Libro de notas

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Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

La piel fría

La puerta se entreabrió con un chirrido. Algo azorado, saludé casi sin mirar a la dueña, sentada inmóvil detrás de una enorme mesa de color claro, curva, recargada como un tocador de señora, colocada exactamente en el centro de la tienda como si fuera un centinela o un marido celoso en vigilancia constante de las vitrinas que se mostraban orgullosas y coquetas en las cuatro paredes de la estancia. Vintage&Chic. Sería equivocado llamar bisutería a sus artículos en venta. Más bien antigüedades, joyas de fantasía, alhajas imbricadas con astucia, articuladas con paciencia, que con el paso de las décadas terminaron encontrando el valor que en el día de su creación no poseían.

Sin haber prestado demasiada atención, adiviné a la mujer gruesa, aunque la melena oscura sobre sus mejillas pretendiera ocultarlo. Bajo la mirada severa de sus lentes, comencé a examinar despacio, uno a uno, los aparadores donde se mezclaban gemelos de marfil, medallones grabados, pulseras engarzadas con diamantes centelleantes y falsos, de vez en cuando alguna que otra gema auténtica, como demostraba el precio indicado en las pequeñas etiquetas atadas a ellas con breves cordeles blancos. Era evidente la pasión de la dueña por su oficio. Cada una de las piezas estaba colocada con delicadeza sobre satén o terciopelo. Les acompañaba una pequeña cartulina rectangular, escrita en tipografía metalúrgica y recta, que relataba su historia, procedencia, periodo, las peripecias que sostuvo, sus probables dueños.

Un museo, no un comercio, concluyo. En realidad no quiere venderlas.

Cuando estoy a punto de concluir mi ronda, en el más alto estante de la última vitrina, casi fuera de mi vista, alcanzo a ver un extraño broche. Una quimera plateada con cabeza y cola de pez y el cuerpo fusiforme y perfecto de una foca. En sus costados, aletas demasiado similares a pies. Aún más extraña era la corona dorada vencida hacia atrás, con sus adornos elongados hasta casi parecer tentáculos. Los ojos incrustados de esmeralda. Y en especial la boca, que proyectaba sus dientes al frente. Fauces abiertas en torno a otras fauces. La cartulina adjunta detallaba que el broche era auténtico, fabricado en las década de los 30, uno de los pocos ejemplares existentes pues el orfebre anónimo que los creó dejó de fabricarlos nada más comenzar la Segunda Guerra Mundial. También se afirmaba que Jackie O, Audrey Hepburn y Lady Di poseyeron uno idéntico. Un aura extraña emanaba de él. Su gesto feroz, la profundidad verde de sus cuencas, invocaron imágenes en mí. Cámaras de seguridad de un hotel francés. El Super 8 de Zapruder. Hacia atrás y hacia a la izquierda, hacia atrás y hacia la izquierda. Sentí la necesidad de alcanzarlo, de acariciar su piel grabada, ni pelo ni escamas, y le pedí a la dueña que me lo mostrara. Hierática, casi sin moverse, abrió un cajón, rebuscó unos segundos y me tendió una pequeña llave.

Ábralo usted mismo, me dice sin dejar de mirar la entrada.

Con devoción giré la llavecilla, abrí la puerta de cristal y extraí el broche, helado al tacto. Le di la vuelta e inspeccioné su vientre. En él encontré incisiones cuneiformes, en forma de escritura antiquísima. La firma del artista probablemente. Lo coloqué frente a mis ojos, y su mirada glauca me llevó más allá de los magnicidios, de las enfermedades, de los accidentes. Me transportó por corrientes salinas y gélidas hasta ciudades sumergidas, a ruinas vigiladas por peces con patas, por seres húmedos como la criatura del broche. Entes de un pasado fantasmal que se materializaron ante mi como el continúo de Gernsback.

Me desperté mareado. La conmoción no se disipó después de colocar el broche de nuevo en su lugar, ni siquiera cuando cerré la vitrina. Conseguí pronunciar un breve agradecimiento a la dueña y dejé la llavecita sobre su mesa. En ese momento comprobé que aún no había visto sus piernas. El mostrador se recogía a su alrededor y no me permitía ver la mitad inferior de su cuerpo, ni siquiera de perfil. Pude entrever unos faldones que caían sobre su regazo como una mesa camilla. Ocultaba algo. Me asaltó una impresión viscosa. Todavía seguía estremeciéndome cuando alcancé la puerta. La mujer no hizo un leve ademán siquiera y permanecía con la vista fija en la salida. Miré disimuladamente hacia atrás por última vez justo antes de franquearla. Reconocí de las profundidades su rostro inexpresivo, frío, hinchado.

Santi Pagés | 08 de agosto de 2009

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