Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Cuando Tom Cruise llora

Me despierto temprano porque las cortinas apenas pueden contener el sol de la mañana y lo primero que veo es tu rostro en el marco digital encima de la cómoda, repitiendo imágenes tuyas una y otra vez, tú en el parque, tú en la parada del autobús, tú en la cima de un monte, y dos parpadeos me bastan para reubicar lo nuestro exactamente en el mismo lugar en el que lo dejamos anoche, cuando colgaste el teléfono malhumorada porque sí, Santi, porque no lo entiendes, porque no te haces cargo de mi situación, porque tienes un problema de confianza. Quisiera dormir un poco más, hoy justo que la vecina sorda no me atruena con su radio, pero no parece que nadie vaya a molestarse en apagar ese sol o siquiera bajarle de potencia. Antes de esconderme entre las almohadas te veo ceñida y de negro en aquella foto de la noche en que cenamos con mis padres, sonriendo traviesa al objetivo. Tú siempre has sabido más.

Dicen en la CNN que hay problemas en las comunicaciones. Satélites, manchas solares, tormentas radioeléctricas. Los titulares que cruzan vertiginosos el margen inferior de la pantalla me marean y no presto mucha atención al resto de lo que cuenta el locutor. Para colmo no encuentro por ningún lado una taza medianamente limpia en la que verter el café. Me afeito y me acuerdo de cuánto te gusta que lleve la barba arreglada. Empiezo a calcular qué momento será el mejor para llamarte. O si debería esperar a que me llamaras tú. Así que elijo un método indirecto. Busco algún enlace que mandarte en la página de feeds de siempre. Pero la conexión va muy lenta, a velocidad del siglo XX, y por mucho que lo intento tampoco puedo entrar en mi gmail. Parece que se ha caído. Y van tres veces este mes. Me doy por vencido. Quizá sea una señal de que no debo probar suerte. Busco algún capítulo que ver para no seguir dándole vueltas a lo que hablamos anoche. Quizá mejor algo de porno. Lo que sea con tal de hacer tiempo, con tal de no pensar. Con tal de no llamarte. Vuelvo a la cama.

El despertador del móvil suena y me convenzo de que ya he esperado bastante. Te llamo. El teléfono me devuelve un pitido muy molesto. Perdone, el número marcado no se encuentra disponible en este momento. Lo intento de nuevo. Perdone, el número marcado no se encuentra disponible en este momento. Caigo en la cuenta de que insistir no conseguirá que respondas. Seguramente aún estás dormida. Por si acaso, compruebo si te has conectado. La figuritas azul y verde del messenger dan vueltas una en torno a la otra durante minutos, hasta que un mensaje de error me confirma lo que ya sospechaba. Pongo la televisión otra vez. Esquivo las noticias que hoy parecen estar en todas partes, con sus titulares fabricados y sus falsas alarmas. Es ya pasado mediodía, pero en un canal de cine encuentro una película empezada. Tom Cruise llora a los pies de una cama. Me aburro. Como no quiero sentirme tentado a llamarte cojo las llaves, el móvil, La Carretera y salgo.

No diviso absolutamente a nadie en la calle. Supongo que todos estarán limpiando en sus casas o de compras por el centro. Cualquier actividad menos tener sexo. Enfilo hacia el parque y compruebo una vez más si me has escrito un mensaje, pero el móvil aún está buscando red. ¿Y si me has llamado? La cobertura de esta compañía siempre fue un desastre. Todo irradia tanta luz que no puedo dejar de fruncir el ceño. Me maldigo por no haber traído las gafas de sol. Tomo el camino entre los olmos. Me cruzo al fin con alguien. Una mujer canosa, en chándal rosa y un anorak rojo atado a la cintura, que ante mi evidente preocupación y mis ojeras me aborda, me agarra del brazo y exclama, la vida es maravillosa. Pues muy bien, señora, pero dígame, ¿cree usted que ella se enfadará si le escribo un sms? Pienso en que tal vez tenga cobertura en la loma que corona el jardín botánico. Desde allí te mandaré un mensaje, uno corto y sencillo, para que sepas que te echo de menos y que me gustaría hablar contigo porque necesito oir tu voz y decirte algo muy importante. Atravieso el portón de rejas gruesas y negras, flanqueado por dos esfinges verdosas por el musgo. No hay nadie en las taquillas, pero la entrada es gratis y poco hay que robar aquí a no ser que uno sea un coleccionista compulsivo de bulbos. Al tercer intento el sms parece que entra, pero no me devuelve el acuse de recibo acostumbrado, así que no sirve para tranquilizarme. Me siento en un banco junto al lago. Uno geranios enormes e imposibles como reliquias del cretácico se mecen en la brisa. Los rododendros han florecido. Oigo el lejano ronquido de una cortadora de césped. Si me calmo y consigo leer algo podré sacudirme esta angustia y evitar volverme loco del todo. Pero me cuesta mucho concentrarme. Porque me asaltas en cada página y porque todo sería más sencillo si McCarthy usara guiones en sus diálogos.

