Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

El hombre que cayó a la tierra

1.
Ahora que he detenido la electrolisis para ahorrar oxígeno, reducido al mínimo los sistemas de soporte de los módulos tres y cuatro y calculado aproximadamente el valor calórico de las ratas experimentales que aún no he sacrificado, sé que con casi toda seguridad moriré de sed. En realidad, podría elegir la causa de mi fallecimiento. Muerte por sed, por asfixia, por inanición o consumido por la fricción con la atmósfera. Pero sólo puedo morir una vez. Así que he pensado que como último gesto digno, mi deber era empujar mis posibilidades de supervivencia hasta el máximo, extraer todo el tiempo posible a esta estación y a sus víveres y a partir de ahí dejar que la muerte me alcance de la forma en que prefiera. Es todo inútil, lo sé. Resistir no tiene el más mínimo sentido. Abajo no hay nadie. Y aunque lo hubiera, su destino bunquerizado no será mucho mejor que el mío. Al menos, aquí arriba, elijo yo. Estoy solo.

Me siento delante del panel de pantallas mientras mordisqueo, muy despacio, la barrita plana y fina, con un vago sabor a manzana, que constituye mi comida del día. Solo una imagen aparece encendida, porque para minimizar el uso de energía he cortado las comunicaciones con los cientos de satélites artificiales que aún rodean La Tierra. El navegador ya no les ordena corregir su orbita así que caerán irremediablemente. Será un espectáculo formidable. Los imagino atravesando el aire como estrellas fugaces, surcándolo desde nuestro pasado incandescente, perforando la nube que cubre casi todo el globo como una gigantesca mancha de plomo, rompiendo la oscuridad, rasgándola, sin llegar nunca a alcanzar el suelo, suspendidos, convertidos en pavesas. Sí, será un espectáculo formidable. Lastima que no haya nadie allá abajo para contemplarlo.

El único satélite al que he indultado no es siquiera el más avanzado. No es un ave espía. Es un modesto y obsoleto cacharro diseñado con fines geológicos. Ahora se encuentra sobre Siberia. Allí es de noche. Sus lentes captan las estelas naranjas de los incendios que devoran la tundra, que la devoran con calma, dejando tras ellos remolinos de humo, espirales borrosas que enroscan sus brazos como meandros de un río tropical. Tras las explosiones, el hielo del fondo del Océano Ártico terminó por deshacerse, liberando enormes burbujas de metano que combustionaron incendiando la costa, el mar mismo, en fogonazos que aún, dos meses después de la hecatombe, se suceden con frecuencia, barriendo miles de kilómetros cuadrados con llamaradas del tamaño de avalanchas alpinas. Porque en este nuevo mundo todo es tan grande que la escala de las cosas se escapa a cualquier medida. Solo yo, desde aquí arriba, puedo apreciarlo todo. Y es hermoso. Muy hermoso.

2.
Hoy ha sucedido algo muy extraño. Ha sonado el videoteléfono. Al principio me he entusiasmado y he dejado a medias la reparación de una escotilla exterior con el consiguiente peligro de fuga. Qué descuidado he sido. La prisa me ha entorpecido, he aplicado demasiada fuerza al proyectarme a lo largo del pasillo y me he golpeado con el techo un par de veces. Aún estoy dolorido. Supongo que la confusión de mis miembros ha sido la culpable. Hasta hoy no había sentido la necesidad de correr, de usar mis piernas. Pero la llamada las ha despertado del sueño de la ingravidez con un ansia feroz de ser utilizadas, como un animal hambriento tras haber hibernado durante meses. Cuando he alcanzado la cabina me he dado cuenta de lo absurdo de la situación. Casi he reído. La lógica dicta que las probabilidades de cualquier contacto son cero. La comunicación con la base se cortó durante los primeros días del desastre, probablemente fue uno de los objetivos primarios de los ataques. Y no creo que nadie en ningún refugio se preocupe demasiado por mi bienestar ni tenga el equipo adecuado para transmitir a tanta distancia. Aún así, he respondido. Me ha intrigado que la pantalla no mostrara ningún número identificador ni tampoco ninguna imagen. Cuando descolgué el auricular, escuché su voz.

Hola. ¿Cómo estás?

¿Cómo? Eres… ¿Eres tú?

Sí.

Pero no puede ser. Es imposible.

Estoy hablando contigo. No lo es.

Pero no queda nadie vivo.

La voz queda en suspense unos segundos antes de responder.

Te echo de menos.

Aterrorizado, cuelgo.

