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Por Alejandro Pérez
Hay un fenómeno en el mundo de la creación que se da muy pocas veces y cuando ocurre me parece alucinante: la extensión de un talento hacia otros. Por ejemplo, Bob Fosse. Fosse era un coreógrafo, probablemente el mejor, y gracias a ese talento acabó dirigiendo películas que encima eran cojonudas. Hay pocos casos similares, como Chaplin, que creó su estrellato a partir de su talento de hacer reír ante cualquier situación.
No entiendo bien el fenómeno. Quizá a ninguno de los dos se le daba bien hacer cine, y gracias a su desarrolladísimo sentido del ritmo y los tiempos, sólo intuian cómo progresar a partir de determinados golpes de efecto. O tal vez ocurre todo lo contrario, que eran unos excelentes narradores y su especialización original amordazaba su capacidad, sin que ellos lo supieran.
La especialidad donde más se ha dado este efecto de que un micromanager se convierta en macromanager es la animación. Los animadores profesionales son expertos en un momento, que puede durar segundos.Tienen en su cabeza todas las variantes, todas las posibilidades. Y los mejores acaban ascendiendo hasta dirigir películas enteras. Y quizá por eso el salto en animación es especialmente decepcionante. Hay muchos que fracasan estrepitosamente. Un buen violinista no tiene por qué ser compositor.
Por ello, cada vez me flipa más la figura de Ray Harryhausen.
Vio King Kong con 13 años, y se obsesionó tanto con aquella magia que rezumaba, que decidió dedicarse a buscarla el resto de su vida. Practicó por su cuenta. Aprendió. Y en pocos años ya estaba trabajando con los creadores del gorila. Y con el tiempo ocurrió un fenómeno inaudito: era tan bueno que las películas en las que colaboraba eran cada vez más suyas, pero él no llegó a dar ese salto a firmarlas enteras. Su labor, cuando ya tenía cierto renombre, era proponer historias, y hasta dibujarlas. No era el director el que le pedía una secuencia. Él se la proponía al director y al guionista. Ellos ya se encargarían de justificar motivaciones. Luego, a la hora de rodar, iba a las jornadas clave para sus escenas y asumía la dirección. Él era el único que sabía exactamente qué material necesitaba. Nadie más podía obtenerlo. Y como era el mejor, como las películas acababan llevando su sello, le dejaban el tiempo necesario. Cuando se iba, seguían rodando las partes aburridas: el beso de la chica, los consejos del mentor… nada que a él le interesara. Su sitio no estaba ahí.
Su sitio estaba en esas pocas secuencias, que luego se convertían en el buque insignia del género fantástico. Eran cortometrajes incrustados en grandes películas. Criaturas fantásticas convivían con humanos, peleaban por ellos o contra ellos, pequeñas piezas que convertían en grande una aventura que, en su ausencia, tendría de épica lo que un carnaval en la playa.
Y salvo muy contadas excepciones, lo hizo solo. Su máxima ayuda era un asistente que activaba la cámara para un fotograma cada vez que se lo pedía, al otro lado del estudio. Animaba unos segundos al día, y tardaba varios meses en concluir sus secuencias. Pero eran completamente suyas, y las tenía en la cabeza mucho antes de rodar. Rara vez se equivocaba. De algún modo, las había animado antes en su cabeza, el proceso de plasmarlo en cámara era un trámite que resolvía con paciencia.
Cuando uno ve hoy en día un corto de animación, tiene serias posibilidades de encontrarse una historia escrita por un animador, no un guionista. La calidad de la animación y la de la trama son dos universos independientes, porque no todo el mundo tiene ese talento multidisciplinar de Chaplin y Fosse. En animación lo tienen Lasseter, Selick y pocos más. Harryhausen fue consciente desde el principio de que sus inquietudes iban encaminadas a la emoción épica, y no quiso renunciar al control minucioso de esos momentos de oro por tener que atender a todo lo demás. No necesitaba prestar atención a cómo se generaba esa tensión ni a sus secuelas
Harryhausen era el micromanager del clímax.