La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Hay querellas que definen una época. En realidad son como architextos o géneros en un sentido sociológico, que engloban en ellas las pequeñas querellas más, digamos, cotidianas, como si vale más el clérigo o el caballero o si la ley Sinde es buena o mala. La Querelle des anciens et des modernes –en breve, si la perfección estética y ética fue alcanzada por los antiguos y el resto es plagio, o si cabe poner en cuestión su belleza y sabiduría a favor de lo nuevo– era el epítome y la sustancia misma del antiguo régimen, pues resumía en ella y simbolizaba los principios básicos, y por tanto las polémicas básicas, de dicha sociedad, como la tradición, la autoridad y el patriarcado. Bueno, no del todo: aún hoy reaparece de cuando en cuando, en algún caso con fuerza retórica notable (el Fumaroli de Paris-New York et retour), pero ya sin capacidad para ordenar el mundo a su alrededor: puro flatus vocis.
La Querelle sobre el carácter absoluto o relativo de la verdad fue su sustituto, y dominó el panorama intelectual a lo largo de los siglos XIX y XX, con el advenimiento de la ciencia empírica como nuevo dios del universo mundo. A su alrededor, la ciencia, la democracia y el mercado. Tampoco es extraño que esta nueva querella se agudizara durante la segunda mitad del siglo XX, coincidiendo y en parte identificándose con la gran divisoria filosófica entre los analíticos y los continentales; con las polémicas públicas en torno a Derrida y Foucault, por ejemplo, o sobre Deleuze, o sobre el constructivismo y sus implicaciones, el relativismo, el multiculturalismo… Lean, si no, el artículo de John Searle en el último número de Revista de Libros, y acompáñenlo con el último resabio de la polémica suscitada por Sokal sobre la cientificidad de la deconstrucción. Este auge terminal ya sucedió con la de los anciens, cuya últimas muestras vigorosas (especialmente Jonathan Swift) se dieron durante el terminal siglo XVIII. Y no digo que las de Searle y Sokal lo sean. A mí no me lo parecen, pero seguro que alguna muestra poderosa dará la polémica todavía.
No sé qué nueva querella las sustituirá durante el nuevo siglo: algo retendrá de las anteriores, sin duda. ¿Tal vez una sobre la posibilidad o la imposibilidad de resistir al capitalismo? Y en relación con ella, ¿internet debe ser el problema o la solución? O tal vez adquiera una forma más literaria, y reinventemos la querelle originaria bajo la forma de si la tecnologia nos convierte en sabios o en idiotas, o dicho más finamente, si está cambiando nuestra estructura mental. Esta última, por cierto, ya hace tiempo que circula por nuestras redes.
En cualquier caso, y en todas ellas, siempre habrá quien no haya entendido nada (qué són dichas polémicas sino el eterno retorno de lo viejo, formas sutiles de piedad y consuelo), y se ampare en ellas para ponerse en evidencia. La muy reciente entre Javier Cercas y Arcadi Espada sobre si cabe la ficción entretejida con la realidad en un supuesto medio objetivo, como la prensa escrita, es una buena muestra de ello. Uno, porque la defiende como si acabara de descubrir el santo grial. La prensa escrita opera sobre el principio de selección de la realidad, lo cual es, en si mismo, crear una ficción. Nihil novum, pues. El otro, porque la deplora hasta el punto de abrazarla (una de las características de las querellas es que los defensores de ambas posturas siempre acaban proporcionando armas al enemigo), y con ello ignora la esencia misma de toda construcción humana: que siempre, siempre, siempre conserva un rastro (una signatura, diría Agamben) de nuestra capacidad simbólica: esto es, de ficción.
Una polémica que remite, pues, a problemas que la sociedad ya ha resuelto: ganaron los modernos.