La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Este artículo ha sido publicado en catalán por la revista valenciana Eines: papers per al canvi social en su número de diciembre de 2010, dedicado al Levante feliz. Agradezco a su amable y atrevido equipo la invitación, y el refrescante entusiasmo que demuestran.
Les lieux meurent comme les hommes,
quoiqu’ils paraissent subsister.
Joseph Joubert
Los lugares mueren como los hombres,
aunque parecen subsistir.
Son muchos los que creen que las mayorías absolutas de la derecha valenciana certifican la muerte de una cierta idea de país, que la máxima de Joan Fuster “El País Valenciano será de izquierdas o no será” definía, y que ya era la destilación de la imposibilidad de una política valencianista comme il faut desde la derecha. No hay paliativos posibles: incluso con un sistema electoral proporcional, sus victorias habrían sido abrumadoras, y ni siquiera las numerosas evidencias cotidianas de manipulación informativa, despilfarro económico, fomento de la desigualdad social, prevaricación, corrupción, y de la financiación irregular del partido y de las campañas electorales, parece que hagan cambiar el voto de los valencianos.
Las explicaciones a este dato sociológico van desde el autoodio colectivo y la agresión quintacolumnista hasta la teoría del voto cautivo. Un ejemplo paradigmático del primero es un artículo reciente de Joan Francesc Mira, “No comprenen. O sí” (El Temps 21/09/10): desde la exquisitez elitista de un Ignacio Villalonga que dice “las gentes no comprenden la necesidad de Partidos exclusivamente valencianistas "(quizás, en 1933, la gente no la comprendía porque no tenía necesidades exclusivamente valencianas…), hasta el quintacolumnismo españolista de la derecha. "Un sector bien visible y dominante de la derecha", dice Mira, abonando la idea de la infiltración complotista: como si no pudiera o no quisiera creer que lo que él mismo llama “la excrecencia del anticatalanismo y las pequeñas mafias” es, en realidad, la sustancia de la derecha valenciana. La ensalada es sazonada con una variación sobre el "pueblo muelle" del Conde-Duque interiorizada en la pluma de Juan Antonio Mayans, cuadrando un círculo que va del odio al autoodio: “los valencianos saben arruinarse a sí y a sus cosas primorosamente.” Las teorías del voto cautivo y clientelar tienen más éxito entre la izquierda no valencianista, y hay que reconocer que la existencia de un Carlos Fabra (“Yo no sé la cantidad de gente que habré colocada en 12 años…”) y de aprendices de Fabra como Rus y Ripoll, por citar solo a los presidentes de las tres diputaciones valencianas, no ayudan a ver la trampa escondida detrás de una explicación que culpabiliza a los votantes por encontrar en el patronazgo y la corrupción cotidianas (que van desde un puesto de trabajo a la aceleración de una intervención médica) la solución a los problemas que el sistema no les proporciona.
Cabe destacar que todas las explicaciones sobre el voto de los valencianos obvian dos cuestiones: los cambios sociales que se han producido durante la historia reciente y la percepción que de estos cambios ha cuajado en la memoria de los valencianos, y la influencia del proceso mundial hacia la globalización económica, pero sobre todo informativa y simbólica, sobre la sociedad valenciana —ya que el ‘mal valenciano’ es, en una medida nada desdeñable, una rama del ‘mal global’. Será necesario que dejemos este último tema para otra ocasión, al menos por cuestiones de espacio, y nos centramos en el primero.
Comencemos por un hito historiográfico que nos hará de límite. Nosaltres els valencians (Nosotros los valencianos), de Joan Fuster, dibuja el mapa de una etapa sociológica intermedia de la sociedad valenciana, pero falta un factor fundamental para entender los cambios durante la segunda mitad del siglo XX : las vicisitudes de la clase trabajadora y el movimiento obrero. Sirve para entender mejor la Valencia hasta los años cincuenta, pero esa Valencia comienza a morir, ausiasmarquianamente, a lo largo de los años sesenta. Con el “desarrollismo” como teoría y la eclosión del turismo y la industria como motor de la economía y los subsiguientes transvases de población en España, muere una Valencia, la de La barraca y Cañas y barro, la Valencia minifundista descrita como problema por Fuster, la Valencia fundamentada sobre una economía primaria donde los labradores asalariados o arrendatarios o “de los pueblos”, esto es, de secano, son los excluidos, los “otros”, y nace otra donde los excluidos son los recién llegados, los inmigrantes del resto de España. La actitud xenófoba hacia los “andaluces” recién llegados durante los 60 y los 70 escondía, como suele ser frecuente, una actitud ambivalente, ya que sólo su llegada había hecho posible el desclasamiento de los excluidos y los derrotados.
