Libro de notas

Edición LdN
La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

Receptáculo para suicidas

Señor:


Como tengo un favor singular que demandarle, pienso que será adecuado acompañar mi solicitud con algunos datos sobre mí mismo. Pertenezco a la numerosa fraternidad de los emprendedores en paro: un ser desconsolado que lucha todos los días entre el orgullo y la pobreza; la reliquia triste de una juventud malgastada; una esfera de Rolex andante cuyos brazos apuntan a las horas perdidas. Y, cansado desde hace tiempo de meter las manos en mis bolsillos vacíos, otrora rebosantes, estoy, finalmente, deseoso de utilizarlas en solicitar la asistencia y la recomendación de vuecencia.


Fui educado en un reputado colegio de educación diferenciada, no lejos de la ciudad, en donde adquirí ciertos rudimentos sobre deportes, persuasión, y la honorable y cristiana sociedad. Desde esta escuela fui enviado a un renombrado colegio universitario de estudios financieros adscrito a una no menos famosa universidad, desde los cuales mis aburridos y flemáticos contemporáneos se han deslizado hacia los lugares más encumbrados de la empresa y el estado. Ellos se contentaron con rodar por las carreteras ordinarias del estudio y la paciencia, mientras yo aceleraba con brío por autopistas menos limitadas, hasta que finalmente me encontré sumido en la oscuridad de un laberinto estupefaciente de deudas y angustias.


Sin embargo, mientras continué adornando mi mente con las más liberales y emprendedoras virtudes, fui el más atrevido de todos los mortales, no dudando jamás de que el tiempo llegaria pronto en que seria colmado por la fortuna, y distinguido con honores. Consideré la avaricia como el peor de los vicios, y la arranqué de mi pecho. Creía que la amistad era la más noble de las virtudes, y me hice amigo de todo el mundo, para lo cual fue especialmente útil afiliarme a las juventudes del partido. Descarté la impudicia, y llamé a la modestia y la humildad para que fueran mis consejeras. Así, generoso, amable, modesto y humilde, conseguí por mis honorables amigos un puesto de asesor en un municipio cercano a la capital. Pero pronto descubrí que mis recientes virtudes eran impedimentos para el ejercicio de mi cargo, pues no parecían ser apreciados por quienes consideraban que, en mi papel de intermediario, todo matiz o adorno personal era baldío. Por lo tanto, con el tiempo abandoné dicha ocupación y principié la de concejal. En esta nueva profesión tuve el honor de sorber mi gin-tonic en cierta casa, fui elegido miembro de cierto club de golf, y pronto me di cuenta de que sólo necesitaba dinero para pasar mi tiempo tan agradablemente como el mejor de entre ellos; es decir, para estar siempre en buena compañía, sin la fatiga de la buena conversación; siempre en un banquete, pero sin el vulgar requisito del hambre; constantemente jugando, pero sin el menor disfrute; hambriento de política, pero sin las molestias y el trabajo de la cocina y la digestión; y rodeado de conocidos, pero sin un solo amigo. Así pues, deseando la única cosa que necesitaba para disfrutar de todos esos placeres, hice cuanto fue necesario para que quienes acudían a mí obtuvieran satisfacción a sus demandas, y fui generosamente recompensado por ello. Mis compañeros de partido fueron muy agradables conmigo y yo habría obtenido sin duda un alto puesto en la administración del estado antes del final de la legislatura si mi capacidad de persuasión hubiese alcanzado también a periodistas y radicales. Mi familiaridad con la honrada y honorable sociedad desde los tiempos del colegio me permitió moderar los efectos de ciertas acusaciones de prevaricación y cohecho que yo nunca podría comprender, y que si bien no me obligó a dejar mi cargo, sí influyó para que fuese amablemente conminado, por mi bien y el del partido, a renunciar a presentarme de nuevo.


El paso más grande y decisivo en la vida seguía sin ser intentado. El templo de Himeneo, con todas sus encantadoras perspectivas, estaba abierto para mí, y sedujo mi atención. Los grupos de cupidos que parecían revolotear en el techo, junto con la alegría y la satisfacción que asomaba en todos los rostros, me tentó a entrar, y en medio de una multitud de bellezas, una joven esbelta, de rostro ingenuo aunque algo inexpresivo pronto cautivó mi elección. Era orgullosa y constante, emprendedora, y bien cualificada para la posición en que la fortuna la había colocado, que era la de hija de un honorable político de provincias. Escuchó favorablemente mis palabras, y de hecho una clara similitud de atributos y circunstancias parecían habernos destinado el uno para el otro.


En medio de las alegrías inefables de esta unión, me convertí en el padre de dos hijas encantadoras, que fueron bautizadas con muy gentiles nombres de grandes heroínas y reinas de nuestra venerable patria. Agoté el pequeño resto de mis bienes en su educación y en su posición, confiando en que me fueron dadas para apoyarme en mis años de decadencia, pero ésta llegó rauda ante las insistentes demandas de mis suegros, esposa e hijas de que les proporcionara la posición que, según ellas, otras alcanzaban con mayor celeridad y mejor aspecto. A instancias de ellos y ellas, pues, me dediqué a opinar en cuantas tertulias pude, gracias a las concesiones audiovisuales digitales que supervisé en mi etapa como concejal, y en cuantas televisiones autonómicas controlaba el partido. Cuando ya estaba un tanto fatigado de la buena conversación, mis más recientes contactos en los medios y el recordatorio a mi partido de que siempre podrían confiar en mi discreción, como en el pasado, me permitió optar a un cargo directivo ad hoc en una televisión autonómica en donde mi sueldo era una gota de agua dulce en el mar de su déficit. Pero llegaron las tasas de crecimiento negativo y hubo que reformar, racionalizar y optimizar recursos, e incentivar la eficiencia y la productividad. Poca resistencia pude mostrar ante mi inclusión en un ERE: la misericordia pasea desnuda por nuestras calles en estos tiempos de tribulación, y los secretos que podía vender a cambio de mi puesto se baratan hoy por las esquinas de los juzgados a cambio de plaza fija en el comedor de la Casa de la Caridad. Pronto me di cuenta de que no tenía nada que comer mas que mis propias palabras, que ya ni siquiera servían para rellenar los sobres que otrora las contuvieron y las mantuvieron ajenas de oídos indiscretos.


