Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

El hotel particular

Llevo esperándola desde que comenzó la mañana. En el Café Retiro, leyendo el periódico. Después en un banco, viendo pasar gentes que marchan alegres al mercadillo de tebeos y libros usados. Ahora en esta habitación, escudriñando la calle, sin mucho más que hacer. Aguardando a que me llame, a que me diga, perdona, no me he podido librar de la comida familiar antes, es de mala educación salir por la puerta nada más terminar, ya sabes, voy para allá.

Una hora, tres, cuatro, no importa. Salgo a su encuentro. La diviso al otro lado del semáforo. Estoy temblando. Agacho la cabeza cuando nos separan ya unos pocos metros, ruborizado por este ardor que siento, tanteando el vacio que nos separa como un ciego, hasta alcanzarla. Me aferro a sus hombros como James Stewart se agarraba al alerón del tejado para no caer, mirando al abismo con sus ojos de color azul claro. Ella se separa un segundo, me toma con su mano de la barbilla, se disculpa de nuevo para después regañarme entre irritada y cariñosa. Eres un impaciente, ponte en mi lugar, me dice. En ese momento, recuerdo fragmentos de la pesadilla de anoche, recuerdo la angustia que esas imágenes me trajeron. En comparación, me digo, tu ausencia candente, mi respiración reducida a un soplo, apenas importan. Sí, perdóname, seré paciente.

Entramos en el hall cogidos de la mano. En el ascensor nada nos impide besarnos por espacio de tres pisos. En el pasillo quisiera decirle cuánto la he echado de menos, lo ridículo e insustancial que me resulta todo cuando no está conmigo. Pero no soy capaz. Las emes y las enes, especialmente cuando las pronuncias en Times New Roman, tienen demasiadas aristas. Además son muchas y demasiado mayúsculas y se me clavan dentro. No puedo sacarlas. Así que continúo en silencio. Miro sus pies, sonrío. Ella también cae en la cuenta y nos reímos del ruido que hacen sus zapatillas de bailarina en la novísima madera del corredor.

356, 57, 58, 59, no importa. Los pasillos se suceden sin aparente final. Los carritos de las limpiadoras asoman por las puertas como inquilinos cotillas. Llegamos. Abro. Pasamos. Ella dispersa sus cosas por la habitación con su habitual facilidad para ocuparlo todo, cantando, silbando, sin darle mayor importancia, como una niña ingenua. Sabe que yo permanezco mínimo, agazapado, apoyado en la mesa, de espaldas al ventanal, mientras la contemplo paralizado por el deseo. Disimula. Sabe que la miro. Y yo se cuánto le agrada esta mirada mía. Saberse así. Anhelada. Marcando el minuto. Simula. Se entretiene, pasa por mi lado fugazmente, roza mis labios, mientras continúa desempacando, sacando objetos incomprensibles de su enorme bolso rojo, yendo y viniendo, de la cama al baño y vuelta. Por fin termina. Se detiene a dos metros de mí. Se acerca.

¿Me has echado de menos?

La palabra “sí” no contiene enes ni emes, así que soy capaz de pronunciarla.

Desde aquí puedo oler su ropa recién lavada. El suavizante. El sello de la plancha. El aroma pálido del armario. Trazas de perfume en su largo cuello. Me sumerjo para saborearlo. Ella me busca, se desliza dentro de mis pantalones y me toma. Yo agarro su nuca para no gemir demasiado, para acercar sus labios a los míos hasta que me haga daño. Se acuclilla, me desviste, y me lleva a su boca con una mano mientras me sigue acariciando con la otra. Cierro los ojos, echo la cabeza para atrás, exhalo. Cuando ha alcanzado un ritmo, comienza a recorrerme lentamente por debajo de la camiseta. Sus dedos trepan por mi pecho, juegan con el vello, me pellizca un pezón entre el pulgar y el índice. Entran los violines.

Comienza la canción y abren la puerta. La he dejado abierta para que pudieran entrar, como pactamos. Serge va vestido de negro, con la camisa ligeramente abierta. Jane está, como siempre, preciosa y fea, lleva el vestido blanco y diminuto que ya le he visto otras veces y unas medias blancas hasta el muslo. En silencio, Serge coloca las almohadas en vertical en el cabecero y se recuesta. Jane se tiende a su lado y descansa la cabeza en su regazo. Él está fumando. Despacio. Muy despacio. No deja de mirarme con los ojos entrecerrados. Como también me mira su reflejo en el espejo de la pared. Los dos expulsan el humo al mismo tiempo. Acarician el largo cabello rubio de Jane. Esperando. Esperándome.

Asiento.

Contengo la respiración. A punto de estremecerme, miro hacia abajo, donde ella sigue envolviéndome con el tacto sedoso de su lengua, con el tenue interior de sus mejillas. Cuando el estremecimiento ya ha pasado, me besa en el muslo, se separa y me sonríe. La tomo de la barbilla y le pregunto, ¿cómo te llamas?
Santi Pagés | 18 de abril de 2009

Comentarios

  1. Merche
    2009-04-19 23:03

    Hermoso relato, Santi.

  2. Ana Lorenzo
    2009-04-23 00:24

    Iba a decir que se llama Melody, pero seguro que es pura coincidencia.
    Me gusta el texto. Bienvenido.
    Un beso.

  3. Santi
    2009-04-23 00:33

    Casualidad. Casi seguro. ;)

    Gracias a ambas.

  4. Catherine
    2009-05-05 10:54

    Me encanta esa canción. Hubo un timepo en que la oía una y otra vez sin parar.


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