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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

Política y moral

Aunque mi artículo de la semana pasada fuese un artículo de circunstancias, pretendía ilustrar con una cita de Niklas Luhmann alguna de mis preocupaciones en torno al funcionamiento de las reglas de juego de la democracia, entre las cuales no es la menor el modo inconsciente a través del cual las democracias occidentales se deslizan hacia modelos populistas, como el lector asiduo sabe. Puede que me exprese mal. Puede que la expresión no sea “se deslizan”, que presupone un modo previo de funcionamiento estable no populista, una especie de edad dorada de la que hemos descendido hasta los lodazales actuales. No es esa mi intención, ni, creo, la secuencia histórica de la democracia ni, tampoco, la secuencia histórica de la moralidad social que, creo, está en la base del problema.

Hay un consenso sociológico moderno en torno al hecho de que la moralidad ha desaparecido de la estructura social de nuestras sociedades. Entendamos moralidad, con Thomas Luckmann, como “un grupo de nociones razonablemente coherentes de lo que está bien y lo que está mal, nociones de la vida buena que guían la acción humana más allá de la gratificación inmediata de los deseos y las exigencias momentáneas de una situación. Dichas nociones, como todas las nociones, las mantienen los individuos, pero no se originan en el individuo. Están construidas intersubjetivamente en la interacción comunicativa, y están seleccionadas, mantenidas y transmitidas en procesos sociales complejos. A lo largo de generaciones llegan a formar tradiciones históricas distinguidas en las que se articula una particular visión de la vida buena. Esto significa que algunos conceptos de lo que está bien y lo que está mal están canonizados, y otros, censurados. Una vez que se haya trazado el camino para llegar a ese ideal, se han establecido las bases del orden moral de una sociedad. El seguir ese camino se define como el ideal de la vida, y el ideal sirve como norma en la organización de la vida colectiva. Cuando se castigan sistemáticamente las desviaciones graves de la norma, es cuando el orden moral de la sociedad se establece por completo.” Los procesos sociales complejos a través de los cuales las nociones morales son seleccionadas, mantenidas y transmitidas han requerido en el pasado la justificación de un universo trascendente. Como tal moralización fundamentada trascendentemente, que se propagaba a través de procesos de comunicación moral directa, tipo sermones, catecismos, o asignaturas escolares como Formación del Espíritu Nacional, o Educación para la Ciudadanía, parecía haber desaparecido de nuestras sociedades hasta tiempos recientes, substituida por una especie de consenso en torno a la existencia de “moralidades”, plurales, que contendían entre sí a través de procesos comunicativos de moralización indirecta en donde la alabanza o la queja fundamentada moralmente, las expresiones morales en forma de acusaciones o de procesos de indignación social eran substituidos por un estilo indirecto de moralización que trasuda en el lenguaje en forma de lítotes, preguntas retóricas, formulaciones causales, construcciones irónicas…

He incluido Educación para la Ciudadanía entre las moralidades fundamentadas trascendentemente porque su formulación presupone que hay una sola moralidad posible para la fundamentación del estado en el buen comportamiento de sus ciudadanos, un estado (entiéndase sociedad, si se quiere) que como tal está por encima de la suma de sus partes, es decir de sus individuos, y que los trasciende, y porque ejemplifica que la aspiración a una sola moral social no es patrimonio de la derecha o de la izquierda.

Mi posición, ça va de soi, es que la esencia de la democracia es (bueno, debería ser) una negociación continua entre moralidades que situase la canonización y la censura de conceptos morales sobre la vida buena bajo mínimos, y en cualquier caso que dicha negociación se estableciese mediante preceptos legales que permitiesen la convivencia en el ámbito privado de dicha pluralidad de morales: esto significa, por ejemplo, que es preferible una ley del aborto que, ante la duda moral que suscita, permitiese la posibilidad de actuar en conciencia y libremente al mayor número posible de ciudadanos. A quienes quieren tener la posibilidad de abortar, y a quienes no lo harían jamás.

Y que castigasen gravemente a quien intentase impedir dicha posibilidad, lo cual no significa que me sienta incómodo con los llamados “delitos de opinión” del tipo apología de la violencia, puesto que atenta contra la esencia misma de la democracia y de cualquier vida buena, expresable mediante la semiirónica expresión “vamos a llevarnos bieeen…”

Ergo, ni les cuento lo que me parece la barbaridad que el Vicepresidente y Consejero de la Generalitat Valenciana, exdirector general de la policía, y católico de pro le soltó el otro día en el Parlament valenciano a una diputada de IU: “Tendría vergüenza si fuera padre, de tener una hija como ésta, pero como probablemente ella no lo conozca…”. Moralización directa, directísima, a pesar del rodeo fraseológico que utilizó: hija de puta. Pero mira por dónde Clio es una musa a quien de cuando en cuando le remuerde la conciencia, y resulta que la diputada tuvo que llevar durante once años los apellidos de su madre porque la España en que inició su actividad política don Juan Cotino no aceptaba el divorcio como una posibilidad básica de toda vida buena, en la medida en que una ley del divorcio permite el acceso a dicha vida buena tanto a quienes lo precisen como a quienes no.

Ustedes recordarán la extensa cita de la semana pasada, de la cual recupero la parte final: “Y si, en último término, todo gira en torno a quién gobierna y quién se opone, ¿acaso podemos esperar o incluso presumir que la comunicación política se conducirá ajena a consideraciones morales?”.

Josep Izquierdo | 26 de febrero de 2010

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