Este ascenso social, al menos relativo desde el momento en que hay alguien más abajo, adquiere el carácter de hito fundacional porque es la sublimación de una derrota previa, en la Guerra Civil (la derrota de los valencianos pero fundamentalmente la derrota de los trabajadores valencianos), y porque supone el abandono de la actividad agraria que había dado identidad (y sentido) a nuestra memoria histórica para acceder a nuevas actividades económicas que les permitirán mantenerse “integrados”, no excluidos. Es bien significativo que la trayectoria familiar y vital de algunos de los dirigentes y patrones más destacados de la derecha valenciana respondan a este patrón que los lleva de la periferia rural a la ciudad: Francisco Camps, desde Borbotó, Cotino, desde Xirivella, Silvestre Senent, desde Massamagrell, los Lladró desde Almàssera, los Roig desde La Pobla de Farnals…
La transformación de la clase baja del pueblo en asalariados industriales o de servicios, pero, más significativamente, en pequeños propietarios, normalmente marginales a la centralización de la economía agraria en el pueblo y sus alrededores, como por ejemplo los marjales al borde de las playas, hace que sus formas de vida y sus recursos cambien con el desarrollismo y el turismo (de repente su tierra prácticamente yerma tiene valor, inmobiliario claro), y con la mejora económica ocurre el giro en la autoperspectiva : el agrarismo valenciano profundamente tradicionalista en términos políticos y sociales (de los cuales el humor y el desparpajo erótico-festivo, e incluso la mayoría de los rasgos anticlericales, son sólo una vía de escape, la válvula que deja salir el exceso de presión de la caldera), se convierte, con su desaparición, en el “fantasma” que hay que reencarnar. Este cambio que se había producido en la ciudad de Valencia durante la segunda mitad de los años 20, y del que la eclosión de las fallas como fiesta de “toda” la ciudad era un síntoma, se refuerza con el giro económico de los antiguos desclasados durante los 70 y los 80: desde ese momento, la integración en la sociedad valenciana de los recién llegados, su desclasamiento hacia arriba, pasa por “encarnar el fantasma”, razón por la cual el mundo de las fallas es un mundo hispanohablante con una base mayoritaria de valencianos de segunda o tercera generación. Habría que documentar la correlación entre la extensión del mundo de las fallas, y sus consiguientes casales falleros, por poblaciones que le eran ajenas desde principios de los 80 y la pérdida del poder por los socialistas a finales de los 80 en la ciudad y principios de los 90 en todo el País, acentuado por la pérdida industrial y el predominio de los servicios en la actividad económica valenciana a raíz de la crisis de los 80, que facilita el proceso.
