La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Si la crisis es tenaz, más lo son nuestros políticos. Acuciados por la presión social que les retrata como arribistas inútiles o como carismáticos descerebrados, todos ellos dan la impresión de haberse embarcado en una sucia volatta por atraer sobre si el galardón al hacedor más decidido, al que más decisiones toma. Si la reflexión filosófico-política occidental ha girado desde el inicio de la historia hasta ahora sobre el poder, el siglo XXI parece abocado a un cambio trascendente en esa reflexión: la nueva piedra clave de la filosofía política es la acción. Este cambio de perspectiva es una consecuencia de la centralidad de la economía en la reflexión política actual, o puede que, más concretamente, en la autonomía de la economía respecto del ámbito de las decisiones políticas. Ya saben, los mercados son autónomos respecto de cualquier acción de gobierno que no sea para profundizar en su desregulación, esto es, en su ingobernabilidad.
Un político de hoy en día es como un tiburón. No, no por su voracidad, sino porque si se está quieto, muere. Y una vez muerto civilmente, ni siquiera el intento de reparar el error pasando a un estado de hiperactividad permanente permite la resurrección. Zapatero es el ejemplo más reciente: su inacción durante el período 2008-2010 fue irreversible para su consideración pública como político. Otro ejemplo: en gran medida la buena fama del movimiento 15M radicó en su capacidad de acción (aunque se desarrollase sin objetivos definidos, ni, en buena medida, definibles), porque su esencia era que “había que hacer algo” ante la que se avecinaba.
Este imperativo intervencional, o actuacional, o como queramos llamarlo, conduce a un proceso de decisiones absurdas. Rajoy y sus gobiernos (el gobierno central y los autonómicos que controla) son un ejemplo de ello desde el primer día, que en algún caso es ya muy remoto, incluido el uso de un lenguaje propio de la Lingua Tertii Imperii: su reformismo es el signo lingüístico de la conciencia de que, si no se mueven, se mueren. Pero este Síndrome del Tiburón no sólo afecta a la derecha española y españolista, sino que contamina, de hecho, a cualquier político en ejercicio en España.
El último ejemplo es el caso Eurovegas y su réplica catalana, el Barcelona World. Comencemos por definir qué es una decisión absurda en el terreno económico y político con la ayuda de Christian Morel: una decisión absurda es el proceso mediante el cual un individuo o un grupo actua de manera persistente y radical contra el objetivo que persigue. Más concretamente, formaría parte del subgrupo “absurda por pérdida de sentido del objetivo”, cuando ese objetivo es incierto, está ausente, no es controlable o es inconsistente. Que la comunidad de Madrid actúe con diligencia para conseguir la instalación de un megacomplejo de juego en Alcorcón es una decisión absurda porque se fundamenta sobre un modelo de crecimiento económico (la construcción orientada al turismo y los parques temáticos) que ha demostrado sus limitaciones llevándonos, sin ir más lejos, al desastre para la economía y el empleo que vivimos en la actualidad.
El objetivo que se persigue con esta actuación es como mínimo incierto, porque no es controlable, y si hemos de juzgar por lo ocurrido en los últimos años, inconsistente, porque ese modelo de relanzamiento económico nos ha traído hasta estos lodos. Además, desde el punto de vista del establecimiento de la relación entre el objetivo y su realización hay errores tan evidentes que, si se tratase de un proyecto a presentar como trabajo de clase en una escuela de negocios, el cero patatero estaba asegurado: un ejemplo de ello es que uno de los objetivos que más se ha publicitado, el de la creación de 200.000 puestos de trabajo entre empleos directos e indirectos, es una afrenta al rigor que debiera presidir cualquier proyecto empresarial. Si el montante de puestos de trabajo del sector de la hostelería en Madrid es actualmente de 220.000 empleados, proponerse como objetivo duplicarlo es, simplemente, esa forma de fantasía que conocemos como wishful thinking o pensamiento ilusorio. Además, implica convertir el territorio de actuación en una isla alegal tanto para sus promotores como para sus clientes modificando la legislación vigente para establecer excepciones que sólo afectan a dicho territorio. Aunque, esperen, ¿no es esto lo que se hizo, de forma abierta o encubierta, durante los años de la burbuja inmobiliaria, gracias a la reforma de la ley del suelo de Aznar?
Barcelona World no se queda atrás. Otra vez la derecha (en este caso CiU) aquejada del Síndrome del Tiburón. Con agravantes: uno, los tintes de revancha con que el proyecto ha sido presentado. Otra vez, la sobreactuación, puesto que el inminente anuncio de la instalación de Eurovegas en Madrid supondría, por contraste, que una sombra de inacción se instalase sobre el gobierno de la Generalitat. Segundo, si Aguirre puede argumentar que un proyecto tal no se ha intentado hasta ahora, el gobierno catalán no tiene excusa: existe Port Aventura y, un poco más al sur, Terra Mítica, como paradigmas del fracaso de los parques temáticos como modelo de negocio. Uno no sabe muy bien si una decisión tan absurda como esta hay que encajarla en el submodelo de pérdida de sentido del objetivo, o de pérdida de sentido común del político al cargo. Ítem más: el socio principal del negocio es uno de los protagonistas de la especulación inmobiliaria que nos ha traído hasta aquí. Y fíjense que soy de los que cree que la experiencia del fracaso puede ayudar a las personas (especialmente al empresario) a mejorar sus futuros proyectos, pero lo que se pretende hacer es una majadería: ¿de quién ha sido la brillante idea de “recrear seis zonas del mundo: Europa, EEUU, Rusia, China, Brasil e India”? En un mundo global que tanto valora la autenticidad, los potenciales clientes con el suficiente poder adquisitivo preferirán una experiencia real en esas “zonas del mundo” (otra vez Lingua Tertii Imperii)a un parque temático ad hoc. Y los que no tengan ese poder adquisitivo y opten por su sustituto mendaz, poco negocio van a proporcionar. A no ser que el objetivo sea robarle clientes a Benidorm, pero no es eso lo que se dice.
El gobierno madrileño y el catalán suman, además, a su Síndrome del Tiburón, el Síndrome del puente sobre el río Kwai: combatientes heroicos construyendo con celo una obra para su enemigo. Las decisiones que hicieron posible la burbuja inmobiliaria impidieron la mucho más lenta construcción de una economía productiva real basada en la formación, la innovación y el desarrollo. Y esas decisiones se tomaron porque los Adelson y los Bañuelos de este mundo pusieron su dinero, y por tanto su poder, para que eso sucediese. El problema de nuestros políticos no es que sean mequetrefes, botarates o sandios. Es que no saben quién es el enemigo.