La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
La columna semanal que Josep Maria de Sagarra mantuvo en la revista Mirador entre 1929 y 1935, bajo el título de L’aperitiu, es un modelo de escritura para el columnismo en internet. Como creo que no están traducidos al castellano, aquí les dejo una muestra de técnica narrativa sobre cómo contar algo aparentando que te importa una mierda, aunque es evidente que no lo es. Una fábula sobre las elecciones en las democracias burguesas: “Elecciones germánicas”.
Elecciones germánicas
En Alemania han votado treinta y tantos millones de personas, como quien dice la mitad de la población del país. Es un espectáculo de civismo y de conciencia política mareante. La gente izquierdosa y pacífica se sobresalta porque el señor Hitler se ha apuntado un tanto. Yo lo encuentro naturalísimo, pero mi intención no es precisamente la de hacer comentarios políticos. Lo que a mí me hace gracia es la seriedad electoral de los alemanes. Naturalmente que todas las chicas de veinte años para arriba votan como un solo hombre, y eso explica que el número de votantes sea tan grande. Un mes antes de las elecciones la propaganda electoral feminista toma unas dimensiones cósmicas. En los tés pésimos y magníficamente espectaculares de Unter den Linden y de Kurfürstendam las pastas, las tazas y las bandejas e incluso las lunas del té se convierten en trucos de atracción a favor de un comunista de cabellos rubios y de tics medulares. Aquellas brillantes tiendas en las que se ven embutidos de hígado de oca y de hígado de todas las especies zoológicas, incluso de obrero sin trabajo que muere de muerte natural, son, en época de elecciones, una especie de club untuoso, irrespirable, en el cual las ideas de más trascendencia hacen por clavarse en las mejillas de las cocineras berlinesas. Las chicas no se enamoran por deporte, sinó por finalidades exclusivamente políticas; no hay forma de yacer sobre la hierba del Tiergarten y comer tres naranjas artificiales con una chavala, hablando un poco de biología y del color de las medias de moda, si antes no comprometes tu voto por el partido de tu partenaire. Aquel desfile de mozas que se dedican a la pesca del que pasa a lo largo de Friedrichstrasse, olvidan la piel de conejo, el sombrero de guisantes hervidos y la pintura del labio, y emigran a las grandes cervecerías, en las cuales media docena de nudistas con sombrero de copa explican que en Rusia atan los perros con longanizas y encalan las paredes con cabello de ángel. El nacionalismo furioso empuja muy fuerte en el ramo de las señoras que han tenido más de doce hijos y que pesan ciento cincuenta quilos. Son afectadas por los partidos más reaccionarios todas las damas que hacen trabajos de circo, especialmente las domadoras de pulgas, las adiestradoras de perros y de cebras, y las que están media hora en el trapecio enganchadas por los dientes. Quienes no han visto unas elecciones en Alemania no se puede hacer cargo de lo que esto representa, ni de como las mujeres crecen y se multiplican ante los maridos y los amantes.
Yo recuerdo que hace diez años vivia en Berlín y me encontré con uno de estos importantes acontecimientos políticos; las barberías, las manicuras, las floristas, los vendedores de postales pornográficas y todos los capitalistas eran judíos. El amo de la casa donde yo vivía era el más judío de todos; yo soy un partidario del semitismo, y creo que entre esta gente existe lo más fuerte y lo más espiritual del mundo, pero el personaje al cual yo pagava quinientos marcos al mes por tres habitaciones que no volveré a ver en mi vida era el Shylok más de comedia que alguien se pueda imaginar. En el momento electoral, aunque mi obligación enterarme un poco de lo que pasaba, yo vivía completamente distraído y tanto me daba que ganaran los unos como los otros. Los carteles de propaganda con grandes muñecos expresionistas y con unas letras de diabólica negrura me daban un poco de mareo, me los encontraba por todos lados y no podia comer una costilla de cerdo con una relativa tranquilidad.
Procuraba evitar a la gente, y me pasaba las horas muertas en el Zoo mirando las diferentes especies de canguros, y un oso muy amigo mío, que se había vuelto loco por falta de alimentos adecuados.
A pesar de ello no me pude sustraer a las emociones políticas, gracias a una criada que tenía el famoso judío y que me hacía mi servicio doméstico. Esta buena chica, tres días antes de las elecciones, estaba completamente fuera de si y, si yo escribía en mi habitación, venía a estorbarme quieras o no, cargada de paquetes de prensa, de listas absurdas y de cálculos maquiavélicos que ella misma escribía a máquina, los ratos en que el amo se iba, con un gran sombrero de copa, a comprar dos libras de higos secos y a contemplar las piernas de las chicas del barrio.
El día en el cual era cuestión de ir a votar, la criada me compareció a las ocho de la mañana con un líquido al que llamaban café con leche, una rebanada de pan negro y una pomada infernal disfrazada de confitura. Yo no he visto nunca una alegría tan grande como la que aquella chavala tenía en los ojos. Era el primer año que votaba, y me comunicó en secreto cual era la candidatura que ella había ayudado con su modesta cooperación. Resultaba que había votado al candidato del partido demócrata. Entonces este partido era el partido de los judíos y de las grandes firmas bancarias, el partido dignísimo del Berliner Tageblatt. Era naturalmente el partido al cual pertenecía el amo de la casa. Y lo curioso es que este buen señor había ofrecido a la criada un par de medias si votaba a los demócratas, y ella la había rechazado pomposamente diciendo que ella no vendía su voto, y que más bien era de convicciones comunistas; pero después, repensándoselo, vió que en conciencia tenía que votar a los demócratas, y así lo hizo, recomendándome un secreto absoluto, y que no lo supiera el amo.
Ante este ejemplo de honradez política se me rompió el corazón, e incluso estuve tentado de comprarle el par de medias, pero no lo hice, porque la chica era un poco primaria, y habría interpretado como una insinuación lo que en mi conciencia no era nada más que un homenaje desinteresado.
18 septiembre 1930