La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Hávamál, estrofa 44
En Valencia el estado de derecho y, con él, la democracia, se han convertido en enfermos terminales. No han muerto todavía, pero han dejado de ser las categorías que organizan y estructuran la vida social de nuestra comunidad. En su lugar, han renacido las viejas formas de estructuración social basadas en una economía simbólica en la cual el comercio y el intercambio de riqueza sólo es la forma particular de un acuerdo más general y permanente basado en el intercambio de regalos y el patronazgo, dos mecanismos de relación social con el poder abiertamente antidemocráticas.
El affaire Camps, esto es, el hecho de que Francisco Camps, President de la Generalitat Valenciana, aceptara en secreto regalos de particulares, está provocando no poca perplejidad en los medios escritos. Aunque ésta no se manifieste explícitamente, subyace a todos los análisis y comentarios que he leído hasta el momento. ¿Cómo es posible que un político de su relevancia institucional aceptase regalos de tan escasa cuantía a cambio de los millonarios contratos que el lobby podía obtener con sólo mencionar su estrecha relación y amistad? Buena parte de la defensa que desde el Partido Popular se hace de la actuación de Camps se basa en esa perplejidad que, en realidad, es la clave del asunto, en la medida en que sus consecuencias analíticas van más allá de las patologías de la democracia (corrupción, abuso de poder, prevaricación, cohecho…) y cuestionan el grado de implantación y de funcionamiento eficiente del mismo sistema democrático.
Empezaré por las patologías terminales del sistema democrático en la Comunidad Valenciana. Aquí el estado social y de derecho que proclama nuestra constitución es un “suelo”: una situación de base a partir de la cual cada uno busca su máximo nivel de beneficio dentro del sistema. Nada nuevo, me dirán ustedes: todo depende de si ese nivel común es más rico o más pobre, si proporciona más servicios para todos, o menos, si somos un estado del bienestar europeo o somos los USA. En el caso valenciano, no somos ni una cosa ni la otra, sino algo que ya existía antes, y para lo cual ni maldita falta que hace la democracia. Me explico: ese suelo de servicios proporcionados por el estado democrático es tan mínimo que su ausencia no supondría graves alteraciones del sistema. Sí, todos tenemos derecho a asistencia sanitaria (no gratuita, sino pagada con nuestros impuestos directos e indirectos), y nuestro médico de cabecera nos tratará el catarro o la gripe, la indigestión o la insolación, pero si queremos asistencia sanitaria de calidad y con la rapidez necesaria para que nuestra enfermedad no nos impida acceder al mercado laboral y social en condiciones competitivas, entonces necesitas dinero, o un patrón. El patrón es un mediador que agilizará las dilaciones temporales, elevará el nivel de asistencia sanitaria, o allanará cualquier obstáculo que pueda impedir una pronta y rápida recuperación de nuestra situación inicial como miembros sanos y productivos.
Pongamos un ejemplo real. Un ciudadano de profesión camionero se rompe los ligamentos de la rodilla durante un partido de futbito. La lesión le impide desarrollar su trabajo y, además, durante la baja médica cobra menos, en algunos casos mucho menos, de lo que cobraba cuando estaba en activo, puesto que, como norma no escrita, en este país las PYMEs sólo incorporan a la nómina un sueldo base mínimo que se complementa con horas extra y pluses de productividad que elevan el sueldo a niveles más dignos siempre y cuando puedas desarrollar tu trabajo, es decir, mientras no estés de baja. Así pues, estar de baja supone una reducción, en algunos casos drástica, de tu nivel de vida y de tu estatus social. En la sociedad valenciana (y española) existe un “otro” con el que compararse como desclasado, el inmigrante: su presencia hace más evidente la “caída” social del trabajador autóctono a poco que tenga problemas de salud o laborales.
