La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Es septiembre y los temas se acumulan, no por una singularidad cósmica, sino porque establecemos con ellos una distancia necesaria durante los meses previos. En cuanto decidimos, o deciden por nosotros, que esa distancia debe ser acortada, revienen a nuestra consideración aunque, si aprovechamos la pausa, jerarquizados, agrupados, ordenados. Puede que la pausa veraniega sea ya, y no para todos, uno de los pocos momentos en que los humanos podemos, como dijo Jenofonte de Sócrates, dirigir nuestro espíritu hacia nosotros mismos, interrumpir el contacto con el entorno, y permanecer sordos incluso ante la plática más insistente. Esto es, pensar, ese viaje interior que convierte al pensador en un emigrante inmóvil.
El resto del tiempo el hombre contemporáneo se halla sumido en tal tráfago de idas y venidas, físicas e intelectuales, que esa distancia necesaria para pensar el mundo y en el mundo deviene imposible. Por ejemplo, los que nos relacionamos de alguna forma con esa heterotopía que es la academia sabemos cómo es de difícil que en ella se dé la precaria circunstancia de la dedicación total a los pensamientos. Es más: la academia contemporánea ya difícilmente resiste las presiones para que deje de ser ese “otro lugar” de la sociedad que resiste la presión omniabarcante de las ficciones consolatorias de los comerciantes en los mercados, de las madres y padres a sus hijos, de los periodistas a sus lectores o, en su forma más tabernaria, de los tuiteros entre sí.
No crean que reivindico ese estar-en-otra-parte del pensador. Sólo la echo de menos, como echo de menos a mi padre muerto. Como echo de menos a Dios, como echo de menos al observador puro, inobservable, en términos luhmannianos. Pura nostalgia de un deseo jamás realizado. Es decir, pura nostalgia.
Que no lo reivindique no quiere decir que no vea sus consecuencias. Desaparecido dios, la soberanía (la personal, la social: el dominio fundador de derecho) se convierte en un espectro que pasea por el mundo global desviando nuestra atención de lo que queda tras él: las querellas entre Carl Schmitt y Walter Benjamin sobre la violencia pura y la violencia jurídica, sobre la dictadura soberana y la dictadura comisarial, son buena muestra de ello. Y nos oculta que, en realidad, lo único tangible que ha quedado tras la muerte de dios es el gobierno entendido en términos de management: la gestión, o dicho en términos que rápidamente comprenderán, la economía, etimológicamente “la gestión de la casa”, opuesta a la política, “la gestión de la polis, de la sociedad”. La política contemporánea se imagina a ella misma en una tensión constante, en términos de Agamben, entre el imperio y el gobierno, el reino y la gobernanza, la soberanía y la economía, la ley y el orden, la legitimidad y la legalidad. Si los términos les seran familiares a cualquier ciudadano de formación media, la sustancia de esa tensión es omnipresente en los medios de comunicación y entretenimiento: no en vano, una de las series más longevas de la historia de la televisión se titula, claro y raso, Law & Order. Que en la actualidad sólo sobreviva su spin-off, Law & Order: Special Victims Unit, revela cuál es el bando ganador: la tensión entre la ley y la policía sólo se mantiene en las llamadas “víctimas especiales”: aquellas que todavía pueden esperar de la ley una acción política que las proteja. El resto, incluso desde el punto de vista de la ficción, ya han sido abandonadas a la mera policía. Algún día les escribiré sobre esto y su trasfondo biopolítico, pero no hoy.
Creo que podemos enunciar el problema en los siguientes términos, también debidos a Agamben: que “la base secreta de la política no es ni la soberanía ni la ley, sino el gobierno; no es el rey, sino el ministro; no es la ley sino la policía y el estado de excepción” y que ello aboca a la primacía de la economía sobre la política es casi autoevidente. Tanto que nuestra capacidad de sorpresa, o mejor, de extrañamiento, está seriamente limitada en estos momentos. Que una vicepresidenta del gobierno español pueda decir sin rubor que su partido político es una empresa deja claro que el gobierno es management, y la política, economía. Pero no crean ustedes que es una cuestión partidista. Ni siquiera una cuestión ideológica en los términos deteriorados en que hoy en día hablamos de ideología, porque la situación se reproduce en el bando supuestamente contrario, y siguiendo el camino inverso desde la economía a la política, desde la gestión de la casa a la gestión de la polis. Que una coalición política autodenominada de izquierdas y nacionalista valenciana, como Compromís, diga que una sociedad anónima deportiva es “la asociación civil valenciana más importante” indica claramente que todos hemos perdido de vista la primitiva distinción, si es que alguna vez hemos sido conscientes de ella.
O puede que simplemente, tanto unos como otros, estén expresando en voz alta sus deseos, más que gestionando sus realidades: Soraya Sáez de Santamaría ansiando sacar al PP del ámbito de la legitimidad social, esto es, del ámbito de la polis (que es el que le corresponde como asociación civil sin ánimo del lucro) para que únicamente responda ante sí mismo, esto es, el ámbito de la economía y la empresa. Y Compromís, añorando los tiempos en que existía algo llamado sociedad civil y no encontrando más sentimiento nacional, más valencianismo, que el que pueda inspirar un equipo de fútbol. Todo muy triste. Perdón: trishte.
Y lo de los Juegos Olímpicos lo dejo a su consideración. La mía ya está expuesta.