La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Algunos creemos que la reforma laboral que ha impuesto el gobierno persigue perpetuar el modelo productivo del Boom inmobiliario “en la pobreza”, como antaño “en la riqueza”: mano de obra barata con salarios bajos y despidos bajos.
¿Antes no era así? Se equivocan, antes era así, solo que a otra escala, y por otros procedimientos. Que un albañil especializado ganase entre dos mil y tres mil euros al mes era un salario bajo para la plusvalía que generaba su trabajo en un mercado inmobiliario burbujeante. Y un peón ecuatoriano no debía llegar a mileurista. ¿Que no había un despido tan barato? Me temo que, como en todo, solo acababan pagando por despidos improcedentes cuatro PIMES sin buenos abogados. Como insisten los economistas, estamos en pleno proceso de devaluación encubierto. O como diría Juan Roig, todos chinos.
Precisamente el tema es esa “devaluación interna” a la que se está sometiendo la economía española: trabajar más por menos, trabajar igual por mucho menos. La devaluación, como las mismas palabras de Juan Roig ponen de manifiesto, no consiste en que todos ganamos menos para que todos trabajemos, sino en la proletarización de la clase media, es decir en el aumento de la desigualdad social, en el aumento de la distancia entre ricos y pobres. La gente que manifiesta su opinión (y se manifiesta) contra la reforma laboral no son proletarios, obviamente, sino clases medias que temen convertirse en proletariado. Y tan malo es? Sí, lo es, porque el proletariado actual ha perdido su capacidad para autoregenerarse. Y esa pérdida del tejido social ha sido explicada mediante teorías encontradas. La, digamos, progresista, dice que la pérdida de buenos puestos de trabajo durante la década de los 70 socavó las comunidades y llevó al deterioro social. La conservadora dice que el estado del bienestar empujó a la gente a vivir sin trabajar (a dejar de ser chinos, diría Juan Roig). Y todavía hay una tercera: los neoconservadores creen que el abandono de las normas tradicionales de la burguesía llevó a la ruptura social, especialmente para quienes vivían en una situación frágil.
David Brooks apuntaba en el NYT hace semanas que estas explicaciones adolecen de un defecto común: su menosprecio por el conocimiento adquirido en las últimas cuatro décadas. Vamos, que la gente que las defiende aún hoy en día dejó de pensar en 1975, y que en realidad poco importa cual fue el origen del problema.
En primer lugar, no importa cómo se inició la desorganización social, porque una vez que se inicia, toma una dinámica propia. Las personas que crecen en comunidades desestructuradas como las nuestras en la actualidad tienen más probabilidades de llevar vidas rotas en la edad adulta, incrementando el desorden de una generación a otra.
En segundo lugar, no es cierto que la gente de los barrios degradados tenga valores incorrectos. Sus objetivos no son diferentes de todos los demás. Lo que ocurre es que carecen de capital social para adoptar esos valores.
Y en tercer lugar, aunque los individuos deban ser responsables de su comportamiento, el contexto social es más fuerte de lo que pensábamos. Si alguno de nosotros se hubiese criado en un barrio donde un tercio de los hombres abandonaron la escuela, estaríamos mucho peor, también. Pero, alto, ¿no es esa precisamente la tasa de abandono escolar en nuestro país?
Y es que en nuestro país circula la teoría que durante el Boom inmobiliario la tasa de abandono escolar se mantuvo alta por las facilidades de colocación en el mercado de trabajo de mano de obra sin cualificar, y que una vez se ha acabado jauja, esa cifra de abandono escolar retornará mágicamente a niveles aceptables, digamos, europeos. Pero se trata de una falacia: El cálculo egoista familiar dice que dos adultos buscando trabajo tienen menos posibilidades de conseguir alguno que dos adultos y dos jóvenes (o el padre autónomo que se lleva a su hijo a trabajar con él porque así puede que entre los dos consigan paliar las pérdidas…).
Pero incluso esa explicación es insuficiente. La realmente trascendente es que una sociedad precarizada es una sociedad desestructurada en la que valores típicamente burgueses como la formación ceden el paso porque no se posee capital social para llevarlos a cabo; capital social como por ejemplo escuelas más dotadas que palien la desestructuración social y generen más capital social que rompa el círculo de la pobreza al que la reforma laboral aprobada por el gobierno pretende someternos.