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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

Honorabilidad

Les supongo avisados sobre el veredicto del jurado en el llamado “caso de los trajes”, en que se juzgaba a Francisco Camps, expresidente de la Generalitat Valenciana, por cohecho impropio. Les supongo, incluso, avisados de, o al menos predispuestos a no dejarse sorprender por las innumerables muestras de zafiedad e inmoderación que el juzgado y su corte exhibieron, incluídos avisos de estilo mafioso, aunque en lugar de la cabeza de un caballo se tratase de un libro, o visitas al hotel donde se reunía el jurado.


No quiero decir con ello que no entienda el escándalo de unos, y la resignación de los otros, pero esperar que la justicia española –y si me apuran, la justicia tout court– resuelva los problemas que sus ciudadanos no estan dispuestos a resolver, esto es, que sea mejor de lo que ellos mismos son, es pedir peras al olmo. Las faltas de ortografía en el escrito absolutorio del jurado no son un escándalo, pues, sino un síntoma. En otros tiempos, que incluso los iletrados pudiesen impartir justicia nos habría parecido un avance, un signo de igualdad, y ahora es una vejación más a sumar a las innumerables que la progresía venimos sufriendo desde que el corto siglo XX dió paso a este larguísimo XXI. Y lo que nos queda.
En cualquier caso, nosotros, los progres, los que no podemos aceptar de ningún modo las tropelías de tanto corrupto y tanto corruptor, nos hemos tenido que agarrar al clavo ardiendo de la honorabilidad. No es delito, pero es inmoral. Deshonesto. Deshonrado. Sinvergüenza. Y cuanto quieran añadir. Y es una lástima, porque lo único que ponemos en evidencia es nuestro resentimiento y nuestra impotencia, nuestra incomprensión del mundo y (“honra sin barcos…”) nuestro conservadurismo.


La honorabilidad (el honor, ser honorable, la honra…) es un concepto que bajo nombres diferentes y formando parte de geometrías variables en lo social, era necesario en un mundo oral, en el que la información estaba restringida a la (débil) memoria de los hombres. La única posibilidad de establecer pactos, contratos, relaciones, era la fe en los demás. Alguien honorable era alguien de quien te podías fiar, porque la fama pública (el honor) así lo indicaba. Esa fama pública se basaba en una restricción de la información debida a las limitaciones de circulación de la información y a la posibilidad de que pudiese ser ocultada (a la posibilidad de que existiese el secreto).


En el mundo de la hiperinformación, ser honesto no es que no tenga valor, es que no tiene sentido. La fama pública hoy en día no se fundamenta sobre una restricción y selección de la información, sino sobre su difusión urbi et orbe, sobre la ausencia absoluta de secretos (y no debería sorprendernos si nos parecen bien cosas como Wikileaks, o como las mismas escuchas telefónicas que nos permitieron conocer las andanzas de los “amiguitos del alma” de Camps…). En estas condiciones, la fe en el otro ya no es posible. O se sabe o no se sabe, pero no hay fe. Cosas de la secularización que tanto defendemos. Que Camps y compañia sean creyentes no es una jugarreta del destino, ni una contradicción del sistema: es pura resistencia al mismo. Camps reclamando su honorabilidad es una llamada a la rebeldía contra la modernidad y sus consecuencias.


Por tanto deberíamos estar atentos a nuestras propias críticas a dicha modernidad, en el sentido de que la denuncia de sus excesos no signifique necesariamente una vuelta al pasado, porque esa vía de resistencia la recorremos con la derecha.


El problema con Camps no es moral. Es político. No supo hacer su trabajo. No supo guardar cuando había para cuando no hubiera. Él, tan creyente, no recordó el sueño del Faraón. Él, que creyó ser Moisés dirigiendo su pueblo hasta la tierra prometida, acabó siendo el Faraón que arruinó un reino de leyenda.

Josep Izquierdo | 27 de enero de 2012

Comentarios

  1. francisco javier
    2012-01-29 00:18

    Otra vez tengo que disentir de su opinión.
    Su progresia auto nombrada, es la culpable de esas faltas de ortografia, su progresia y la de otros es la culpable de una Sociedad en la que todo vale para ganar dinero, su progresia y la de otros progres que identifican progresismo con izquierda, cultura con izquierda, lo social con la izquierda es la que ha creado todo esto y sobre todo esa laminadora del pensamiento que es lo políticamente correcto, la izquierda claro está, y así en vez de cultura creamos el culteratado y se puede decir, desde esa óptica (en un país donde mires donde mires solo ves ruina y la autonomía valenciana no es la peor) lanzar esa diatriba sobre la ruina que dejó.
    Afortunadamente para usted no vive en Andalucía, allí el baremo no se establece en tres trajes sino en 400.000€ de vellón, podríamos decir de pellón creador de la moneda para el trinque y el mangue (1 pellón=1 millón de pts)

  2. Paco Lejano
    2012-01-30 10:38

    Ya estamos con el manido y estúpido argumento del “y tú más”. El reinado del honorable amiguito te quiero un huevo tome aire y siga ha dejado una Comunidad Valenciana al borde de la bancarrota mientras esta gentuza construía obras faraónicas y se paseaba en Ferrari. Eso es independiente de si en Andalucia ha habido también hechos delictivos. Deseo que la justicia clarifique esos abusos políticos, aunque si va a ser como la de aquí, arrieritos somos.


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