Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
Casi todo el mundo cree que los casos que me llegan nacen de motivaciones económicas, porque en primer lugar nadie tiene ya una visión romántica de esta profesión mía y porque es lo habitual que cuando alguien no quiere ser encontrado se deba a razones de herencia, estafa, timo, desfalco nocturno, robo alevoso o abuso comercial. La otra razón, la pasional, también se da con frecuencia, pero nos parece difícil de creer que alguien esté dispuesto a pagar cuanto haga falta, gastos e IVA incluidos, por encontrar a un marido en plena crisis de identidad o a una ex novía fugada sólo para darse la satisfacción de propinarles una bofetada cargada de despecho o por el simple gozo de proferirles a la cara los reglamentarios insultos y reproches resguardándose en la legitimidad que proporciona la ira de los justos. Pero es un hecho. La gente puede llegar a pagar grandes sumas por ello. A mi no me importa demasiado la razón que les empuja a acudir a mi, el dinero no huele, pecunia non olet como decía Don Augusto, mi bienllamado profesor de derecho romano, hombre recio y cínico del que aprendí mucho, raramente relacionado con el ordenamiento jurídico de los ciudadanos del imperio, aunque él sostuviera que el imperio jamás había caído, algo que yo ya había leído decir antes a un hombre que no podía ser más distinto a aquel profesor sabio y sarcástico. Tal diametral coincidencia de pareceres terminó por convencerme de que ambos debían de estar en lo cierto.
Amor o dinero, me disculpo por estas divagaciones mías, no eran sin embargo las razones por las que Pamela Rimbaud entró aquella mañana en mi oficina.
Estoy buscando a mi padre.
Dígame, ¿cuándo desapareció?
Hace algo más de cincuenta años.
Pamela Rimbaud debía mediar la sesentena por lo que me vi a mi mismo revisando pilas enormes de certificados de defunción en busca de su padre.
El 17 de Marzo de 1956, aclaró.
Le daré un consejo gratis. ¿Ha probado usted a buscar en el Registro Civil, en las listas de difuntos?
Gracias por el consejo. Pero mi padre no está muerto.
¿Lo sabe con certeza?
Sí. Le vi hace menos de una semana.
Pero entonces, usted sabe dónde está.
No exactamente.
Me recoloqué impaciente en el sillón. Volví a mirar de arriba a abajo a aquella mujer delgada, vestida con descuido vaquero y el cráneo cubierto por un pañuelo anudado y que en tan solo cinco minutos de entrevista había conseguido irritarme.
¿Por qué no me explica todo desde el principio?
Yo tenía catorce años. Mis padres, mis dos hermanas y yo vivíamos en una casa a las afueras, con una bañera gigante y un jardín enorme. Aquel día estábamos plantando un roble. Mi padre nos observaba desde la cocina, a través del cristal de la puerta. Creo que estaba tomando café. Me distraje un momento para ayudar a mis hermanas a cavar un hoyo con la pala y cuando volví la vista mi padre ya no estaba allí. Recuerdo que no le di más importancia, pensé que se habría aburrido de mirarnos. Pero a los pocos minutos mi madre comenzó a llamarle por toda la casa, escaleras arriba y abajo. El no respondía. Ella salió al jardín y nos preguntó si le habíamos oído irse, la puerta, el coche, algo. Pero no habíamos escuchado nada. Estábamos distraídas con el árbol, madre. ¿Dónde se habrá metido ahora? Mi padre había llegado tarde algunas noches y yo les había sentido discutir. A través de las puertas solo podía escuchar a mi madre gritándole, preguntándole dónde había estado, por qué había tardado tanto. No podía oír lo que él decía. Mi padre no volvió nunca más a casa. Aquello, como sucedió, fue muy extraño.
Es algo más común de lo que cree, le respondí. A veces las personas se comportan de formas muy extrañas cuando ya no pueden soportar más la vida que llevan. Algo se rompe en ellos definitivamente y se sorprendería de lo que es capaz el ser humano en esas circunstancias. Seguramente a su padre le sucedió algo similar.
