La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Como el lector bien sabe, Freud no forma parte de mi particular santoral, el psicoanálisis siempre me ha parecido una forma de adivinación, y de los psicoanalistas siempre espero que, al darse la vuelta, el otro rostro de Jano lleve un pañuelo gitanamente anudado a la cabeza, enormes pendientes de aros, y que responda al nombre de Lola. Seguramente esta fobia mía merecería un par de sesiones a la semana, pero de momento me conformo con ver En terapia.
In Treatment, versión estadounidense de una serie israelí , producida por Mark Wahlberg y dirigida por Rodrigo García para HBO, es un prodigio de sobriedad escénica: media hora por episodio en que durante cuatro días, de lunes a jueves, van desfilando por la consulta los pacientes del doctor Paul Weston (Gabriel Byrne): Laura y sus problemas con los hombres, incluido el propio doctor, los lunes; Alex, piloto de las fuerzas armadas y demasiado “militar” para aceptar de buen grado que alguien hurgue en su cerebro, los martes; Sophie, una adolescente que tiene problemas con su madre, los miércoles; Jake y Amy los jueves, en terapia de pareja. Y los viernes el psicoanalista es psicoanalizado por Gina (Dianne Wiest). Ya ven, aparentemente nada del otro mundo: transferencia, estrés de combate, suicidio y aborto como nudos problemáticos, respectivamente. Pero, gracias a dios, nada de mafiosos en terapia, ocurrencia que pudo tener su gracia alguna vez, pero que Los Soprano agotó hasta el vómito.
Tardé mucho en verla, y, de hecho, me resistí muy activamente a hacerlo. No soy especialmente fóbico, pero las pocas fobias que tengo las cuido con esmero y las alimento con liberalidad. De hecho, caí en sus redes un día por pura desesperación, ya que no podía dormir y la programación del resto de las más de setenta cadenas de televisión que pagamos religiosamente en casa rayaba en la infamia intelectual. Y porque la imagen de David Byrne y Dianne Wiest sentados frente a frente me resultó extrañamente sincera. Desde entonces seguí la terapia de los viernes. Las del resto de la semana me siguen pareciendo un tanto banales, aunque son necesarias para que se produzca el milagro de los viernes: dos enormes actores psicoanalizando al psicoanálisis, dejando al descubierto sus vergüenzas, es decir, sus limitaciones, su falibilidad.
En mi particular economía de la sospecha ontológica sobre el psicoanálisis, y de hecho sobre la realidad en general, ese momento de sinceridad, cuando el psicoanalista es psicoanalizado y vemos lo que sospechábamos—que el emperador estaba desnudo, en que vemos lo que hay debajo, dentro del psicoanálisis, su realidad sub-medial—, es ese momento “loco” en que, por un instante, me los creo.