Libro de notas

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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

¿Tu mandas o aprendes? Con caso práctico

Uno de los temas que sobrevuela el debate político y la opinión publicada (que con internet y twitter ya es casi toda, a no ser que comulguemos con la rueda de molino de “la mayoría silenciosa”) es la degeneración del sistema de partidos políticos que nos dimos con la constitución de 1978. El principal mérito del movimiento 15M fue, sin duda, convertir en trending topic la etiqueta PPSOE asociada a la crisis de representación, y por tanto de legitimidad, que implicaba el “no nos representan”, hasta entonces limitada a grupos políticos y sociales minoritarios. Y ese éxito se fraguó sobre un cambio social fundamental: el resquebrajamiento de la sociedad de masas novecentista a una sociedad patchwork, porque estos grupos minoritarios encontraron su fuerza uniendo los márgenes de su identidad.


En 1978, apremiados por la necesidad de libertad, igualdad y solidaridad de la sociedad de masas construida por el franquismo, por el imperativo moral de alcanzar el estándar de Welfare State europeo, alumbramos una democracia mediada, que se construía a partir de los partidos políticos como fundamentales transmisores entre la voluntad popular y el poder ejercido a través del legislativo y el ejecutivo. El plan parecía bueno: por un lado, era percibido como una ruptura importante con la dictadura, y una restauración de la tradición democrática española, por raquítica que esta hubiera sido, que lo fue. Por otro, nos equiparaba al resto de democracias europeas, que se regían, aunque fuese cada uno a su manera, por el mismo principio. Los partidos políticos al estilo europeo aportaban, además, un modelo de construcción del estado (composición partidaria del Consejo General del Poder Judicial, por ejemplo), unas reglas del juego democrático (yo gano y construyo, cuando tu ganes reformarás lo construido y construirás a tu vez, cuando yo vuelva a ganar…) y un modelo de convivencia social basado en la canalización de las discrepancias a través de la alternancia en las instituciones representativas.


Nuestra falta de experiencia, junto a una inevitable idealización de los períodos democráticos pasados, nos ha hecho cometer todos los errores (y los horrores) del mundo en su aplicación. Llegamos tarde,  porque lo implantamos cuando el asalto al poder del neoconservadurismo europeo, con Margaret Thatcher a la cabeza, empezó a hacer evidentes las fallas de un modelo de estado, participación política y poder que se fundamentaba en la buena voluntad de los participantes, otrora llamada “lealtad”, esto es, que ninguno intentara destruir el modelo. Pero los neoconservadores ya habían percibido que ese modelo, que respondía a una sociedad de masas en la cual había cuatro o cinco tipos de personas y de electores que encajaban más o menos bien con un sistema que primaba a cuatro o cinco partidos, estaba a punto de dejar de funcionar precisamente por su éxito: no olvidemos que el sistema nace precisamente para transformar la sociedad de masas de los regímenes autoritarios en una sociedad más libre, más igual, más solidaria. Lo que no se previó es que la consecuencia de ese progreso social y tecnológico seria una sociedad mucho más diversa, a la que los conservadores supieron, mucho mejor que la izquierda, adaptarse. Pero adaptarse para ellos significaba necesariamente romper el modelo que había hecho posible esa diversidad, esto es, el desmontaje consciente del estado del bienestar para ofrecer una respuesta personalizada a cada uno de los elementos de una sociedad, ahora, desagregada. La democracia española, pues, ha transitado a la carrera y sin ser demasiado consciente de ello en una triple perspectiva: la necesidad de subvenir a las necesidades de una sociedad de masas (cuyo éxito más claro es el sistema nacional de salud), la necesidad de nadar y guardar la ropa (sistema educativo dual público y privado-concertado), y la necesidad de no construir una parte del estado de bienestar que aparentemente nadie demandaba (vivienda y sistema público de alquiler, fomento del sistema público de transporte, justicia rápida y eficaz, sistema público de asistencia social, y, a mi parecer, el peor de todos, la ausencia de un modelo productivo para el país).