Prometí aceptarlo. Prometí confiar. Prometí darte espacio. Pero si te llamo desde el botánico para contarte lo precioso que está, seguro que no podrás enfadarte conmigo. Hablaremos, nos veremos y todo volverá a ser como antes. Pero la red parece que se ha caído definitivamente. Así que salgo de allí sin dar el rodeo acostumbrado, camino de vuelta a casa directo, ansioso de intentarlo desde el teléfono fijo. El jardín se extiende en la parte baja de la ciudad, la que desciende hacia el mar, así que desde aquí puedo divisar el centro y los tres helicópteros suspendidos sobre él, como juguetes colgados sobre la cuna de un bebe. Me doy cuenta de que el zumbido que escuché antes no era el una cortadora de césped sino el eco de sus rotores. Debe de ser una manifestación, una performance, una maratón, que sé yo. Nada grave, porque aunque el barrio continúa desierto, el restaurante de comida china para llevar está abierto. La pareja que lo regenta mira aburrida por la ventana mientras que al otro lado del mostrador su hija ve un programa de cocina en un televisor minúsculo con antenas de cuernos. Cuando me acerco a ella para hacer mi pedido veo que la presentadora está cortando zanahorias y calabacines en forma de rombo. Eso me hace estar aún más hambriento.

Me sirven pronto y camino con rapidez a casa para llamarte. Dejo la comida sin abrir sobre la mesa del salón. Marco tu número. Das señal. Por fin. Venga, cógelo, dime que estás bien. Al cabo de un minuto el teléfono me devuelve un pitido continuo porque no has contestado. Lo intento dos veces más. La primera sólo escucho golpecitos al otro lado. La segunda, interferencias. Consigo entrar en mi cuenta. Sin mensajes nuevos en el inbox. Te escribo un correo. Qué está pasando, dime. Llámame o mándame un mensaje por lo menos. ¿Tanto te has enfadado? ¿Por eso no me coges el teléfono? Estamos bien, ¿verdad? ¿Me sigues queriendo, me vas a dejar?, aunque esto último no me atrevo a escribírtelo. Qué nos ha pasado. Qué nos hemos hecho. No puedo contenerme más y lloro. Lloro un poco. Más tranquilo y ya con el estomago lleno me entra sueño. Me duermo en el sofá sin molestarme en tirar las cajas de comida medio vacías.

Cuando abro de nuevo los ojos todo está ya oscuro y la casa huele a glutamato y pollo agridulce. Como no me apetece levantarme a encender la lámpara, enciendo el televisor y su luz baña las paredes de azul intermitente. En la CNN siguen hablando de dificultades técnicas, de que las bolsas han cerrado hoy por precaución y de que el ministro o el presidente, no estoy seguro, ha comparecido para decir lo de siempre, que mantengamos la calma, que todo está bien y que no hay ningún problema. Para ellos es muy fácil de decir, claro, y yo me empiezo a preguntar si debería probar a llamar a tu casa aunque sé lo poco que te gusta que lo haga. Te imagino regañándome, y lo que es peor, imagino tu tono disgustado, así que abandono la idea. Hago zapping. Un buen rato. Esta vez me resulta fácil encontrar algo apropiado porque casi todos lo canales están emitiendo series antiguas o programas enlatados. Me detengo en uno que repite la retransmisión del Crufts de este año. Un poodle trota por la alfombra verde esquivando todo los obstáculos, sin tocar apenas el suelo, hasta completar un circuito perfecto, dirigido por su ama, una rubia delgada y recta que, efectivamente, es idéntica a su mascota. Dejo que los perros me hipnoticen, con sus movimientos sincronizados, sus giros, sus piruetas, que les hacen parecer ajenos a la realidad. Para los perros todo es más directo. No tienen preocupaciones. Justo antes de la final hacen una pausa en el certamen para conceder un premio llamado algo así como El Mejor Amigo. Un chaval en silla de ruedas recibe un trofeo de cristal que parece más bien un frutero. Su pastor holandés ha sido el vencedor. Está tumbado a su lado, con la cabeza apoyada sobre una pata. La cámara enfoca al chico. El chico llora, con sus gafas gruesas y su paraplejia. Le entregan un ordenador portátil. El público se pone en pie. Entra We Are The Champions. El chico empieza a sollozar. El público aplaude a rabiar. Primeros planos. Unos cuantos adultos están llorando.

Son las diez de la noche y conozco la historia. Si llamo a tu casa lo cogerá tu padre, y me contará que acaba de volver de Dusseldorf, donde está la matriz de su empresa. Se quejará de que es una ciudad terriblemente gris y fea donde no hay nada que hacer por las tardes. Y veinte minutos después, cuando ya comience a exasperarme, me confesará que hace un rato alguien vino a buscarte, y que has salido aunque no sabrá decirme adonde. Pero prefiero arriesgarme. Siempre será mejor que llamar a tus amigos.

Llamo. Pero no responde nadie.

Algo está pasando. Algo definitivamente no va bien, aunque anoche me repitieras cien veces lo contrario. No puedo seguir así, no puedes seguir ignorándome, no me merezco esto. Tenemos que hablar. Tenemos que solucionarlo.

Salgo hacia tu casa. Hay luces en el cielo.

Santi Pagés | 16 de mayo de 2009

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