La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Podríamos decir que “Son tiempos duros, pero postmodernos”, contrahaciendo un refrán italiano. En medio de una revuelta estudiantil a la que griegos y bárbaros asistimos con estupor, más que nada ante la realización de la posibilidad que todavía se den este tipo de hechos en la reunificación de las ideologías en Europa, aparecen las declaraciones de un koukouloforoi (léase cuculofori, ‘encapuchado’) quinceañero para iluminar el panorama: “No tenemos nada que perder, ¿qué importa lo que queramos?”. Es difícil no ver en sus palabras el signo de los tiempos: de un lado, la ingenua revelación, es decir, ya que andamos con el griego, el apocalipsis de que no hay nada por lo que luchar; por otro, que justamente por eso aparece la lucha como la forma más acabada de trasformación: el mismo estado de lucha, de violencia, es el cambio.
No hay bandos, sólo lucha, como un reciente artículo en la London Review of Books atestigua: policías y encapuchados se reparten la calle y las horas del día en un acuerdo tácito que beneficia a todos, pues todos logran sus objetivos.
Y no hay futuro, sólo violencia, pues no hay nada que perder, no ya porque no tengan nada, sino porque lo que tienen no desaparecerá tras el acto y el hecho violento: no tenemos nada que perder porque no perderemos lo que tenemos. Como miembro de pleno derecho de la Unión Europea, Grecia y sus ciudadanos tienen un colchón de bienestar importante que la misma Unión se encargará de mantener pues en realidad su función casi única es precisamente regular la compensación entre estados europeos y no permitir las caídas. Se dice que el origen de las protestas está en el descontento de los hijos de las clases medias bien formadas ante su escasa o nula posibilidad de ascenso económico o social, pero más bien parece una reacción ante el hecho de que los hijos de los nuevos ricos, ligados a la construcción, y los hijos de los viejos ricos, ligados a la marina mercante, compren en las tiendas del centro y consuman en los bares de moda en los que ellos deben trabajar como dependientas o camareros: parece más la expresión del resentimiento por un sistema que subvierte el valor del mérito que una lucha por la justicia social, aunque es probable que la justicia social necesite del resentimiento y de la cólera.
Y qué importa lo que queramos porque sea lo que sea no lo obtendremos. La equiparación del salario mínimo a la media europea (en estos momentos es la mitad) podría ser una reivindicación justa, pero en los tiempos que corren es más fácil desposeer a los ricos que enriquecer a los un poco pobres. Cabe recordar que la historia está llena de testimonios de que una cosa y la otra nunca van unidas, y recordar aún más que la cólera de masas nunca ha hecho más ricos a los pueblos, ni tampoco más justos.
Y ya puestos, si es así, ¿para qué querer algo si basta con la mera violencia, con el mero acto para tener algo, que en este caso es ese estado de cambio material que supone pasar de la inacción a la acción? ¿No es eso, en realidad, lo que persiguen: ser otros, cambiar ellos mismos, transformarse en otro yo, éste activo en contraposición a su yo pasivo? ¿O en realidad se trata de un acto de disolución, la nostalgia de la unidad primordial, de la uterocracia comunitarista? ¿La máscara, el pasamontañas, la capucha o el pañuelo tapando la boca no son signos de que es eso lo que sucede? Encarnar el deseo de transformación social pide un rostro. Sin él, con máscara, no hay cuerpo, sólo acto; no hay individuo, sólo el violento, dionisíaco retorno al seno de la tierra y del grupo.
2008-12-28 16:12
El encapuchado
no tiene que saber lo que quiere.
Lo que quiere es estar encapuchado.
Cuando tenga el doble de esa edad lo sabrá. Ahora está cómodo.
Lanza su cocktail molotov con placer juvenil. Años después quizás
reconocerá la palabra catarsis.
Pero será muy tarde.
Será él entonces el chivo expiatorio.