Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

La sexta estación (Parte 1 de 2)

Justo cuando paso corriendo junto al obús dorado reconvertido en monumento que se erige en el centro del vestíbulo de la estación, la aguja del reloj se vence y marca un minuto pasadas las nueve, lo que significa que no tendré tiempo suficiente para tomar la rampa, cruzar el puente y acceder a la vía 4 antes de que el tren que he de tomar parta. Pero la imposibilidad física es lo de menos. La confusión que aún me azora por haber agotado de forma inexplicable las últimas dos horas en lo que pareció ser sólo media me hace correr aún más rápido. El andén está completamente vacío, todos ya dentro, supongo, y al menos eso facilita mi condenado intento. Me digo a intervalos regulares que seré capaz, en otros que no podré alcanzarlo, hasta que el pitido intermitente que anuncia el cierre de las puertas me exige consumir lo que me queda de aliento. Alcanzar la primera puerta del último vagón, es todo lo que necesito. Cuando el mecanismo se acciona y voy a darme por vencido, una cabeza primero, unos brazos y medio cuerpo después, aparecen desde dentro para impedir que se cierre. La chica a quien pertenecen me hace un gesto con la mano para que me apresure. Y antes de que el mecanismo vuelva a reaccionar para cumplir su ciego cometido ya estoy dentro.

Gracias, muchas gracias, le digo, doblado hacia delante con las manos en los muslos, agarrando oxígeno como puedo.

No hay problema, es un fastidio perder un tren por tan poco.

Sonríe levemente y vuelve a su asiento, mientras yo me quedo ahí, aún incrédulo, aún desfallecido, sin poder moverme demasiado. Aprovecho para mirarla mejor mientras se sienta y recoloca el bolso y el libro que ocupan el sitio contiguo al suyo, como si no supiera muy bien qué hacer con las manos. Para entonces ya sabía que era guapa. Me había bastado pasar fugazmente a su lado mientras franqueaba las amenazadoras puertas para darme cuenta. Ahora mi curiosidad me pedía averiguar por qué lo era. La camiseta verde, la falda corta roja, las botas de pelo y la gabardina beige me bastaron como explicación, como si aquella combinación estrafalaria y precisa fuera un condición necesaria y suficiente, la demostración matemática de las propiedades fundamentales de aquel cuerpo cuyo rostro no había podido calibrar aún. Se quedó inmóvil, observando el andén por la ventana, como supongo estaba haciendo cuando me vio correr por él como un desesperado, y preferí dejar de mirar para no arriesgar incomodarla.

El vagón estaba casi desierto. Se sentaban en él, dispersos, varios hombres de rictus serio y mirada acuosa, vestidos con traje y abrigos largos, que probablemente volvían a casa después de una jornada dura y bruta, después de diez horas, dos reuniones y un mal almuerzo. Una señora gruesa ocupaba uno de los asientos en fila que daban espalda a las ventanas, con su brazo derecho apoyado en el paquete enorme atado con cordeles que descansaba a su lado. Enfrente de ella una chica pelirroja, jovencísima, en chándal gris, sentada junto a un carrito de niño vacío colocado en el hueco habilitado, sostenía en su regazo a un crío de tres o cuatro años con los morros aceitosos por las patatas fritas que estaba mordisqueando entretenido y callado. Más allá, en unos estantes metálicos, descansaban bultos y mochilas, apilados. Tantos eran que resultaba difícil creer que todos ellos pertenecieran al puñado de viajeros que allí se reunía.

Una voz femenina comenzó a cantar con voz amable las paradas por megafonía. Enfrentado a la decisión de sentarme entre los hombres patibularios de mi derecha o junto a las mujeres del fondo, no dudé en sentarme en la zona vacía e intermedia, en paralelo a la chica de la gabardina. Tiré mi pequeña bolsa – un par de libros sin empezar, trabajo atrasado, una camisa, una muda – en el asiento del pasillo, y me dejé caer como peso muerto junto al de la ventanilla. Sentado por fin, sin obligaciones ni requerimientos, no pude contener un resople de alivio casi equino. En realidad no tenía prisa. Nadie me esperaba. Si corrí fue por instinto y por no prolongar más el tedio de dos días de conferencias y café pesimo, dos jornadas incomprensibles y lentas. Si acaso me aguardaban una cena por hacer y una pila de cacharros por fregar. Después un sueño que se resistiría a venir, como era costumbre, y la necesidad de pensar maneras de invocarlo – leer tal vez, de la televisión ni hablamos – o enmarañarme directamente en cualquier tarea casera hasta poder declarar con convencimiento que debía claudicar y cerrar el día.

