Desde que Francis Fukuyama predijera el fin de la Historia hasta que Pedro Solbes descubriese el impacto de la desaceleración económica el día en que Zapatero decidió congelarle el sueldo, no ha pasado casi nada. Y lo que ha pasado, apenas tiene importancia. Bienvenidos a la Era de la Poseconomía Ignorante. El periodista y profesor Manuel Ortiz, autor de la bitácora Apuntes de bolsillo, publica una reseña pseudoeconómica todos los días 14 de cada mes.
Nos vendieron un país de ensueño. Y nosotros, necesitados como estábamos de cualquier tipo de utopía pecuniaria, compramos aquella quimera como quien alcanza un bote neumático tras un naufragio después de navegar durante años en patera. Queríamos ser. Y por fin estábamos, o parecía, o nos decían que estábamos. Y nosotros ansiábamos estar. Aún no sabíamos muy bien ni siquiera cuál era nuestra posición, pero parecía importante. Hasta que alguien nos aseguró de pronto, un día, que éramos la octava potencia mundial. Y entonces nuestras ansias de volar dispararon igualmente nuestras ilusiones, como traca verbenera, también a la octava potencia: el infinito estaba próximo.
Se trataba, en realidad, de un fenómeno tan peculiar como misterioso. Frente a nuestros admirados ojos, un universo de excavadores se extendía, incontestable, por el suelo patrio, convirtiendo al hormigón en piedra filosofal. [Puedo asegurar que un grupo de amigos decidimos regalar hace algún tiempo, con motivo de su cumpleaños, a otro amigo nuestro ―flamante copropietario de una empresa de máquinas hormigoneras entonces, hoy reconvertido en taxista― una tarta de cemento. Lo tomó bien, el hombre. Aún nos reímos con la broma]. Había llegado, pues ―decía―, la Revolución del Cemento, cuya catarsis desembocó en la conocida Guerra de las Persianas Caídas, con la que un grupo de avispados constructores volvió a hacer de nuevo ―es decir, por enésima vez― el gran negocio, declarándose insolvente una vez que fueron agotadas las reservas de grandes reservas, en su versión estilizada Crianza, siempre con denominación de origen Ribera del Duero.
Viendo el percal, los banqueros decidieron fijar la vista en el cinturón que tapaba su venerado ombligo. Y determinaron cerrar la ventanilla por un tiempo. Por si acaso. Y el hasta entonces manar alegre del dinero se vio atrapado en la presa de los fabricantes de dinero. Hasta ahí habíamos llegado. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
De pronto, cual Cenicienta en pos del zapatito de cristal, el sueño se había desvanecido. Dieron las doce y al dulce embrujo precedente, sucedió el aquelarre con olor a pagaré no librado. Alguien había escrito muchos años antes ¿Dónde está mi queso?, y ahora todo el mundo se preguntaba por la porción perdida de su añorado postre.
Se dieron entonces toda suerte de variopintas explicaciones. Mientras ciertos dedos índices señalaban hacia los USA como la fuente corrupta de todo el mal causado, otros creían ver frente al espejo ―es decir, bastante más cerquita, y también como en el cuento― la raíz de su desgracia. El caso es que pasaba el tiempo ―y aún sigue pasando― y el zapato perdido no aparece. ¡Pobre Cenicienta!
Se acabó el sueño y encima llegó el frío. Mas no hay que preocuparse. Ya lo decía Baroja: “La vida es ansí“. Y al final, vamos a tener que consolarnos como el presidente del Real Madrid, Ramón Calderón, que acaba de asegurar que el año que viene será bueno “porque lo siento”. Es obvio que este señor no puede sentir nada que no se haya producido. Concedámosle a su tosquedad verbal una pequeña modificación y dejémoslo en que quiso decir que el año que viene será bueno “porque así lo presiento”. No porque tenga ningún dato que objetiva y científicamente le haga ―nos haga― pensar así, no; ha de ser bueno porque lo presentimos. ¿Usted no lo presiente? Relájese, concéntrese, cierre los ojos. Respire hondo. ¿No lo va presintiendo ya? ¿No va notando como todo regresa a su cauce; cómo el dinero vuelve, alegre y divorciado, a brotar del Banco de España; cómo crecen nuevamente las construcciones de Obra Pública y afloran los trenes de alta velocidad; cómo surgen de la nada nuevas autopistas (de cemento, por supuesto, que no de la información)? Incluso, ¿no percibe usted ya en sus nuevamente cálidas fosas nasales el olor inconfundible de la arena mojada, del hormigón armado y de la grava? Pues eso: ¡se presiente, coño!
2008 no nos trajo desde Suiza aquella gran Revelación que tantos deseaban ver convertida en El Hallazgo por excelencia. Se estropeó la máquina del tiempo a las primeras de cambio. Por contra, de repente nos topamos con otro descubrimiento de no menor calado: el de El Gran Acelerador de Ladrones. Fonética parecida para una semiótica algo diferente. Y no llegaba desde Suiza; lo teníamos también mucho más cerca: en el chaflán de la esquina, bajo diferentes anagramas, logotipos y colores.
Agradezcamos, pues, a este 2008 que nos haya servido para confirmar muchas de las cosas que ya sabíamos pero que nos negábamos ―y es que, a la postre, somos buena gente― a creer. Se acabó el sesteo. Incluso pusimos fin a la modorra. No era tan eterno el sueño como presumía Chandler. Pero una cosa era cierta: del cuento de Cenicienta habíamos desembocado en la novela negra sin paso previo, al menos, por Dickens o por Verne. Duro golpe y duro trance del que, sin embargo ―puede usted ya ir abriendo los ojos lentamente―, en apenas unos días, a la vuelta del mazapán, como Ramón Calderón, nos habremos repuesto felizmente.
¿No lo siente usted ya, no lo presiente?