Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Cuentos asombrosos

Cuando los días menguaban rápidos y el sol comenzaba a mostrarse perezoso, nos reuníamos cada noche alrededor del fuego para que el viejo nos contara historias, como ahora mismo estoy haciendo con vosotros. Recuerdo que su pelo era del color de la nieve derritiéndose en los bordes del riachuelo y su barba era espesa como un matorral joven. A todos los chiquillos nos embelesaba su collar repleto de dientes de animales, incluidos los de un dientelargo, aunque hacía muchos inviernos ya que nadie había visto uno vivo. Nos imaginábamos a la bestia enorme, parda y brillante, como la luna recién aparecida en el horizonte, mirando fijamente al viejo a los ojos, mostrándole sus incisivos, grandes como puñales, y nos preguntábamos qué artimañas habría empleado aquel hombre enjuto pero poderoso para conseguir cazarlo. En parte, era ese misterio lo que nos convocaba allí tras cada atardecer. La ilusión de escuchar por fin el relato de cómo acabó con aquel dientelargo, el último de su linaje quizá. En parte, era también el consentimiento de nuestros padres para con los febriles relatos del viejo, que les liberaba así de tener que cuidarnos por un rato.

Ahora soy yo el viejo. Pero aún recuerdo cómo ocurrió todo.

En aquel tiempo, mi única hermana acababa de nacer. Llegó al mundo precedida de una lluvia tan furiosa como jamás he visto después. Agua que lo convirtió todo en barro durante semanas. Cuando la lluvia amainó, las nubes descendieron para confortarnos. Mi madre dio a luz entre esas brumas y en la aldea entendieron esa coincidencia como una disculpa del cielo. Todos mis otros hermanos eran varones. Todos más pequeños que yo. Mi padre se mostraba orgulloso de su numerosa descendencia masculina, pero solo exhibía su satisfacción ante nosotros porque alardear de ello en la aldea habría sido mal visto; como sabéis la mujer es vida. Por eso mi padre recibió a mi hermana con gran entusiasmo. Porque era el deseo ya desesperado de mi madre concebir una hembra. Pero también porque así él podía colmar su deseo de avenirse con la comunidad, que interpretaba tanto hijo varón, uno tras otro, como una evidencia del egoísmo de mi padre. Sin embargo, ese anhelo compartido provocaba en mí una ira salvaje, como jamás había albergado contra mis hermanos, una ira imparable como aquella tromba de agua furiosa que antecedió al nacimiento de mi hermana. Conocía a mis hermanos. Podía entenderles, predecirles, conducirles. Eran como yo, tan sólo más jóvenes. Pero no a ella, no a mi hermana, no a ese ser frágil, diminuto y extraño que recibía todas las atenciones y que me ocasionaba nuevos trabajos y la asignación de arduas tareas.

Fue entonces cuando el viejo nos habló de Los Venidos.

El mal está fuera, nos dijo. El mal son Ellos. Los Venidos nos acechan desde la oscuridad profunda. Su piel es verdosa y luminiscente, como las luciérnagas que brotan de los pastos tras los días de calor intenso. Carecen de pelo, su nariz solo posee un agujero, sus ojos relucen en la oscuridad como la ceniza encendida y sus manos son largas y quebradas como las ramas de un árbol desnudo por el viento gélido. Son silenciosos y no caminan. Se deslizan sobre la tierra como serpientes. Son peores que las hienas porque ni siquiera ríen. Hasta los mismos leones les temen. El viejo aseguraba haber oído a sus ancestros decir que en otro tiempo Los Venidos se contaban por millares, y que la noche era suya, y nosotros de ellos. Que nos cazaban a decenas, como nosotros cazamos puercos. Hasta que un día, los dioses de la tierra, hartos de tanta sangre derramada, les condenaron a alimentarse solo de presas que otros despreciaran. Por eso se nutren de carroña, porque la vida ha decidido despreciar esos cuerpos. Sin embargo, Los Venidos reclamaron a los dioses que pese a su vileza poseían el derecho a existir. Los dioses hubieron de concederles la razón y declararon que cada vez que un humano odiara a otro hasta el punto de desearle la muerte, Los Venidos podrían alimentarse de aquel que hubiera sido despreciado.

El viejo concluyó así su relato. Todos permanecimos en silencio.

Nos miramos desconcertados, aturdidos. Aquella era la historia más terrorífica que el viejo nos había contado nunca, mucho más que aquellas que trataban sobre animales gigantes y regiones lejanas gobernadas por aldeas grandes como cordilleras. Los Venidos estaban cerca, ahí fuera. Habitaban la noche, esa misma noche, escasos pasos más allá de los límites que iluminaba nuestra hoguera.

En ese instante lo comprendí todo.

Los Venidos conocían mis pensamientos. Todo menosprecio, toda rabia que sintiera, sería una invitación, una llamada. Comprendí que cada vez que alguien me hiciera mal, cada vez que alguien me soliviantara, desear su muerte representaría invocarles. Pensé en mi hermana. En lo que había dicho sobre ella durante meses dentro de mi cabeza. En todas las ocasiones en las que deseé que no existiera, que jamás hubiera nacido. Ojalá no hubiera nacido.

Una estrella recorrió el cielo hacia poniente, y en su caída dejó tras de si una estela verdosa que permaneció dibujada en mis parpados hasta la madrugada siguiente, cuando mis padre, mis hermanos y yo salimos de caza, justo antes del alba. Al regresar a la aldea, encontramos a mi madre en la entrada de nuestra choza, con mi hermana entre sus brazos, repitiendo para si palabras ininteligibles, moviéndose sin pausa hacia adelante y hacia atrás. Demente. Mi hermana no se movía. Mi hermana estaba muerta. Creyéndola profundamente dormida, mi madre la había dejado en el lecho, entre pieles. Pero al extrañarle su tardanza en reclamarla mediante lloros como cada mañana, decidió interrumpir su sueño y comprobar qué sucedía. Y así la encontró, inmóvil, boca abajo, fría. Sin un rasguño, sin una herida.

Nunca pude volver a mirar a mi madre. Temía que averiguara que yo sabía lo que había sucedido. Temía que viera en mis ojos las imágenes que aparecían en mi cabeza, como reflejos fugaces en un charco de lluvia. La imagen de un Venido surgiendo de la oscuridad, asomándose por la entrada de nuestra choza, alargando su mano muerta y seca hasta mi hermana, absorbiéndole la vida. Mi madre no volvió a concebir. Apenas hablaba. Yo me propuse continuar. Compensar a todos de algún modo. Realizar sin desfallecimiento todas mis tareas. Cazar, construir, proveer. Al descansar, al final de cada jornada, cuando había completado mis deberes y nadie más miraba, escudriñaba las estrellas en busca de mi hermana. Investigaba con cuidado los sonidos de la noche con la esperanza de escuchar a un Venido reptando, para poder así capturarle y exigirle que la devolviera a la vida. Jamás lo logré. Entonces me propuse sobrevivir, llegar a viejo. Para poder sentarme un día aquí, frente a vosotros, y avisaros.

El mal está dentro.

Santi Pagés | 03 de octubre de 2009

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