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Alfredo Iglesias Diéguez
Viene de Historia del feminismo II: la represión romántica
En 1789 las masas irrumpieron con fuerza en la historia: las mujeres, las clases populares, los campesinos, los desposeídos…, todos aquellos a quienes el sistema tardofeudal mantenía al margen, asaltaron el poder; no obstante, a pesar del protagonismo esencial de las masas, apenas fue un pequeño grupo social el que obtuvo provecho de esa participación de las masas en las revoluciones liberales que recorrieron Europa y América a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX: los propietarios, un reducido grupo de hombres compuesto por los industriales, comerciantes, banqueros y terratenientes.
No obstante, en 1848, al tiempo que el proletariado tomaba conciencia de su explotación y de las condiciones de su emancipación, expresada en forma de Manifiesto comunista por Marx y Engels, las mujeres, que participaran activamente en la lucha abolicionista y obrera de los primeros años del siglo, también tomaban conciencia de su condición subordinada, por lo que inician una larga travesía hacia la conquista de los mismos derechos de los que gozaban los hombres. El acto político que se sitúa en el inicio de ese caminar autónomo e independiente es la Convención de Seneca Falls.
La Convención de Seneca Falls y la toma de conciencia feminista
En 1840 coinciden en Londres, en la convención mundial contra la esclavitud, Lucretia Mott, que en los años treinta fundara la Sociedad Femenina Antiesclavista de Filadelfia y que acudía a Londres como delegada oficial de la Sociedad Antiesclavista Americana, de la que fuera una de las fundadoras en 1833, y Elizabeth Cady Stanton, que acudía en calidad de mujer de un conocido líder abolicionista, Henry Stanton. La coincidencia de esas dos abolicionistas y el hecho de ser discriminadas como mujeres por los organizadores de ese congreso las animó, según relata una de las protagonistas, a organizar un acto de carácter público en el que analizar la situación de la mujer en los ámbitos social, económico, político, religioso y cultural, una reunión que tuvo lugar en Seneca Falls (Nueva York) entre los días 14 y 19 de julio de 1848, a la que asistieron cerca de 300 personas, la mayoría mujeres, tanto de procedencia burguesa como obrera, siendo la más destacable de entre las mujeres que representaban a la clase trabajadora Charlotte Woodward, y varios hombres, entre ellos el famoso abolicionista negro Frederick Douglass.
Después de varios días de deliberaciones, 68 delegadas y 32 delegados de la totalidad presente en la Convención, firmaron la Declaración de sentimientos, un documento redactado principalmente por Elizabeth Cady Stanton con la ayuda de Lucretia Mott, Martha Wrigth, Jane Hunt y Amary Ann McClintock, en el que, inspirándose en la Declaración de Independencia (1776), que enumera los derechos naturales e inalienables del hombre, y en la democracia jeffersoniana, radicalmente igualitarista y opuesta a la discriminación por causa de sexo o raza, se establecen de manera articulada y coherente los derechos de las mujeres.
A pesar de que en la Declaración de sentimientos se sostiene que la causa de la inferioridad de la mujer deriva de la desigualdad frente al matrimonio y aunque apenas se recoge la cuestión social y la explotación de clase, las doce resoluciones que recoge el texto, entre las que se encuentra la exigencia de la igualdad legal de la mujer frente al hombre, del derecho a disponer de propiedades, la igualdad de oportunidades educativas y laborales…, todas ellas aprobadas por unanimidad, excepto la cuestión del derecho al voto, que se aprobó por mayoría, estamos ante un texto fundamental en la toma de conciencia de la igualdad civil de la mujer, que marcará la nueva travesía a favor de la igualdad de derechos.
La lucha por la igualdad de derechos
Una vez identificada la causa de la opresión de la mujer y establecidos los derechos a que tenía derecho como ciudadana, llega el momento de organizar la lucha por la igualdad y de articular un discurso que sirva de marco teórico a esa lucha.
Así, de forma paralela al activismo político, que cobrará una especial importancia en los años de entresiglos, en los años sesenta se establecen los cimientos de un pensamiento feminista profundamente igualitarista y democrático, en el que destacan por derecho propio Concepción Arenal Ponte, autora de La mujer del porvenir (1869), y Stuart Mill, autor, junto con su esposa Harriet Taylor Mill, de La esclavitud de la mujer (1869), en la que se establecen las bases de un feminismo de carácter liberal que denuncia la esclavitud femenina y en el que se reivindica el derecho a la libertad individual y a la igualdad jurídica y política.
