La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Está de moda la paradoja de Bossuet, gracias a Pierre Rosanvallon, cuyas reflexiones sobre la democracia y sus cimientos desde la revolución francesa en adelante están ganando partidarios en el contexto de la actual crisis económica. Me alegro, porque pocos como Rosanvallon han tenido la valentía intelectual de intentar explorar el camino que nos ha llevado hasta el desarme ideológico y social de la socialdemocracia europea desde dentro. Pero, ¿qué es la paradoja de Bossuet? Este intelectual y clérigo francés del siglo XVII, dijo que “Dios se ríe de los hombres que se quejan de las consecuencias, al mismo tiempo que consienten sus causas”. De ser así, ser Dios debe ser divertidísimo. No me extenderé demasiado sobre el uso que hace Rosanvallon de la paradoja. José María Ruiz Soroa ya publicó un artículo sobre ello en El País, y una reciente entrevista al académico francés les acabará de decidir a leer ese libro imprescindible, recientemente traducido al castellano.
Hay que reconocer que Bossuet, como grandilocuente retórico aunque fino moralista en la mejor tradición francesa, acertó con una de las constantes de la condición humana. Y no sólo por señalar la inconsecuencia de su comportamiento, sino también por advertir sobre la reacción de Dios ante nuestros desatinos.
Porque a mí lo que me tiene loco es la risa de Dios. El Dios-mercado, pitorreándose de nuestra codicia, ciega a las aviesas intenciones de quien dice vendernos duros a cuatro pesetas. El Dios-bancos, carcajeándose de los ingenuos que no preveíamos el cruel y continuo movimiento de la rueda de la fortuna, y a quienes, como en La loteria en Babilonia, les toca hoy perder la casa, pero puede que mañana esté en juego su vida. El Dios-gobiernos, desternillándose porque su responsabilidad en este endemoniado tejemaneje se diluye en la perentoria necesidad de seguridad de los ciudadanos, que temen más una barca sin timonel que a un timonel que aprendió a leer las estrellas en una carta astral. Y qué decir del Dios-Dios, que parece saltar de contento cada vez que cree haber encontrado un motivo de agravio que justifique su menguante autoestima.
Y no crean que, descreído de mí, metaforizo en un Dios literario mi frustración. Empiezo a creer que estos tiempos de zozobra dan algún sentido a la definición medieval de Dios: “Tenebrae in anima post omnem lucem relicta”: Dios es la tiniebla que permanece en el alma después de toda luz.