La retahíla de estaciones concluye. En total dos horas, algo más, de viaje. El tren comienza a moverse. El conductor toma el relevo para dar la bienvenida a los nuevos viajeros con evidente desgana. Pasan ante mí filas y filas de grises viviendas municipales, cocheras herrumbrosas, almacenes que no son más que cajas enormes de fina chapa blanca, pasarelas cubiertas por grafitis. Los postes, rítmicos, dividen todas estas imágenes como líneas que separan dos viñetas. Y al dejar atrás la ciudad costera, que huele a petróleo y orín, el sol se siente libre e inunda el vagón en horizontal. Alcanzamos cierta velocidad, el traqueteo adquiere su cadencia acostumbrada, y la tarde parece acomodarse definitivamente, estirándose como un animal adormilado hasta suspenderse por completo.

Todo se reduce a un mero rumor. Me voy adormilando. A los pocos minutos paramos por primera vez. Percibo vagamente, no estoy sumido del todo en el sueño, que alguien baja. Por los ruidos de bolsas deduzco que otros han subido. Nos ponemos de nuevo en marcha. Regresa la calma, hasta que interrumpe mi sopor el carrito de bebidas, bamboleante y enorme, golpeando con estruendo el umbral hasta casi derramarse. Circula ignorando a los viajeros porque el empleado domina la técnica de apartar la mirada justo cuando éstos miran para así evitarse problemas. Pero cuando se acerca a nosotros, la chica de la gabardina levanta el brazo, casi poniéndose en pie para atraer la atención de la fiera cromada. Así que el hombre con chaleco rojo que lo malgobierna no puede evitar detener el carro y atenderla. Qué desea. La chica dobla la pierna y se sienta sobre ella mientras medita. Un café, por favor. Cuando se dispone a pagar, me adelanto.

Deja, deja, qué menos. Otro para mi, y cóbreselo junto, y le extiendo un billete para evitar que ella se niegue.

Bueno, gracias, pero no hacia falta ¿eh?

No, gracias a ti, que me has ahorrado una hora y media de espera. Menudo aburrimiento habría sido.

Me guardo el cambio. El carrito continúa su marcha, no sin golpear dos o tres asientos por culpa del vaivén, y abandona el vagón con el mismo estrépito con el que hizo su entrada. Miro a la chica de reojo. No estoy seguro de si mi gesto le ha gustado o le ha resultado excesivo. En realidad se lo merece, me digo, en parte para animarme. Pero no encuentro cómo continuar la conversación, así que callo, la imito, rompo el sobrecito de azúcar y lo vierto.

Me llamo Sen.

Sorprendido doblemente solo alcanzo a decir un “oh.” Para responder, de entre todos los nombres elijo el más sencillo.

Yo soy Santi, encantado.

¿Sandy?

No, sonrío acostumbrado al error, Santi, con te. ¿Adónde vas?

A la sexta estación.

La respuesta resulta demasiado desconcertante como para atreverme a pedirle que la aclare. Me quedo de nuevo en silencio. Me refugio en el intento de recordar la lista de paradas que leyó la mujer de la megafonía para poder calcular, incluyendo la que acabamos de dejar atrás, cuál de ellas era la sexta. No estoy demasiado convencido, pero el conteo me sugiere que esa estación es también la mía. Pero entonces, ¿por qué no la llamó por su nombre?

¿Se llama así, la sexta estación?, pregunto intentando transformar mi desconcierto en broma.

Sí, ese es su nombre.

No he oído hablar antes de ella.

Es normal. Es muy pequeña. No aparece en las rutas.

Santi Pagés | 25 de abril de 2009

Comentarios

  1. arquidea
    2009-04-25 18:47

    Hola,
    Me he encontrado este blog buscando información y la verdad esque es muy bueno! enhorabuena!
    Si queréis visitar un blog de arquitectura de casas de diseño y espectaculares visitar este link:

    www.arkiidea.blogspot.com

    Un saludo

  2. felipe
    2009-04-26 11:16

    Espléndido escrito. Gracias.


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