La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Las recientes y contradictorias sentencias del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional sobre la candidatura de Iniciativa Internacionalista a las elecciones europeas son refrescantes y esperanzadoras. ¿Ambas?, se preguntarán ustedes. Pues, sí, ambas, tanto la que deniega el derecho de la candidatura a presentarse como la que, en última instancia, lo permite. Creo que ambos hechos, más que el contenido textual de ambas sentencias, permiten mantener vivo el debate sobre los límites de la acción, la palabra y el pensamiento en democracia, y en nuestra democracia.
La sentencia del tribunal Supremo que desautorizaba la presencia de Iniciativa Internacionalista en las elecciones volvía a poner sobre la sea los límites a la libertad de palabra y pensamiento. La ley de Partidos transita, con peligro para nuestra alma, por el filo de la navaja en buena medida porque los políticos, a derecha e izquierda, desconfían del sistema judicial para establecer esos límites, lo que les lleva a una sobreactuación legislativa, que se traducen en leyes de excepción cuando, si la justicia hiciese honor a su nombre, su llana presencia sería suficiente. Como ejemplo las amenazas, aunque palabras, son actos que se producen mediante la palabra, y por tanto son punibles como delito de amenazas. Negarse a decir algo (v.g. negarse a decir que no utilizarán la violencia como instrumento político), no es un acto, y por tanto no debería ser punible, ni motivo de exclusión de la comunidad política. Incluso la incitación al odio no me parece un delito, a no ser que, efectivamente, se haya cometido un delito, en cuyo caso sería un agravante, no un delito en sí mismo. Nuestra democracia, desde su fundación constitucional, ha rehuido el problema hasta el punto de crear una legislación asimétrica que permite proclamar a los cuatro vientos que la pederastia es un delito de menor gravedad que el aborto, o que si separamos sexualidad y procreación el delito de violación no tiene sentido. La apología del odio de género es meridiana, pero dudo que nadie encarcele a los cardenales Cañizares y Rouco, o a Mayor Oreja, por ese no-delito, ni que se les restrinja su participación en la vida pública. Y no me parece mal, si debo ser consecuente, pero espero que la próxima vez que un miembro de la iglesia católica cometa un delito de abusos, se le aplique el agravante de odio de género, y que se declare a la iglesia católica responsable subsidiaria del delito mediante la prueba palmaria de estas declaraciones.
Si la democracia no incluye a quienes la niegan, o a quienes la combaten mediante la palabra, no es más que una forma de autoritarismo consensual. Lo sé porque vivo en una comunidad autónoma que apuesta decididamente por esa forma de gobierno, que, naturalmente, no se reduce sólo a achicar el espacio democrático hasta que sólo quepamos nosotros (un nosotros siempre monológico y excluyente), sino en aquello que Berlusconi ha definido magníficamente tan lejos como ayer: Mussolini tenía los camisas negras, yo tengo bailarinas. Dejando de lado las bajas pulsiones que anidan en los oscuros recovecos cerebrales de Il cavaliere, hay que reconocerle su sinceridad: el autoritarismo consensual tiene como force de frappe el pan y circo mediático.
Afortunadamente, sentencias como la del Tribunal Constitucional, permitiendo a Iniciativa Internacionalista presentarse a las elecciones al Parlamento Europeo hace que pueda albergarse alguna esperanza de que la situación sea reversible, al tiempo que desnuda a más de uno. Empezando por la propia Iniciativa Internacionalista, demostrando un resentimiento inmune a cualquier acto de justicia propio de los movimientos autoritarios, ha presentado la sentencia del constitucional como un gol a la democracia (literal, incluso, en una cuña publicitaria), como un “les hemos engañado”. Ni siquiera se han tomado la molestia de elaborar ideológicamente la sentencia como un mecanismo de sinceridad mediática de la democracia española que intenta desactivar la sospecha mediática que anida en todo ciudadano. Y, por supuesto, también desnuda a quienes piden que “no se vote a…”, como UPD: la democracia contra alguien es sólo un viejo disfraz del autoritarismo consensual.