Llegamos mal, también, porque el principio rector de la transición fue el miedo: el miedo a la involución, y el miedo a la revolución. El miedo, que ya sabemos que guarda la viña, hizo que tanto la construcción del estado, como las reglas del juego, como la convivencia social acabaran arrastrando déficits democráticos muy relevantes. Mientras en otros países el modelo se matizaba con instituciones independientes, porque se tenía el convencimiento de que había cosas que debían quedar al margen de la dialéctica partidista (televisión, cajas de ahorros, órganos rectores de instituciones culturales… véase Rosanvallon y La Légitimité démocratique. Impartialité, réflexivité, proximité), en este país, y para los partidos políticos, estar al margen de la dialéctica partidista era un síntoma claro de desafección al régimen, cuando no te convertía en un antisistema, y, en casos extremos como los actuales, directamente en parentela de algún desalmado terrorista. El opaco sistema de financiación de los partidos políticos, justificado como un sistema que garantizara su independencia, forma parte de estos déficits democráticos, como los casos más recientes demuestran. ¿Cuántas veces oímos aquello de que una financiación abundante impediría la corrupción? Que la corrupción haya acabado afectando a la única institución del estado supuestamente independiente, la Corona, expresa el cierre del sistema en torno a las consecuencias de la dialéctica partidista: no puede haber nada que escape a su control. Que todavía estemos esperando una explicación de por qué la televisión pública ha dejado de ser independiente (qué primavera más corta!) es otra muestra de ello.


Este conjunto de características ha tenido como consecuencia, paradójicamente, que un sistema partidistamente politizado haya ninguneado la capacidad de decisión política de sus actores. Si a ello le sumamos la globalización económica y la crisis que ha provocado, la paradoja se hace más sobresaliente: una estructura política del estado perfectamente irrelevante y negligible que se oculta tras la negación de la realidad o tras una pantalla de plasma. El paso siguiente es, ahora ya sin paradoja, alcanzar el ideal conservador de un estado apolítico.


¿Y la izquierda? Muy perdida. El deterioro del sistema de partidos la ha dejado sin el consuelo de uno de los fundamentos de su identidad histórica, pues no olvidemos que, prácticamente, inventó el partido político como alternativa al estado autoritario conservador. Lenin y todo lo demás. Sin discurso económico, anclada en la dialéctica de la sociedad de masas y las comunidades de intereses, no se ha dado cuenta todavía que las nuevas comunidades son comunidades de riesgos, y eso no sabe como manejarlo. Por comunidades de riesgo entiendo, con Innerarity, que hoy en día hay más elementos en común entre un inmigrante y un funcionario del estado (pues éste último no percibe al primero como una amenaza laboral, por ejemplo), y entre un asalariado precario y un pequeño y mediano empresario (ambos con un lamentable horizonte de expectativas económicas), y que las comunidades se establecen, en un mundo global, entre quienes están amenazados por los mismos riesgos: esto es, solidaridad entre víctimas. Además, cree tener una desventaja competitiva porque la derecha se maneja mejor en el mercado ideológico del corto plazo, mientras que las políticas de izquierdas, transformativas, y por tanto contraintuitivas, deben apelar necesariamente al medio y al largo plazo, esos conceptos que han sido erradicados de nuestro espacio público. La paradoja, en el caso de la izquierda, radica en que el fundamento comunitario de sus valores sociales, entre los cuales me interesa destacar ahora su vocación de análisis social, de conocimiento de la realidad, de aprendizaje, en definitiva, le proporciona, por utilizar el mismo término darwiniano anterior, una ventaja competitiva que debería aprender a manejar, en un contexto en el que la política tradicional y tradicionalista se ha convertido en el refugio de la ignorancia. Expresado en palabras de Innerarity, podríamos traducir esto en términos de “¿Tu mandas o aprendes?”, que expresa bastante bien la sensació subjetiva que muchos tenemos respecto de la relación de la izquierda con el poder. La izquierda debe aprender para poder mandar, y cuando mande, seguir aprendiendo.


