atento. Siempre mandaba que me trajeran algo para comer. Té, zumo, huevos revueltos, flapjacks. Era tan agradable recuperar la visión, regresar a esta realidad imperfecta y que su rostro fuera lo primero que mis ojos veían. Incluso después de llevar tantos años casados, reencontrarme con él cada vez que salía del estupor me inundaba de un tremendo alivio. Pero ya apenas pasamos tiempo juntos. Supongo que en algún punto Denis se sintió incapaz de compartirme, no pudo soportarlo más y abandonó toda esperanza de recuperarme. Ahora, cuando me concentro en el orbe, sé que despertaré sola.

He de acabar con este papeleo cuanto antes porque mañana he de visitar a la Reina. La cita acostumbrada por estas fechas. Un fastidio inevitable, me temo. Odio su corrección permanente, su devoción por no resultar altisonante, ese terror que profesa a expresar lo que piensa. Solo oír su voz meliflua me enerva. Pero no es ninguna imbécil. Al contrario. Quizá eso me irrite aún más. Incluso en ocasiones creo que ella sabe. Cuando me mira a los ojos sospecho que conoce mi secreto. No sería extraño. Yo controlo una fuerza que gente como ella ha ansiado dominar durante siglos, esa que Hitler y Stalin también poseyeron pero que utilizaron con absoluta torpeza. Sí. Puede que ella lo haya averiguado. Pero entonces sabrá que debe callar.

Si ellos supieran, si ahí fuera supieran que respiran, sufren y desean porque yo lo dispongo, que todo funciona como lo hace porque yo así lo pienso. Que el mundo en el que viven, esa nación de la que ahora están orgullosos, este país que yo he sacado de la miseria es así porque yo me he esforzado en imaginarlo de esa manera. Que es porque yo he luchado por determinarlo, por moldearlo, que ahora gozan del poder para ser libres y controlar sus propias vidas. Un poder que yo les he otorgado. Pero son demasiado simples. No lo comprenderían. Ni siquiera yo misma podía creerlo al principio, aquellas primeras veces en que me concentraba en los brillos del orbe, en sus reflejos, en esas aristas inexplicablemente infinitas que cruzan su interior, en los cristales que parecen cambiar constantemente de forma, para descubrir días después que la realidad se acomodaba a mis deseos. Al comienzo se trataba tan solo de pequeñas alteraciones. Un examen de química aprobado, un candidato a las elecciones de estudiantes enfermo súbitamente, una victoria por un voto que inesperadamente cambia de sentido. Hoy, que ya he domado su poder casi por completo, soy capaz de simular atentados, de provocar guerras, de ganarlas. Y sin embargo, tras todas estas décadas en las que el orbe y yo hemos nos hemos inmiscuido el uno en el otro, la ansiedad todavía me recorre irrefrenablemente cada vez que lo miro, hasta que el tiempo se contiene en si mismo y me calmo porque sé que he vuelto a controlarlo.

Solo a esta hora saco el orbe de detrás del panel de la biblioteca en el que lo escondo. Me reclino en el sillón, lo tomo en mis manos y me concentro. Moldeo con calma el mundo. Ordeno, recorto. Organizo. Lo mejoro. Después dormiré. Cuatro horas, como siempre. No más. No puedo arriesgarme a que todo se desmorone mientras duermo. Y así será, cada noche, hasta que llegue el sueño final. Ya nada importará entonces.

Santi Pagés | 13 de febrero de 2010

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