No obstante, frente a ese discurso feminista de carácter liberal, que también se puede identificar en la obra de la alemana Louise Otto-Petters, de la francesa George Sand (a pesar de su republicanismo socialista del año 1848) o de la italiana Cristina de Belgiojoso, destaca la producción teórica de Bebel, autor de La mujer y el socialismo (1879, última edición revisada de 1910), y Engels, autor de El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (1884), dos pensadores socialistas que vinculan el origen de la opresión femenina con el origen de la familia, la propiedad privada y el estado, sosteniendo que las mujeres están doblemente explotadas, como trabajadoras y como mujeres, por lo que defienden que la única vía para la emancipación real de las mujeres es el socialismo, inaugurando así una nueva etapa en el camino del movimiento feminista, la del feminismo socialista, cada vez más alejado del feminismo sufragista de carácter burgués.
La conquista del derecho al voto: las sufragistas
A lo largo de los años cincuenta y sesenta, mujeres como Elizabeth Cady Stanton, a la que se unen en la lucha por la igualdad, Susan B. Anthony y Lucy Stone, despliegan una intensa actividad propagandista a través de conferencias, congresos y publicaciones a favor de la igualdad de derechos de la mujer.
Precisamente, será en el marco de esa lucha por la igualdad en la que se comience a establecer una práctica política centrada exclusivamente en la consecución del derecho al voto, un derecho conquistado por primera vez en 1869, fecha en la que el estado de Wyoming reconoce ese derecho como un legítimo derecho de las mujeres. A partir de ese momento, el sufragismo, que tenía como único objetivo político el reconocimiento del derecho al voto de las mujeres, condición indispensable para participar en la vida política, obtiene nuevos éxitos en Nueva Zelanda, donde se reconoció el derecho al voto de las mujeres en el año 1893, y en Australia, donde el sufragio femenino se generalizó en el año 1901, después de que algunos estados de la isla lo adoptasen con anterioridad después del año 1894.
Con todo, a pesar de esos primeros éxitos, la conquista del derecho al voto fue un proceso lento; de hecho, a parte del caso finlandés, donde el sufragio femenino se estableció en 1906, el derecho al voto de las mujeres fue una conquista do movimiento sufragista directamente vinculada a la necesidad de las clases dominantes de aumentar la legitimación social de los sistemas parlamentarios en unos años de gran agitación obrera y de fuertes tensiones imperialistas.
Así, de la misma manera que las clases dominantes reconocieron el derecho al voto al proletariado después de 1870 (a medida que se organizó en el seno de los primeros partidos socialistas), esas mismas clases dominantes se vieron en la obligación de reconocieron el derecho al voto a las mujeres, cada vez más organizadas en movimientos sufragistas y en partidos socialistas, en los convulsos años de la I guerra mundial y del período de entreguerras; no obstante, en la conquista del sufragio femenino se pueden identificar tres procesos paralelos:
Después de este ciclo inicial, que se cierra en 1923, en un momento en que algunos de los nuevos estados surgidos de la I guerra mundial (Polonia, Austria y Checoslovaquia) establecen el sufragio universal, el movimiento sufragista vuelve a adquirir fuerza en países como España, donde el derecho al voto de las mujeres se establece tras la proclamación de la II República en 1931, gracias a la iniciativa, entre otras, de Clara Campoamor.
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Artículo publicado originalmente en gallego en el periódico Galicia Hoxe. Traducción del autor.
2009-06-10 00:26
malditos hombres no les importan los derechos dosolo les importa el que la mujer no trabaje y se quede en la casa realizando los quehaceres del hogar son unos malos angradecidos son uns fqarsante nos mienten en los tranajos y no son capases de admiir que una mujer le puede GANAR
vamos mujeres contra del maldito
MACHISMO vamo mujeressss
2009-07-28 02:49
no hay que ser tan drasticas en los comentarios, supongo que cada genero merece respeto, en todo caso hay que ser inteligente y no dejarse embaucar… nada mas…
2010-11-25 21:32
joaquina, sed un pokito mas inteligente, no te preocup k eso se va a dar
pero no seas tan expresiva:
2011-03-28 16:30
IGUALDAD!!!!!
Hombres 50%
Mujeres 50%