La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
“You know nothing, Jon Snow” es el leitmotiv de la relación entre dos personajes de la saga Game of Thrones, el bastardo de Winterfell, Jon Snow, y la mujer-lanza de los Hombres Libres Ygritte. Jon en realidad ha recibido la mejor educación que un caballero de Westeros pueda recibir, pero esa educación de poco o nada le servirá más allá del muro, en donde la realidad no coincide con sus esquemas mentales, como Ygritte le recuerda constantemente, y me temo que, como próximas entregas delatarán, tampoco le servirá de nada más acá. Durante la quinta entrega de la serie, Jon Snow transformará el recuerdo de las palabras de Ygritte en una suerte de motto socrático, de autoconciencia de su ignorancia como fuente de sabiduría, o, al menos, de audacia, que le permitirá desafiar las convenciones sociales y las estructuras mentales establecidas tanto en su Westeros natal como en el mundo que se extiende más allá del muro. Así de consoladora es la ficción mainstream: puede que muera antes de que la saga termine (ningún personaje está seguro en manos de R.R. Martin: valar morghulis), pero Jon Snow habrá dejado huella transformando su mundo imaginario.
Y no. Joaquín Almunia no es Jon Snow, al fin y al cabo un mozalbete de 17 años. Joaquín Almunia es licenciado en Derecho y Economía, excomisario de Economía de la Unión Europea y actual comisario de Competencia. En unas recientes declaraciones a la Cadena SER a propósito del varapalo del FMI al plan de rescate a Grecia por parte de la Unión Europea, reconoce que ni él ni la propia Unión sabían cuál era la situación real de Grecia y que se limitaron a actuar con los instrumentos que la disciplina económica recomendaba para casos semejantes. Solo que el caso no era semejante a nada. Constatado el fracaso, lejos de cualquier atisbo de autocrítica (al menos de autoconciencia de la propia ignorancia), se escuda en la urgencia (ay, las prisas: sobre ellas alguna cosa podía haber aprendido de Sócrates), y proclama, con ciega necedad, que "No hay la posibilidad de decir ‘espere que voy a la universidad a estudiar un doctorado en Economía’. Ante situaciones tan difíciles, hay que considerar cuáles hubieran sido las alternativas y no había muchas, había que actuar".
En primer lugar, cabe constatar que un economista no sabe como hacer frente a una situación económica dada —y no digo ya resolverla, sino simplemente no empeorarla— con los instrumentos intelectuales que se le supone que ha adquirido con su formación y con su práctica como político del área económica. En segundo lugar, que un economista cree que para intervenir sobre la realidad hay que volver a la universidad a estudiar para poder hacerlo con un mínimo de garantías. Esto último no sé si me hace reír por su ingenuidad, o llorar por su ciega confianza en la institución universitaria. En tercer lugar, que la política postmoderna se debate entre la cháchara falaz y la acción descerebrada: visto el resultado, tal vez lo más sensato hubiese sido no actuar. Inevitablemente, a uno le viene a la memoria los versos que los partidarios del torero mejicano Carlos Arruza cantaban a ritmo de pasodoble en las plazas: “Manolete, Manolete, / si no sabes toreá / pa qué te metes…”
Pero si nos quedamos aquí, en un torero que no sabe “toreá”, no llegaremos al fondo del asunto. Y el fondo es que la disciplina económica y el gobierno económico del mundo, fuera del ámbito académico en el que la reflexión y el conocimiento tienen su lugar y su tiempo, son la potentia ordinata de una supuesta potentia absoluta. Esto es, la teoría que los teólogos medievales construyeron para conectar la omnipotencia de Dios, y el orden racional y no arbitrario del mundo; Dios, en el orden interno de su potencia, puede hacer todo, pero sólo puede ejecutar efectivamente lo que su voluntad decide según un orden que él mismo ha establecido previamente: un universo con leyes físicas que canalizan la voluntad divina; como las leyes de la economía capitalista canalizan la voluntad de Quien Manda (que, por definición no puede ser visto, no tiene rostro ni cuerpo, a quien llamamos Yahvé, Jehová, o Mercado). El problema llega cuando ese poder se legitima en la anarquía que supuestamente le ha precedido (aunque sea en la noche de los tiempos, o en los burbujeantes desórdenes de la codicia) y a la que supuestamente conjura mediante la aplicación de la potentia ordinata a las sociedades que, como la griega, parecen precipitarse de nuevo en ella.
La cuestión, finalmente, es que confesiones como la de Joaquín Almunia parecen revelar, como ya dijo Passolini en boca de uno de los jerarcas de Salò, que “la única anarquía verdadera es la del poder”.