El valencianismo fallero y sus fantasías sobre el pasado de los valencianos, una vez limadas sus aristas (como la xenofobia que expresa el dicho popular “de fora vindran que de casa ens trauran” —de fuera vendrán que de casa nos sacarán—, y la cuestión lingüística, que es neutralizada con la creación del Acadèmia Valenciana de la Llengua: su ambigüedad constitucional, institucional e incluso propiamente lingüística permite desactivar el problema en la medida que permite decir una cosa y la contraria sin mala conciencia), se convierte en un lugar de encuentro espirituales para los “integrados” y los que aspiran a serlo: embellecer el pasado de los desclasados pero también señalar ese mismo pasado como “el otro”, lo que nos permite actualizar el deseo ferviente de no volver: de no ser, ya nunca más, el labrador moralmente detestable, el asalariado socialmente excluido. Esa integración se produce bajo el esquema social del patronazgo: la vida interior de la sociedad fallera está sutilmente gobernada por una mezcla entre las posibilidades económicas de cada uno (que implica un reconocimiento implícito de la precedencia del dinero como mecanismo de poder) y la ambición social (que hace que los menos afortunados le destinen sus recursos para ascender en la escala social, lo que implica un remanente de movilidad que permite la retroalimentación como espacio de representación social del mundo fallero). En este sentido los casales falleros son comunidades que aportan fluidez al sistema. Y la contaminación por este esquema de funcionamiento de cualquier asociación destinada a la integración social con la excusa de la representación del pasado, de la encarnación del “fantasma”. Los inmigrantes de segunda y tercera generación se identifican con la imagen de que “Valencia es la tierra de las flores, de la luz y del amor” porque es la imagen adecuada para una tierra de promisión, el paraíso terrenal donde habitan ahora y que marca la distancia respecto de sus orígenes geográficos y sociales. Los casales falleros son el crisol donde se mezcla esta nueva Valencia, pero no son la causa, sino el síntoma.
El espejismo de la izquierda en estos momentos está formado por una serie de datos sociológicos mal interpretados, o interpretados pro domo sin fundamento: supone creer que alguien es de izquierdas porque ya no va a misa si no es como ritual de proyección social, porque utiliza anticonceptivos, porque aborta o porque tolera las minorías (eso sí, ma non troppo). Supone creer que una parte del persistente 40% de la población que en las encuestas se declara de centro-derecha es recuperable para la izquierda, que sólo son “ovejas perdidas” que esperan al buen pastor. En el reclamo de Mira por una derecha “civil” está la constatación, tal vez inconsciente, que los valencianohablantes votan al PP porque les proporciona un sentido de pertenencia y de comunidad que nadie más les sabe dar.
La corrupción económico-política no afecta a los votantes porque la corrupción (i.e. el patronazgo) es uno de los modos de la vida social cotidiana: el hegemónico, porque el sistema no funciona para subvenir a sus necesidades, y ya se encarga la derecha de que no funcione, y que haya que utilizar los atajos para conseguir lo que quieres. El patronazgo es un sistema que funciona porque el patrón está cerca, y sientes que perteneces a la comunidad porque lo conoces y puedes hablar con él, y explicarle claramente, con tus palabras, lo que quieres. En un sistema de patronazgo estás dentro, le perteneces: sólo estás fuera si te rebelas; mientras que en el sistema burocrático característico del siglo XX todo es ajeno, todo es más abstracto, el funcionario mira más por hacerse más fácil el trabajo y no por resolverte el problema porque tu voto no le afecta. La paradoja radica en que la izquierda (en los EEUU primero, y luego en Europa) propugna desde los años 60, y aún ahora, la destrucción de las grandes burocracias, públicas y privadas, para crear comunidad.
Y el PP ha hecho lo que nadie esperaba: ha creado comunidad. Quizás no es la que nos gustaría, o la mejor, pero las comunidades son así: predomina el patronazgo por razones económicas o de carisma por encima del mérito, el contacto personal por encima de la burocracia, la justicia comunal por encima de la separación de poderes (todas las declinaciones posibles de “los votos me absolverán”), la fuerza de la mayoría sobre el derecho de las minorías. Son conservadoras, tradicionalistas, y están obsesionada por el control interno y externo. La derecha adoptó la hoja de ruta de la izquierda de los años 60 y trabaja con las consecuencias indeseadas, o no previstas, que conllevaba ese ideal. Rafael Blasco, que lo vivió desde la izquierda, les ha bien aleccionado a todos, y la población de nuestro territorio ha interiorizado que la Valencia moderna, el Levante Feliz, será de derechas, o no será.
2011-01-08 15:21
Los ultimos parrafos sobre la izquierda me han parecido magnificos y lucidos. Enhorabuena.
No descarte tampoco la explicacion del votante que piensa: “Si yo estuviera ahi, haria lo mismo”.
2011-01-09 17:13
Magnífico análisis, Pep. Sólo me temo que, con matices más o menos importantes, el perfil que dibujas es extrapolable a todo el resto del territorio español.
Saludos