3.
Dicen que las primeras imágenes de La Tierra desde el espacio aceleraron aún más la Primera Carrera Espacial. De pronto todos los niños quisieron convertirse en astronautas. Las academias se llenaron de muchachos entusiasmados por el sueño de dominar el espacio, de alcanzar las estrellas algún día, y desde allí volver la cabeza y admirar ingrávidos ese globo azul y brillante, veteado de blanco, que habían visto en fotografías. Mis razones en cambio fueron muy distintas. Yo acepté esta misión para huir de ella.

Ella vivía al otro lado del Atlántico. Ella se quedó allí. Fue el precio que hube de pagar para poder completar mi entrenamiento. Decidimos intentarlo, continuar juntos en la distancia. A pesar de los meses sin vernos, de los intereses que divergían, del miedo a ser reemplazado por otro más cercano, a pesar de todos esos fragmentos cotidianos que se perdían sin remedio pese a la horas que pasábamos al videoteléfono, siempre en los intervalos que la diferencia horaria nos permitía, siempre fieles, siempre exactos, pendientes del reloj, abrazados a la costumbre, ya que solo podíamos abrazarnos el uno al otro cada tres meses, cuando una pausa en las pruebas agotadoras y los exámenes constantes me permitían tomar un avión para ir a verla, y aunque entonces el sexo solía ser frustrante, un amago de intimidad desenfocada por el jet lag , un deseo febril por la urgencia de reconocernos. Hasta que llegó el punto en que ella no pudo seguir. O no quiso. Es lo mismo. La última vez ni siquiera me besó cuando fue a buscarme al aeropuerto. Sólo me abrazó. Me sostuvo allí, en vilo, como a un enfermo al que se consuela. Como a un amigo lejano. Yo estaba desconcertado y exhausto después de tantas horas de viaje y no le di importancia. Recién llegados al hotel me confesó que la tristeza era más fuerte que ella. Que no le restaban fuerzas. Me ofreció los consuelos de rigor. Yo no ofrecí resistencia. Me preguntó si quería que se marchara. Dije que sí, aunque igualmente podría haber respondido lo contrario. Ni siquiera lloré. Dormí mal. Reservé el primer vuelo de vuelta. Ya por entonces la situación se había vuelto insostenible. Todos sabíamos que el bombardeo accidental de Shangai iba a traer serias consecuencias. La cuestión era durante cuánto tiempo podríamos contenerlas, reducirlas, sofocarlas. El mando estratégico había propuesto reconvertir la estación científica en una base de operaciones, reconvertirla en un bastión a salvo de los impulsos electromagnéticos que paralizarían nuestra maquinaria en caso de hecatombe. La misión estaba plagada de riesgos. La misión no garantizaba la vuelta. Más bien lo contrario. La estación no poseía siquiera un escudo para la reentrada ni mucho menos protección para una exposición prolongada a los rayos cósmicos. La misión era un esfuerzo a fondo perdido. Era un descalabro. Un despropósito desesperado. Me ofrecí voluntario.

4.
Llevaba varios días preparándome. Ejercitando la respiración (contando hasta cinco para exhalar y volver a tomar aire), imaginando preguntas, comprobaciones, repasando posibles respuestas. He dedicado varías horas al día a esto. Mientras releía por enésima vez las revistas que trajimos, mientras cocinaba una lata de verduras, mientras realizaba el mantenimiento. Incluso antes de dormir. Hoy, justo cuando me he visto satisfecho con mis esfuerzos, cuando he creído establecer de nuevo el orden, el videoteléfono ha vuelto a sonar.

Te echo mucho de menos.

No respondo. Al oír su voz de nuevo mi garganta se ha estrechado tanto que apenas consigo respirar.

¿Por qué te fuiste?, prosigue.

Tenía que poner distancia, entiéndelo.

Me quedé muy triste. No saber nada más de ti, perder así el contacto.

Pero fuiste tú quien decidió que no siguiéramos juntos.

Lo sé. Pero tú me conoces y sabes que no estoy bien, que me deshago, que soy débil, que soy un desastre. Si hubieras insistido… Nunca he dejado de quererte. Te necesito. Te quiero.

Compruebo que todo mi entrenamiento no ha servido para nada. Cuelgo.

