La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Mi pequeño país (valenciano) merece un libro. Puede que ya no merezca otra cosa, puede que aquello que amé haya muerto ya, como mi padre, y puede que una y otra muerte merezcan ese libro. Ninguno ha sido escrito que dé cuenta cabal de tanta muerte, de tan largos años ya muertos y enterrados, habitando un frío invierno y un frio infierno, aherrojada en un lugar del que el divino excluyó toda esperanza, la cual queda a su puerta como dejaban sus ropas y sus recuerdos y su ser humanos los judíos a las puertas del campo. Lástima que ya no estén Kafka, Bernhard o Sebald entre nosotros para pedirles ese inmenso favor.
Pero la realidad, aún muerta, sigue su curso, lo cual incluye elecciones en mayo. Es curioso, como en un lugar eterno pueden todavía acelerarse los tormentos, devenir más odiosos, más lacerantes, más amargos. En un acto preelectoral el martes pasado, el presidente infernal no dudó en declarar que “nunca esta comunidad ha estado tan bien gestionada”, afirmación que sólo puede ser verdad si el objetivo de tal gestión es su ruina, casi diría su inmolación. Un acto en el que el fuego eterno que salía de sus bocas alimentaba las calderas en que ardemos: don’t stop, era el lema del vídeo que se utilizó para alabar su gestión. ¿Y por qué en inglés?, se preguntaran ustedes. ¿Porque, pobres diablillos, en el fondo son así de cursis? Seguro, pero siempre hay algo más, siempre hay un contexto que debemos utilizar en la interpretación: la existencia de una lengua propia que ya no les sirve ni para disimular su rabo puntiagudo y sus cuernecillos de becerro dorado. Dos de los alcaldes intervinientes tuvieron la osadía de utilizarla, y ambos pidieron perdón a su auditorio por hacerlo, y acabaron acallados por la horda abismal. Ya se sabe que en el infierno no cabe gilipolleces como la diversidad o la diferencia, ni fruslerías como los derechos individuales.
La esperanza se me quedó en algún tránsito aeroportuario —Londres, tal vez, o Buenos Aires—, y ya sólo llevo conmigo la que olvidé en un bolsillo: que aún pueda leer el libro que nos retrate, y que merezca ser leído, en su sentido kafkiano:
“Creo que deberíamos leer solamente aquellos libros que nos apuñalan y nos lastiman. Si el libro que leemos no nos despierta con un golpe en la cabeza, ¿para qué lo leemos? (…) Necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos hagan sentir dolor, como la muerte de alguien que amábamos más que a nosotros mismos, como ser exiliados a un bosque que esté lejos del mundo, como un suicidio. Un libro tiene que ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro nuestro.”
Puede que sólo un libro así nos haga justícia, al menos, ya que en el infierno no cabe la redención.