La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Hay algo profundamente turbador en la prohibición de las corridas de toros en Catalunya, y en las reacciones que ha suscitado. En primer lugar, está la discusión filosófica de si las leyes deben seguir a los hombres o los hombres a las leyes; en segundo, si los animales son sujetos de derecho, y cuales; en tercero, los fundamentos de cualquier identidad nacional; y en cuarto lugar, el papel de las emociones en la política y en la vida pública. Las tres primeras me parecen la encarnación del aburrimiento perfecto, al punto que me entran ganas de gritar “¡son las emociones, estúpido!” Así que vamos con la cuarta.
La iniciativa se encuadra a la perfección en el panorama político de las democracias occidentales en el siglo XXI, después del período de transición que supuso la caída del muro de Berlín (la década de los 90). Sociedades que viven en el stress del quintacolumnismo (enemigo interior o exterior, o más bien a la vez interior y exterior, que nos devolvería a un estado de barbarie pre-civilizatorio) y de la clausura en un modelo económico y social que no deja de ser reconocido como “bárbaro” (natural en la medida que supuestamente responde a la naturaleza humana; salvaje en la medida que se identifica con el darwinismo social) y como impredecible, puesto que al tiempo permite la ilusión del libre albedrío, del self-made man. Estas sociedades estresadas responden con rapidez y con avidez ante los estímulos (recuérdense, como ejemplos palmarios, las reacciones populares ante el 11S, el 11M y el 7J) a la búsqueda de una estabilidad que conjure el pánico colectivo atávico a que la civilización desaparezca frente a la barbarie. Esa ansiedad, como en la época victoriana, se ha vuelto de nuevo familiar.
¿De qué otro modo puede entenderse el efecto epidémico de la prohibición del burka en lugares públicos, o del hiyab en las escuelas? Que la mayoria de las prohibiciones decretadas por ayuntamientos españoles se hayan producido en Catalunya no me parece casual. Es una sobrereacción a un problema que no es probable que se dé, y en la mayoria de casos ni siquiera posible. También es una venganza: supone ceder a la intransigencia sin luchar en cuanto tememos que nuestros valores civilizatorios puedan ser asaltados. La prohibición de las corridas de toros en Catalunya tiene los dos componentes: sobrereacción (la tauromaquia en general murió con Joaquín Vidal, su último propagandista digno de tal título; y en Catalunya, en particular, era meramente testimonial); y venganza, en donde el nuevo Estatut se percibe como un elemento civilizatorio (en la medida en que para su elaboración y promulgación se han seguido todos los preceptos democráticos que establecían las leyes) y su mutilación por el constitucional como un acto de agresión que hay que vengar mediante la prohibición de la “barbarie” del oponente. Estos son síntomas importantes de estrés en la sociedad catalana, aunque en todas partes cuecen habas: a destacar la reacción de la prensa nacional ante la decisión de les Corts, y la de algunos escritores como Savater agitando el fantasma del Santo Oficio, que podría haber sido tomado como bandera también por quienes han visto en la persecución del PP y otros al Estatut un regüeldo atávico de orgullo y envidia.
A todos ellos cabría recordarles que, como dice Terry Eagleton, la civilización humana es, entre otras cosas puede que más bonitas, una forma elevada, o sublimada, de violencia y agresión, como cualquier análisis, incluso superficial, de la época victoriana puede demostrar. Como se han esforzado por demostrar disciplinas y saberes como la antropología, la etnología, la sociología, la psicología y la psiquiatría (que incluso derivó de ello un método particular, el psicoanálisis), por mencionar sólo unos cuantos.
Lo cual nos lleva al último argumento. En las sociedades estresadas lo primero que muere es el diálogo, porque implica no ver al otro como bárbaro desrazonado, sino como sujeto con libre albedrío, algo que estas mismas sociedades se niegan incluso a ellas mismas. ¿No hay esperanza en el infierno, pues? Puede que si dejamos de hablar en términos de esperanza (es decir, de valores) y de infierno (es decir, de absolutos metafísicos como la nación y el estado, o la civilización y la barbarie) empecemos a andar un camino interesante.