La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
A mí me da que el juez Pedraz no es un “pijo ácrata”, sino un culto lector de filosofia e historia, interesado (como no podía ser de otra manera en un juez) por sus aplicaciones morales. Y a tenor de las reacciones del PP por el archivo de la causa contra los promotores del 25S, la derecha española también lo cree: no de otra manera puede entenderse que se hayan sentido tan ofendidos. Porque no ofende quien quiere, como sabemos.
¿Por qué Pedraz sí que puede ofender? Porque su crítica a los políticos españoles no solo les deja en evidencia por intentar limitar la libertad de pensamiento y expresión, sino por retratar con cierta elegancia las raíces del descontento ciudadano. Puede que el juez no pretendiera aludir con el término ‘decadencia’ a Gibbon y su The History of the Decline and Fall of Roman Empire, pero la cultura occidental tiene estas diabluras: las palabras no solo tienen el sentido que su autor les da, sino que se cargan con los significados que la tradición les otorga. Y pocos historiadores han dejado una huella más indeleble que el británico sobre un concepto, como Gibbon sobre el de “decadencia”.
¿Qué relación existe entre las palabras del juez Pedraz y Edward Gibbon? Este último explicó la caída del imperio británico como la consecuencia de la pérdida de las virtudes cívicas en las que los gobernantes y los ciudadanos romanos sobresalieron durante el período republicano, lo que conllevó la delegación de importantes cuotas de libertad en el libre arbitrio de los césares. Como consecuencia de ello, la corrupción debilitó al estado romano hasta hacerlo morir ahogado por su propio vómito moral, que comportó el económico. ¿Les suena? Poco importa el rigor historiográfico de Gibbon (alto para su época, escaso en la actualidad), pues modeló la caída del Imperio Romano a imagen y semejanza de la percepción que los ilustrados británicos tenían de la decadencia de su propio imperio, y es esa operación cultural la que convirtió el concepto de decadencia imperial en un topos cultural que alimenta las palabras de Pedraz. La genialidad de Gibbon radica precisamente en ello: la convenida decadencia del Imperio romano remitía a la convenida decadencia del Imperio Británico, como ahora remite a la convenida decadencia de nuestro sistema político y económico.
Es tan evidente que estamos ante un problema moral que la defensora del pueblo (¡?) Soledad Becerril no ha podido ni querido agachar la cabeza y callar, como obligaba la nobleza, y ha manifestado “que muchos de esos políticos a los que se refiere el juez se han jugado la vida y se la están jugando por su dedicación”. Recurrir a la abominación moral que supuso ETA como justificación de las abominaciones políticas, sociales, económicas y morales que se ejercen sobre los ciudadanos españoles a diario supone un intento… Hummmmm… ¡abominable!, de contradecir con una virtud moral los vicios morales que se intuyen tras las palabras de Pedraz.
Y, señora Becerril, las vidas que corren riesgo en la España de hoy no son, precisamente, las de los políticos.
2012-10-08 02:40
El concepto original de lo que tendría que haber sido el ombudsman, el defensor del pueblo, nunca se ha puesto en práctica realmente en España, empezando porque nunca ha tenido el poder real sobre la burocracia que el funcionamiento del puesto exigirìa.
Nunca ha sido más que un político más, con las mismas maneras, el mismo origen, los mismos tics, que los demás, aunque menos partidista en sus formas, por aquello del bien parecer.
Pero por lo visto los tiempos del bien parecer y de hacer el papel con verosimilitud ya han terminado. Ahora se cierran filas con los colegas y a lo de defender al pueblo que le den. que tampoco era tan en serio, era un cargo a dedo, de figurar y cobrar, como otro cualquiera.
Como el de “presidente de los españoles en el exterior”, digamos, aunque un poco menos cómico.