Sí, esa fue la versión de mi madre. Que se había largado con otra, que era un cobarde, o incluso que tenía otra familia. Pero yo sabía, no sé cómo, que aquello no era normal. Se había desvanecido en unos pocos segundos, sin ruidos, sin dejar rastro, sin recoger siquiera sus cosas. Llegado un punto me convencí yo también. No me quedó otro remedio. Tuve que crecer de golpe. Quise convencerme de que nos había abandonado, pero, como le digo, en el fondo siempre supe que algo muy raro había pasado. Y tenía razón.
¿Qué quiere decir?
Algo más de veinte años más tarde yo vivía con mi entonces marido en Arles. El era médico y había obtenido una plaza en una pequeña consulta rural en la región. Yo no sabía muy bien qué hacer con mi vida así que me pareció bien que el destino eligiera por mí. No terminé la carrera, no quería ser ama de casa. Y el clima de Provenza, ya sabe, es muy bueno. Un día mi hermana Karen, la más pequeña, me llamó por teléfono muy agitada. Ella aún vivía en Paris, en el barrio del Temple, estudiaba, o eso decía, porque más bien era bohemia, metida en todos los líos de entonces por culpa de un novio que tenía y que se definía a si mismo como Trotskista-nihilista. He visto a papá, me dijo. ¿Estás segura? Sí, tal y como le recordaba. ¿Donde? Estábamos cenando en un restaurante vietnamita con el grupo, él estaba fuera, mirándonos, mirándome. Al principio no lo podía creer. Salí. Le hablé. Era él. Te lo juro. Era él. No entendí lo que dijo. Parecía triste… ¿sabes? No ha cambiado nada. Quise calmar a mi hermana para que me explicara mejor. Pero, Pamela, es que desapareció. ¿Cómo? Sí, se levantó un viento, pestañeé y ya no estaba allí. Por supuesto, la historia era totalmente absurda, pero una parte de mi creía en ella. Aquella sensación de extrañeza seguía en mí después de tantos años. Le pregunté a mi hermana si había tomado algo, si estaba bebida o había fumado a saber qué. La verdad es que no me porté muy bien con ella. Dudé. Ella lo notó. Consintió por inerciatodos los consejos de hermana mayor que le di. Colgó. Si yo hubiera sabido. Tiempo después, cuando me ocurrió lo mismo a mí, quise hablarlo con ella, pero fingió no creerme. Esa fue su venganza. Al poco se fue a vivir a Costa de Marfil.
Pero entonces, ¿ha visto a su padre más de una vez?
Sí. No sólo la semana pasada. Volví a verle trece años después de que mi hermana se lo encontrara. Ya me había separado de mi marido, no habíamos tenido hijos, nos habíamos distanciado. Las cosas entre nosotros se habían deteriorado hasta hacerse insoportables. Yo odiaba Arles y creo que él me odiaba a mi, a todo. Fue muy civilizado. Lo hablamos, decidimos, nos despedimos y volví a Paris. Una tarde estaba paseando por Les Invalides. No sé muy bien que me llevó allí precisamente ese día. Mi padre, además de degaullista, admiraba a Napoleón. Nos llevaba allí en ocasiones, a visitar su tumba y el museo del ejército, como si aquella fuera una excursión escolar de lo más normal. Yo iba camino del puente, por entre los jardines, cuando me fije en un hombre con gabardina que caminaba en dirección a mí, muy despacio. No sé por qué detuve la vista en él. Me pareció apuesto y familiar. Cuando nos acercamos pude reconocerle. Cruzó por mi lado sin prestarme más atención, hablando para él mismo. Le llamé. ¿Papá? Se giró, metió las manos en los bolsillos del gabán y me miró como si acabará de despertarse. Era él, pero no podía serlo. Aquello no tenía sentido. Habían pasado casi treinta y cinco años desde su desaparición pero él estaba idéntico a como le recordaba de aquel día. Por entonces debería haber tenido la edad que tengo yo ahora, pero el tiempo no le había cambiado en absoluto. No parecía tener más de cuarenta. Recuerdo perfectamente lo que me dijo. Oh, eres tú. Por cierto, piensa en el cubo, siempre el