El trabajador inicia, pues, su particular carrera hacia la salud y, con ella, hacia la recuperación de su estatus. El servicio de atención primaria inmoviliza su rodilla, y le da cita para una resonancia: dos meses. Tras la resonancia, una artroscopia para delimitar el daño y planificar la operación: seis meses. Tras la artroscopia, la visita al cirujano: otros seis meses. El cirujano fija la fecha de la operación: cuatro meses más. Tras la operación, la rehabilitación pertinente para que la rodilla vuelva a ser funcional y poder desarrollar, otra vez, su trabajo, mínimo seis meses. En total, dos años. Ése es el “suelo”: el grado cero de atención sanitaria en Valencia para cualquiera que no tenga un patrón. En el caso real que nos ocupa, el trabajador, de clase media-baja y tradición familiar de izquierdas, vive en un pueblo gobernado por el PP, pero como suele pasar en los pueblos, su amiga es amiga de la mujer del alcalde, y el trabajador coincide a veces con él en el parque con sus hijos. Durante uno de sus encuentros, el alcalde le ofrece “interesarse” por su posición en las listas de espera y agilizar los trámites, pidiéndole, eso sí, discreción, para que los necesitados de patronazgo no se agolpen a la puerta de su despacho. El resultado final de la gestión es que el proceso que hubiera tardado dos años en llevarse a término se reduce a la mitad. El beneficio para el trabajador es evidente pero, ¿qué ha ganado el alcalde? Gratitud, respeto, puede que votos, pero lo que es más importante aún: ha sido necesario. Sin él el sufrimiento físico y social del trabajador se hubiese prolongado más allá del límite que le permite mantener su estatus. Se ha convertido, a los ojos del trabajador, de su familia y de cuantos le aprecian y le quieren bien, en un patrón. Que el patrocinado no sea precisamente afín a su ideología es, precisamente, lo más interesante, y una de las razones que permiten entender el dominio electoral que ejerce el Partido Popular en el País Valenciano, pues el patronazgo funciona como un don, como un regalo, y la economía simbólica no sólo obliga a regalar, sino a aceptar el regalo y devolverlo. Quien no acepta el regalo insulta a quien regala; y quien no responde con otro regalo (el respeto, el reconocimiento o el voto al patrón, por ejemplo) se coloca en una situación social de desventaja, y por tanto en peligro de que, en el caso de que le suceda otra desgracia, ser definitivamente desclasado y pauperizado.
La petición de discreción es, en la práctica, uno de los detalles que caracterizan el sistema de patronazgo: su ocultación. O, mejor, dicho, su esencia como sospecha. Si el sistema de patronazgo fuese público y notorio, no funcionaría: el patrón estaría desbordado, u obligado a afrontar la malquerencia de los no-patrocinados, que a su vez podrían organizarse para reventar el sistema. Dicho de otro modo, la omertá es imprescindible para que el patrocinio funcione, y no en vano las organizaciones mafiosas italianas son el ejemplo perfecto de la pervivencia del sistema de patronazgo desde la alta edad media hasta nuestros días.
Expuesto así, el sistema de patronazgo como intercambio simbólico explica la escasa cuantía económica de los regalos recibidos por Francisco Camps, puesto que su esencia no es sólo el intercambio pecuniario, sino también “favores, almuerzos festivos, rituales, servicios militares, mujeres, niños, danzas, fiestas y mercados, en los cuales el comercio es sólo un momento y la circulación de las riquezas sólo una cara de un contrato, de un acuerdo más general y permanente”, como explicita Marcel Mauss, es decir, que su esencia es el poder.
Solo que, de ese modo, se sustrae el poder de los mecanismos democráticos que permiten la igualdad de oportunidades, incluso a ese punto de partida del estado liberal capitalista que es el progreso social en función del mérito, pues éste puede ser igualado o incluso superado por la acción de un patrón que, por ejemplo, proporcione a quien no lo merece o no ha trabajado lo suficiente por ello un contrato con la administración, un puesto de trabajo o una comisión de servicios, dinamitando por tanto los propios fundamentos económicos del sistema capitalista que los patrones valencianos dicen defender.
A nadie puede extrañar, por tanto, aunque muchos se han manifestado en ese sentido, la petición de Rita Barberá, alcaldesa de Valencia y coéquipier de Francisco Camps, de eliminar la figura legal del cohecho (“De los sobornos, cohechos y regalos que se hagan a los que ejercen algún empleo o cargo público”), tipificada en el código penal español desde 1822, durante el trienio liberal, y que buscaba establecer límites que impidieran a los detentadores del poder revertir su autoridad a una forma simple de dominio o servidumbre: en sus ansias por retornar a una sociedad pre-capitalista y pre-moderna, buscan la eliminación de las trabas legales que se lo impiden.
2009-07-11 05:03
Como superviviente no patrocinado de esa comunidad que describes, estoy de acuerdo en parte.
Existe otro patronazgo menos evidente que es aquel que reza que si el político se lleva seiscientos mil y yo me llevo seiscientos, los dos salimos ganando. La corrupción, a fuerza de costumbre, deviene normalidad.
Por otra parte, no creo que sea la única causa de la nulidad democrática. Mucho habría que hablar de la incultura generalizada, la ausencia de interés por lo público, y la nula responsabilidad individual que reina en este pedazo del estado.