Usted puede fácilmente percibir, Señor, que ahora me cuento entre los muchos que abrazan fraternamente la desesperanza. Pero por muy incómoda que sea mi situación, estoy decidido a seguir adelante con deportividad, y no abandonar el terreno de juego hasta el silbido final. No cargue, pues, vuecencia, con el temor de que decida concluir mi vida abruptamente: y, a decir verdad, siento tal respeto por médicos y farmacéuticos que no pienso en robarles la responsabilidad de entre sus manos convirtiéndome en mi propio verdugo. Mi hija menor, que en realidad es una chica muy ingeniosa, con frecuencia me conmina para intentar un negocio que su natural emprendedor (heredado de mí, obviamente) ha maquinado, y que tras una deliberación larga y madura, me inclino a pensar que puede ser de gran servicio a nuestro país, y de no pequeño beneficio para mí y mi familia.


Observo desde hace tiempo, tanto como dura esta cruel e inopinada circunstancia en que vivimos, que el número de muertes atribuibles a la desesperación aumenta con alarmante celeridad, y lamento muy sinceramente los vergonzosos métodos que las personas de ambos sexos están utilizando en este país nuestro para deshacerse de su ser. La suciedad de un arma de fuego, la innoble cuerda, las inciertas sobredosis, la vulgaridad del mar, la fétida impureza de ríos y pantanos, el repugnante espectáculo que supone quemarse a lo bonzo y la marranada de lanzarse desde el balcón o la terraza son muy chocantes para la sensibilidad de las personas refinadas que están dispuestas a morir tan decente como premeditadamente. Para ofrecer un remedio al tiempo que una comodidad a estas gentiles personas, he habilitado unos adosados que compré en su tiempo y cuya inversión ahora no sólo no me es posible recuperar sino que temo que se conviertan en ruinas de los buenos y viejos tiempos o, peor, que acaben ocupados por vagos y maleantes, para que sean lugares convenientes para la recepción de todos los que, de la nobleza, de la aristocracia, o de cualquier otro estamento, estén cansados de esta indecente vida.


Tengo ideada una máquina más limpia que la guillotina con el objetivo de conseguir una decapitación fácil y rápida para los que decidan elegir tan regia y honorable salida, que sin duda dará satisfacción a todas las personas de calidad, y a los que quisieran imitarlos. He dispuesto un cómodo baño para señoras desilusionadas, pavimentado con mármol, y alimentado por áureos caños de agua mineral, donde las sufrientes pueden ahogarse con la mayor privacidad y elegancia. Tengo pelotones de fusilamiento automáticos para ludópatas que en lugar de balas se cargan con monedas de un euro, para que puedan tener el placer de poner fin a su existencia con la sensación de haber ganado un último premio. Tengo puñales y venenos para actores y actrices en dificultades, pues ya se sabe que son unos románticos empedernidos, y espadas fijadas oblicuamente en el suelo con la punta hacia arriba para militares de alta y baja graduación que deseen un último acto de valor. Para los abogados, comerciantes y mecánicos, que no encuentran placer en los finales airosos, tengo una habitación larga en la que he dispuesto una serie de poleas sujetas a una viga con sogas de nudo corredizo en sus extremos. Y, en mi afán de servicio, he reproducido en la mejor habitación el senado romano, y he dispuesto androides con toga armados con dagas y máscaras de Luís Bárcenas que gritan “¡Libertad! ¡Independencia! ¡La tirania ha muerto! ¡Corred, proclamadlo, pregonadlo por las calles!” al tiempo que clavan sus dagas en el político que haya elegido tan honorable final. Hay descuentos por grupos.


Tengo también un jardín hermoso para la sepultura de todos mis buenos clientes, si sanidad, mediante la intercesión de vuecencia, lo autoriza, y amparándome en su acreditada generosidad, sólo reclamo sus cabezas como mi cuota y pago constante, para que, mediante disecciones frecuentes y exámenes de sus cerebros, se me permitiese al fin descubrir y remediar la causa de tan poco natural propensión. Y para que nada se sustraiga al control público, propongo que las operaciones y las cuentas de la empresa sean supervisadas anualmente por un juez.


Este, Señor, es mi plan, y el favor por el que quiero preguntarle es si usted recomendaría nuestra empresa en público como un ejemplo de emprendimiento e innovación, y dar a conocer a través de su Libro de Notas que voy a abrir mi casa el primer día del próximo mes de Abril; y que, para evitar errores, se rotulará con grandes letras sobre la puerta: RECEPTÁCULO PARA SUICIDAS.


I am, Sir, your humble servant, JOHN ANTHONY TRISTMAN.


The World, Jueves, 9 de septiembre 1756

Josep Izquierdo | 01 de febrero de 2013

Comentarios

  1. Dubitador
    2013-02-02 19:30

    ¿Porque tanta y tan abrumadora lucidez asoma tan tarde?
    Hemos padecido dos decadas de inmisericorde fustigamiento del buenismo socializante, incluso por parte de presuntos socialistas de area de la economia y los “productos” financieros.


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