La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Se ha dicho mucho en España sobre la necesidad de leyes de preservación de la memoria desde la izquierda, y mucho sobre su superfluidad desde la derecha. Es curioso que la incidencia de los debates sobre leyes memoriales en Europa haya sido escasa, o prácticamente nula, véase el caso de Francia, con leyes justas como la que pena el negacionismo de la Solución Final judía, y esperpénticas como la que pena el negacionismo del genocidio armenio. Máxime cuando nuestra actual Ley de la Memoria Histórica es, en muchos aspectos, sobrevenida al fenómeno europeo que se articula en torno a la figura penal del negacionismo, y por tanto, en torno al auge de la extrema derecha en Europa como consecuencia de la caída del Muro de Berlín. Nótese que la ley española no alude para nada a ese tipo penal, porque ese tipo sólo puede existir si hay una deslegitimación previa de los crímenes que son objeto de negación. En España no hubo jamás un reconocimiento explícito de la ilegitimidad del soi disant Alzamiento Nacional, ni de los actos y leyes que emanaron de él hasta la proclamación de la actual Constitución, cuarenta y dos años después. Miento, ni siquiera entonces.
Digo que es curioso porque el debate en Europa, lejos de seguir la divisoria ideológica entre derecha e izquierda, siguió más bien la divisoria entre fuerzas democráticas institucionalizadas, los partidos mayoritarios de derecha e izquierda, de un lado, y del otro el populismo de extrema derecha, revelándose en realidad más como un acto de relegitimación de los valores y principios de la democracia burguesa antes que como un acto de justicia histórica. Y es curioso también porque ese debate en Europa ha acabado por ofrecer perspectivas muy matizadas sobre la validez y las limitaciones teóricas y prácticas de este tipo de leyes, y también sobre el estrepitoso ridículo en que se puede caer con ellas. Historiadores nada sospechosos de derechismo han manifestado sus dudas sobre la restricción que algunas formulaciones de esas leyes pueden establecer a su labor investigadora. Sin ir más lejos esta misma semana leía, en Le Monde, una entrevista con Giorgio Agamben (no enlazo que es de pago) a propósito de la publicación de Homo sacer 2.2. En un momento dado Agamben dice que entre la Solución Final y Guantánamo no hay diferencias. Un lector se indigna y hace un comentario en el que, además de explicitar las diferencias entre ambos (innecesario, pues todos las conocemos, y en cualquier caso Agamben, esté yo de acuerdo o no, no hablaba de sus diferencias sino de sus semejanzas, que las hay), además, como digo, de explicitar las diferencias, acusa a Agamben de negacionista, no ya porque haya negado la Solución Final, sino porque no ha proclamado su carácter único en la historia.
Ignorar el debate europeo en torno a las leyes memoriales es, a mi parecer, un desperdicio, y sobre todo una arrogancia que se compadece mal con el hecho palmario de que, en este tema como en otros, tenemos mucho que callar y mucho que aprender.
Mucho que callar. La Ley de la Memoria Histórica es una intervención en respuesta a la reescritura de la historia que impulsó la Década Negra de los gobiernos de José María Aznar, que alimentó, de pensamiento, palabra, obra y omisión, el negacionismo en torno a la ruptura de la legalidad republicaca vigente por parte del bando finalmente victorioso en la contienda civil, y sobre la ilegitimidad del régimen resultante y, con ella, de toda su actividad legislativa, ejecutiva y judicial. La actual ley es un remedo fláccido y a destiempo de la única Ley de Memoria Histórica que hubiese podido recibir merecidamente ese título, pero que, de existir, no lo hubiese llevado nunca: una Constitución que hubiese liquidado los actos y las leyes que emanaron del ilegítimo interregno franquista, y que hubiese reinstaurado la legalidad republicana. El subconsciente le jugó una mala pasada a Luís María Ansón cuando se quejaba, allá por octubre de 2005, de que Zapatero pretendía establecer la legitimidad democrática en 1931, y no en 1978, señalando él mismo los dos hitos de la historia democrática reciente de España, y condenando, con ello, al abismo de la historia la ruptura de la legitimidad democrática que sus correligionarios cometieron en 1936. En realidad, algo de razón tiene, pero lo que para Ansón es rupturista a mí me parece simplemente mojigato. Zapatero no podría aunque quisiera, porque para ello haría falta una reforma de la Constitución, y como no propondrá una reforma de ese calibre, lava su conciencia con una ley memorial.
Lo que tenemos hoy es como haber pedido un Scalextric para reyes a los ocho años y que, treinta años después, te traigan un blíster roñoso de MicroMachines. Una puta mierda que ni siquiera puedes devolver porque ya se ha pasado la garantía. Aún así, el juez Garzón lo intenta. El juez Garzón es el tío simpático y bonachón, el hermano soltero de tu madre que, alegando que de pequeño fue al colegio con el dueño de la tienda, propone usar su supuesta influencia para hacer que se lo cambien por un Scalextric de segunda marca y de segunda mano. Y que te llama a finales de enero para explicarte que , aunque al dueño se le veía muy buena voluntad, hace años que vendió la tienda a una internacional juguetera.