cubo. Pero aún no es tiempo, aún me esperan. Ahora siento el agua, ¿la sientes tu. ¿Papá? No entiendo nada, le respondí. He de irme, dijo finalmente. Y tal como mi hermana me había descrito, se levantó un viento, pestañeé y mi padre desapareció de golpe. Mire, sé que no tiene ni pies ni cabeza, y yo misma pondría esa cara si me contaran algo parecido, pero créame, fue así como sucedió, y como sucedió la siguiente vez que le vi, en el 2003. Yo estaba pasando una temporada en la casa familiar, para cuidar de mi madre que por entonces ya estaba muy enferma. Murió no mucho después. Yo volvía del supermercado, algo tan sencillo, y pasé por delante de la piscina municipal, en la que mi padre solía jugar al waterpolo cuando éramos niñas. Era muy deportista. En su juventud llegó a participar en los Juegos Mediterráneos, y aunque ya no competía cuando nos tuvo le gustaba mantenerse en forma. Estaba sentado en las escaleras de la entrada, mirando al frente, completamente inmóvil. Aún llevaba aquella gabardina, que nunca le había visto mientras vivía con nosotros, por cierto. Me acerqué a él. ¡No había envejecido! Aunque habían pasado trece años, era como si me lo hubiera encontrado en Les Invalides el día anterior, con el mismo pelo oscuro y engominado, peinado a raya al estilo antiguo. Como siempre. Levantó la vista y pareció reconocerme por un segundo. Perdóname, perdónala. Ahora me marcho a la estrella, he de irme. Y volvió a ocurrir, se esfumó, como un chasquido.
Pamela comenzó a toser. Buscó un pañuelo de papel en el bolsillo de su chaqueta, se disculpó, se lo llevó a la boca y continuó tosiendo. La historia era desde luego increíble. Pero su convencimiento era evidente. He visto mentir a las personas miles de veces. Incluso sé distinguir a quien usa verdades a medias para elaborar sus mentiras. Siempre fui bueno en eso. Pero ella no mentía. Otra cosa es que lo que ella daba como cierto así lo fuera.
¿Está bien? ¿Le traigo un vaso de agua?
Sí, gracias. No me queda mucho tiempo, seré breve.
Regresé con un vaso. Bien, continúe por favor.
Cuando llegué a casa, dijo después de tomar un par de sorbos largos, coloqué la compra en la nevera y subí a ver a mi madre, que ya apenas se levantaba de la cama. Me senté a su lado. Recuerdo que me preguntó si hacía frío fuera. No pude ocultárselo. Tuve que decírselo. Mamá, he visto a papá. Se volvió. ¿Tú también le has visto, hija? Jamás hubiera esperado esa respuesta. No te lo conté cuando pasó por que sé que no te gusta que hable de él, pero volví a verle hace unos cinco años. Iba paseando con una amigas por el Bois de Vincennes, ya sabes, con uno de esos grupos de señoras con los que salía a andar antes. Un hombre me miraba fijamente desde entre los arboles. No apartaba la mirada de mí. No me atreví a pararme, además iba del brazo de una amiga, pero supe que era él por esa forma tan suya de mirarme. Estaba como cuando joven, tal y como el día en que se marchó. No podía ser él, pero lo era. Te entiendo, mamá, le dije, era él, era él.
En ese momento me decidí a interrumpir a Pamela. ¿Quiere decir que su padre se aparece a los miembros de su familia cada cierto número de años y que cuando lo hace parece no haber envejecido?
Sí. Es lo que estoy tratando de decirle.
Le seré sincero. No creo que usted mienta. Pero, ¿se da cuenta de que lo que está diciendo no tiene el más mínimo sentido?
Sí que lo tiene. Hay una explicación posible. Mi padre puede viajar en el tiempo.
2011-01-30 23:14
Wao!!! ESTA HISTORIA PODRIA SER CIERTA YA QUE EN ESTE MUNDO NADA ES IMPOSIBLE NADA ES DEMASIADO Y NADA ES PARA SIEMPRE NADIE ES PERFECTO.
POR ESO ME PARECE UNA HISTORIA DIGNA DE LEER Y ANALIZAR
2011-03-31 19:53
Acabo de encontrar este relato y me parece increíblemente bueno y de lectura muy amena. Voy a darle seguimiento… Es verdaderamente atrapante.