5.
Cuando la guerra se hizo inminente, muchos miembros del equipo expresaron su deseo de regresar a casa. Yo no me opuse. Simplemente les hice ver que era absurdo e imposible. Se convencieron de poder utilizar el combustible de varios satélites y un antiguo módulo soviético a la deriva para construir un improvisado bote salvavidas. Les dejé hacer. Les dejé alterar nuestra orbita, nuestro recorrido. No me negué a que usaran oxígeno y reservas de energía para varios paseos especiales, para que intentaran atrapar el módulo. Dos de ellos murieron en el intento. Un empujón accidental, un fallo de agarre, y acabaron perdidos por la inercia en el espacio. Finalmente, los demás consiguieron reactivar la antigualla y modificarla para hacerla resistente a la reentrada. Antes de partir me preguntaron por última vez si quería regresar con ellos. Les dije que no me esperaba nada allá abajo. El módulo se desprendió de la estación con una sacudida. Por la ventanilla de proa vi cómo se alejaban, muy despacio al principio, acelerándose exponencialmente después, montados en aquel cachivache abigarrado y oscuro, puntuado con una estrella roja que iba haciéndose cada vez más indistinguible. No lo consiguieron. El escudo probablemente se desprendió con los primeros zarandeos durante la trayectoria de descenso. Se achicharraron. Se convirtieron en una bola de fuego. Ahora son ceniza, ahora están muertos. Como ella.

6.
He superado pruebas físicas en los límites de la resistencia humana. He tenido que aprender, que memorizar, leyes de gravitación, principios de dinámica, elementos de electrónica y comunicaciones. He destacado, he competido, he vencido, he realizado maniobras imposibles, he acometidas salidas al espacio con equipo precario. He planificado cuidadosamente mi dieta, he comido ratas e insectos, he reciclado mis propios fluidos, he burlado a la sed, al hambre, he asfixiado mis necesidades y mis deseos. He sobrevivido al fin del mundo. Entonces, ¿por qué tengo miedo al auricular de un videoteléfono?

Esta vez he decidido no esperar a que ella me llame. He descolgado.

¿Estás ahí?

Claro. Siempre.

Quería decirte que en el fondo yo lo que siempre quise es que me hablases. Que me contaras cómo te sentías, qué te preocupaba, por qué estabas triste, antes de que no hubiera remedio.

Siempre me ha costado hablar, ya lo sabes. Yo entonces no sabía qué hacer, estaba muy confusa. Pero te prometo contarte todo a partir de ahora. Sé que nunca encontraré a nadie como tú. No quiero perderte. ¿Crees que podríamos volver a estar juntos? Echo tanto de menos tus besos.

Los ojos me arden. Las lágrimas abrasan mis mejillas. Permanezco con el auricular pegado a mi oreja por temor a que su voz se desvanezca. Liberados, como toneladas de agua que rompen una presa, se desbordan los recuerdos de lo mejor y lo peor de estos últimos cuatro años, de su rostro que ha regresado de la nada para ocupar el mismo lugar tras todo este tiempo. Ha vuelto.

Te he echado tanto de menos.

7.
El día del fin del mundo fue maravilloso. Las colas de los cientos de misiles trazaban curvas perfectas, bellísimas, hasta perderse debajo de los cúmulos, que estallaban como relámpagos en una tormenta y se apartaban formando anillos antes de cerrarse de nuevo. El mundo se convirtió en una colosal guirnalda poblada de luces intermitentes, una decoración a punto de consumirse para siempre, perdida en el infinito. El truco de un mago que sólo puede ocurrir una vez. Sólo para mis ojos.

El mundo es ahora una perla gris. Pronto las nubes del invierno nuclear lo envolverán por completo y La Tierra relucirá al sol como un tesoro nacarado flotando en el espacio. Yo seré lo último que atravesará su manto.

He apagado el navegador. He detenido todos los sistemas. Caeré. Vuelvo contigo.

Santi Pagés | 07 de noviembre de 2009

Comentarios

  1. Phill
    2009-11-07 17:05

    Sin palabras, tremendo relato, impresionante.

    A sus pies sr. Santi Pagés

  2. Marcos
    2009-11-07 19:12

    Digo lo mismo.

    Saludos

  3. Pedro
    2009-11-07 19:43

    Soy incapaz de escribir lo que he sentido al leer tu relato… no soy experto, pero ¿¿te has planteado mandarlo algún editor??

    Mi más sincera enhorabuena, es muy muy bueno, me encantará leer todo lo que escribas y, por supuesto, ya estas en mis favoritos

    Gracias por escribi, y ahcerlo publico para el disfrute de los demás, cordialmente

    Pedro

  4. ezequiel
    2009-11-08 21:40

    Increible relato, dificil de explicar todo lo me que quedo dando vuelta por dentro.
    Felicitaciones

  5. Celia
    2009-11-13 13:00

    Me ha encantado!


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