La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Los lobos ni siquiera llegaron a disfrazarse de ovejas. No acudieron a la plaza, a cualquier plaza, con atuendos casual. Simplemente callaron. Fueron lobos silentes. Dejaron que una marea tranquila, casi una aqua alta, inundara el foro. Sabían bien que sería suficiente para que los mamuts acabaran atrapados en el barro, incapaces de desviarse del camino que sus mayores habían trazado durante generaciones. Los lobos son buenos estrategas: sabían que debían acabar primero con los mamuts si querían comerse los corderos, y que un ataque directo era demasiado peligroso. Cuando empezó a llover, un quince de mayo, vieron el cielo abierto donde otros preveían un huracán.
La lluvia, bendita lluvia, dejó a los mamuts paralizados. Quien intentó moverse, cayó de costado y fue incapaz de levantarse. Alguna mamut, que intentó tomar la iniciativa, que intentó dirigir el grupo hacia tierra firme, acabó sola, casi a salvo, llorando amargamente por la mucha memoria pero escasa inteligencia de su grupo.
Los corderos, hasta entonces protegidos por la mera presencia de los paquidermos, aunque más de uno pereciera aplastado por sus patas, e incluso muchos durante sus estampidas, quedaron al descubierto. Los primeros ataques no se hicieron esperar: en alguna plaza los lobos recibieron la ayuda de las hienas, que se quejaban de la escasa carroña disponible, para cerrar el cerco sobre los corderos, a la espera del ataque definitivo. Y en otra prefirieron desestabilizar al grupo mediante razzias veloces seguidas de retiradas no menos veloces, con el fin de inquietar al grupo suficientemente como para provocar su dispersión posterior y poder atacar a los corderos en su camino de regreso a casa.
Aún es pronto para moralejas, pero toda fábula merece una, aunque sea provisional. Algunos corderos se quejaron amargamente de que los lobos no reconocieran sus buenos servicios para acabar con el enemigo común. Un lobo bueno tan sólo acertó a balbucear una respuesta: “no hemos tenido elección: es nuestra naturaleza”.