Desde que Francis Fukuyama predijera el fin de la Historia hasta que Pedro Solbes descubriese el impacto de la desaceleración económica el día en que Zapatero decidió congelarle el sueldo, no ha pasado casi nada. Y lo que ha pasado, apenas tiene importancia. Bienvenidos a la Era de la Poseconomía Ignorante. El periodista y profesor Manuel Ortiz, autor de la bitácora Apuntes de bolsillo, publica una reseña pseudoeconómica todos los días 14 de cada mes.
Todos sabemos que sólo se escribe un poema cuando se tiene el estómago previamente lleno. Por más que llevados de nuestro romanticismo más generoso y altruista pretendamos abrazar otros conceptos más sutiles, el dinero se impone como causa y efecto de nuestra vida, penetrando por los entresijos del alma ―es un decir―, sobreponiéndose a toda oración ―oración, pues, subordinada―, y descubriendo, desenmascarando al fin, al más que prosaico contador de monedas judío converso de novela que llevamos todos dentro. Y es que quizá suceda como dijera Bernard Shaw: que “el dinero no es nada, pero mucho dinero, eso es ya otra cosa”. Con pocas cosas, en efecto, existe una relación de amor y odio tan manifiesta como con el dinero. Creo que se le atribuye a Marlene Dietrich aquella genial ocurrencia de que “el dinero no da la felicidad, pero aplaca los nervios”. Pocos elementos de nuestra vida cotidiana son tan despreciables y tan necesarios siempre al mismo tiempo, salvo el papel higiénico, tal vez, como dijo también alguien.
Aún con todo, hablar de dinero debería considerarse de mal gusto. Yo mismo tendría que excusarme aquí por estar hablando ahora mismo sobre ello. De hecho, hacerlo en la mesa mientras se come, siempre se ha dicho que lo es. Quizá por eso, últimamente se prefiere camuflar el sustantivo. Es entonces cuando decimos que hablamos de Economía, a la que algunos incluso la visten con inicial mayúscula para hacerlo vocablo de más respetable indumentaria. No es de extrañar: lo contrario parecería evidenciar que vivimos bajo el síndrome de una economía minúscula, ridícula o paupérrima. Y a nadie le gusta mostrar sus miserias, especialmente cuando nos afectan al bolsillo. No me parece del todo mal: hay algo que se llama dignidad, que debería ser un principio general de conducta y de afirmación de autoestima que, sin embargo, muy pocas personas tienen, y que le debería obligar a uno a estirar más el torso en la medida en que más se curva hacia abajo el gráfico de sus ahorros.
En las mesas distinguidas, los hombres de negocios prefieren elevar aún más el tono de sus conversaciones monetarias, siempre aparentemente tan vulgares y tan chabacanas. Se refieren en estos casos ―mientras exprimen delicadamente con el tenedor el jugo de ese limón que cae sobre la ostra― a la Macroeconomía, llenándose la boca aún más de sílabas y de marisco, que es como ponerle una corbata, a modo de prefijo y vestirlo de gala, al despavorido euro, cada día menos rutilante, especialmente cuando adquiere la fisonomía del billete usado, medio deshecho y de textura casi anímica, desgastado y famélico, cosa que podemos comprobar fácilmente cada día con los valores de cinco euros.
Lucir dinero en público es también un gesto deplorable, especialmente mal visto por quienes carecen de él. Decía quien en su día fuera gurú del periodismo tecnológico, Juan Cueto, que “el dinero en efectivo es cosa de arruinados. La opulencia ya no se mide por el dinero que tienes en el momento de pagar, sino por la capacidad de moratoria que exhibes con las tarjetas”. Y es que hoy en día, pagar una comida en metálico es ya cosa de pobretones. Y nadie ―como ha quedado dicho― quiere parecer o aparecer en público escasamente dotado de fondos, lo que no deja de resultar curioso. Siempre que he comido con importantes empresarios, especialmente con industriales hoteleros, les he oído quejarse de lo mal que iban sus negocios, los propios y los ajenos: es su constante letanía. A continuación, llegada la minuta, todos parecían rivalizar entre sí para hacerse cargo de ella, mostrando no una, sino diez o doce tarjetas de crédito enfundadas en carísimas carteras de piel de cocodrilo. No me extraña que fuera Marshall McLuhan quien dijera aquello de que “el dinero es la tarjeta de crédito de los pobres”.