Un ejemplo práctico. Y disculpen que no generalice, pero creo que un ejemplo cercano y circunstanciado, más local si quieren, será más ilustrativo, y también más cierto. En el país valenciano hemos soportado 18 años de gobiernos conservadores con las características propias del sistema partidista que he esbozado al principio, y que nos han llevado hasta una situación de bancarrota económica y moral como no se recuerda desde la expulsión de los moriscos (de la que tardamos 100 años en recuperarnos) o desde la gran crisis de finales del 19 y principios del 20. El PPCV ha sido un ejemplo palmario de la máxima expuesta anteriormente: como manda, no aprende, incapaz, a pesar de la estabilidad de su granero de votos, de implementar políticas a medio y largo plazo, estancado en las cortoplacistas pero llamativas de los grandes eventos y el turismo “de toda la vida”, menospreciando activamente las políticas agrícolas e industriales, que exigen planificación y perspectiva. La izquierda en este país no es irresponsable, en cualquier caso: ni mandó ni aprendió. Sólo ahora, cuando las consecuencias de las políticas conservadoras son evidentes a nivel nacional y global, la población parece que empieza a castigar a los dos grandes partidos, y premiar a los pequeños que, en parte por parecer incontaminados respecto de la política partitocrática, y en parte por aparecer como formaciones “diferentes”, más fluidas, más consensuales, más cercanas a las comunidades de riesgo que a las comunidades de intereses, han ganado crédito y, a lo que parece, ganarán votos.


Ante la presumible alianza, explícita o implícita, entre PP y UPyD, la izquierda, representada por PSOE, Compromís (nacionalistas de izquierdas) y EU (el avatar local de IU) puede tener posibilidades de formar un tripartito que arrebate la Generalitat a los populares. El PP cree en esta posibilidad puede que incluso más que los propios protagonistas: en su proverbial torpeza comunicativa en las redes sociales, creó un hashtag para advertir de que venía el coco, #tripartitoruina, que en nuestro catalán, y con una ligera modificación tipográfica, #tripartitOruina, significaba exactamente lo contrario. No hace falta que se lo traduzca, ¿verdad?


El caso es que la situación económica y social valenciana es tan grave que, si yo fuera ellos, casi desearía que pasara de mi ese cáliz. Gestionar la ruina no sólo no es plato de gusto, sino que, a poco que demuestren no haber aprendido nada de la experiencia pasada, su gobierno será efímero, incluso muy efímero, y los votantes volverán a preferir la realpolitik del realista cínico que nos ha gobernado hasta ahora al voluntarismo del idealista. A la izquierda del País Valenciano se le presenta, pues, un panorama que exige aquello que ha faltado hasta el momento en la política valenciana a uno y otro lado del espectro político: innovación, y comunicación que permita visibilizar un planteamiento sistémico, esto es, a medio y largo plazo, que nos permita salir de la fosa séptica en que nos encontramos. Es necesario, incluso, que se arriesguen a desaparecer para no desaparecer.


Déjenme que les plantee una propuesta. Y les doy permiso para que mi ingenuidad les apabulle. Demuestren a la ciudadanía que han aprendido. Renuncien a la confrontación política de tipo tradicional que supone continuar luchando entre sí y con el PP durante lo que queda de legislatura para ver quién consigue un trozo más grande del pastel electoral, si hay sorpasso al PSOE o no, y así negociar a posteriori un tripartito en base a posiciones de fuerza o de debilidad: quien será el President o Presidenta, cuantos trozos de la administración autonómica controlará cada partido, quién se desgastará en la gestión cotidiana y quién se quedará al margen, apoyando lo que le parezca y cuando le parezca, et caetera multa, es decir, renunciando, de nuevo, a la política por el pragmatismo y limitándose a administrar la miseria. Renuncien a ello. Reúnanse ya, en público (en streaming si es necesario), los tres. Expliquen a la ciudadanía en qué situación real estamos, qué van a poder hacer cuando gobiernen y qué no en el corto plazo, y decidan, entre los tres, qué políticas sistémicas, a medio y largo plazo, estan de acuerdo en aplicar para salir del agujero. Conserven su identidad diferenciada, pero muestren que podrán trabajar juntos: la ciudadanía necesita creerlo, y creerles. No crean que darles malas noticias ahora significará un descenso de sus expectativas electorales, ni que se les desdibujará la identidad como partidos diferenciados: los ciudadanos no son tontos, están muy escarmentados, y es más fácil que apoyen la sinceridad que las mentiras que nos han conducido hasta aquí. Hasta puede que rescaten a más de uno de los brazos de la abstención masiva que se espera. Y no crean que eso significa darle armas al enemigo: si el PP copia alguna de sus propuestas, alégrense, y denles la bienvenida a un tiempo nuevo en el que las políticas y el feedback con los ciudadanos sea más importante que su partido, esa tecnología para el trato con la realidad que amenaza con quedar obsoleta en estos tiempos interesantes.

Josep Izquierdo | 05 de abril de 2013

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