Catalogamos a las personas por su manera de relacionarse con el dinero. Y así, desde los sujetos a los que ingenuamente llamamos desprendidos ―que suelen abundar más bien entre los pobretones―, hasta aquellos otros a quienes, seguramente con más certeza, calificamos de agarrados, hay un amplio abanico en el que se retratan los más variados tipos de comportamientos humanos y sociales. Una anécdota bastante conocida cuenta que el primer barón Rodhschild, patriarca de la famosa dinastía de banqueros, tomó una vez un taxi, dándole al conductor, al final del trayecto, lo que él consideraba una buena propina. “Señor, su hijo siempre me da una propina bastante mejor que ésta”, parece que le dijo, algo molesto, el taxista, mientras contemplaba las escasas monedas en su mano. “Estoy seguro de que es así”, sugieren que contestó el barón; “pero es que mi hijo tiene un padre rico y yo no”.
Matices, ocurrencias, salidas más o menos inteligentes y airosas ―todo menos la tajante negativa―, son los recursos que nos sacamos de la manga cuando alguien nos pide prestada cierta cantidad de dinero. Se dice también que en cierta ocasión, el ilustre banquero John Pierpont Morgan, quizá más conocido como J. P. Morgan, recibió la visita de Charles Ranlett Flint, quien luego se convertiría nada menos que en el fundador de la compañía IBM. Atravesaba éste último entonces por un momento de graves dificultades económicas y quiso solicitar un préstamo a quien mejor podía concedérselo. O al menos eso es lo que llegó a pensar. Morgan le tranquilizó, le dijo que le ayudaría y le invitó a dar un paseo por los alrededores de una de los distritos más ricos y opulentos de Manhattan. Viendo que el paseo se hacía eterno y que su interlocutor no paraba de hablar, en lo que parecía una perorata interminable, Flint, desesperado, no se pudo contener más y exclamó: “Pero, señor Morgan, ¿qué hay de ese millón de dólares que necesito que me presten? En ese instante, al banquero parecieron entrarle las prisas. Extendió su mano para despedirse y le dijo a su apesadumbrado amigo: “Bueno, no creo que vaya a tener usted ningún problema para conseguirlo después de que nos hayan visto charlando y paseando tanto tiempo juntos”. Se explica aquí muy bien, digan lo que digan, por qué los banqueros nunca pierden.
Y si el dinero es ―en resumen― materia tan horripilante a la que, quien más quien menos, detesta en su manifestación más física y mortal, ¿por qué sin embargo lo incluimos, a modo de pilar de la tierra, entre esas tres cosas que hay en la vida y que, según reza la canción, son las que nos obligan casi a dar “gracias a Dios”? Sólo me pregunto una cosa: si quien escribió aquella canción lo hizo llevado por un amor desbordante; si la compuso porque se encontraba en un estado de excelente y saludable vigor, o porque, simple y llanamente, necesitaba dinero a toda costa. Yo tengo clara mi respuesta. ¿Que cuál es?, quizá quiera preguntarme usted.
Se lo diría muy gustosamente. Pero cobrando, claro.
2009-01-14 10:18
Tan vilipendiado, pero terriblemente necesario en nuestra vida. ¿Qué somos sin el dinero mínimo necesario para poder subir al tren, autobús, metro? Nada, desesperad@s colarnos de mil diferentes formas, Y ahora con los controles, ojo avizor y bajarse no más atisbar a los mad men. No digo nada para poder comer.Saludos.
2009-01-14 23:58
Un poema se escribe
cuando se tiene el poema
Entonces
el poema sale, afloja, pare
es cosa inefable,
viene con las palabras
justas, contadas.
Rolando Gabrielli©2009