Para empezar, instruir un sumario por desapariciones durante la guerra civil y el franquismo es conformarse con los MicroMachines. Que no haya más remedio no le quita un ápice a la decepción cuando desenvuelves el regalo, como ha acabado sucediendo. El Scalextric fue el crimen de lesa majestad (republicana, off course) que supuso la ruptura de la legalidad vigente en 1936. Ampararse en la legislación internacional contra el genocidio y los crímenes de lesa humanidad es de segunda marca y de segunda mano: el estado español es incapaz de juzgar ese crimen de acuerdo con su propia legislación, porque ese crimen quedó amparado por la Constitución de 1978, a través de la cual el estado español no sólo impidió la revisión de su propia historia, sino que dio por válida la ecuación internacional que legitimó el Alzamiento Nacional como el mal necesario para evitar la victoria del enemigo (el comunismo), como se vio por el hecho de que las potencias que más tarde formarían el eje aliado durante la segunda guerra mundial negaran su ayuda al gobierno legítimo de la República. La legitimación internacional del régimen de Franco, una vez pasado un período prudencial durante el cual comprobaron que su propia criatura no provocaría daños colaterales, como sí habían hecho el fascismo y el nazismo propiamente dichos, cerró el círculo virtuoso que resituaba a los países europeos de un lado u otro del telón de acero. Nuremberg y la legislación internacional subsiguiente fue el bozal que se le puso al dóberman para que en el futuro asustase sin hacer daño, a no ser que el amo se lo quitase. Recuérdese que las potencias aliadas estuvieron planteándose si sentar a Franco en el banquillo de dicho tribunal. Que Estados Unidos no reconozca la autoridad del Tribunal Penal internacional sobre sus ciudadanos indica quién es el amo. Y que los dóberman sin bozal son incontrolables lo atestigua el fundamentalismo islámico que alimentaron en Afganistán durante la ocupación soviética, repitiendo así el laissez faire, laissez passer que antaño se permitió a los fascismos a cambio de su combate contra el comunismo.
Juzgar a Burgos con las leyes de Nuremberg, más allá de los problemas jurídicos que comporte, pone en evidencia la incapacidad del estado español actual para fundar el estado de derecho sobre una legitimidad histórica, más allá de su legitimidad factual. Lo que supone que los españoles hemos arrojado el siglo XX enterito al vertedero de la historia. Creo que es en este sentido en el que cabe leer el artículo de Javier Pradera en El País “Un mal viaje de ida y vuelta”. Todo él está dedicado a apuntalar ante el debate el auto de la Audiencia Nacional que negaba al juzgado de Garzón competencia para juzgar sobre las denuncias por desapariciones durante la guerra civil. Y no le falta razón a Pradera en casi nada, porque el argumento que subyace al texto es que todo está ya prescrito no por las leyes de los hombres, sino por “esa histórica reconciliación entre los vencedores y los vencidos en la contienda de 1936” que se produjo durante la transición española.
Aunque hay otra forma de verlo. Que las carencias democráticas de la España actual tienen su origen en el falso cierre de las legitimidades democráticas que se produjo durante la transición. Lo que yo recuerdo de la transición no fue precisamente “histórico” en el sentido que utiliza Pradera, ni puedo llamarlo “reconciliación entre vencedores y vencidos”. Lo que en Pradera parece ser un “¡Fuenteovejuna lo hizo, señor!”, fue mucho más pragmático e incruento: no matamos al tirano, ni recuperamos la dignidad perdida. Pradera cree que el bien común bien vale el olvido, como, de hecho, lo creen Zapatero y Rouco, con la única diferencia de que este último no incluye entre los que deben ser olvidados a sus mártires. Yo creo que sólo el reconocimiento de que vendimos nuestra memoria a cambio de pan, trabajo y libertad durante la transición puede que traiga algo de paz a nuestros muertos y algo de alivio en la culpa con que cargan todos nuestros vivos.
2008-12-06 14:19
Su esclarecedora entrada apunta, según me parece, a la verdadera cuestión de fondo en este asunto: vivimos en una democracia manca y cobarde, sostenida en la Constitución de 1978.
Los partidos mayoritarios se lanzan a celebrar los treinta años de algo que dista mucho de tener las bondades que le atribuyen. No sólo es posible reformar la carta magna, sino que es necesario por varias razones. Entre ellas, no es la menor enjundia la de sacar, como usted dice, del abismo de la historia los cuarenta años de dictadura y calificar esta como tal. Y esto no sólo porque estén miles de cadáveres esperando, ni por poner en el paredón a los responsables, la mayoría de los cuales están muertos, sino, como usted bien dice, por dignidad.
¿Con qué cara podríamos, por tanto, alinearnos con los supuestos defensores de la democracia en contra de regímenes totalitarios o contra los extremismos, sean estos religiosos o nacionalistas? Ya que habla usted de Rouco, es hora de sacar la viga de nuestro ojo.
2008-12-08 20:34
Hombre, esperaba un buen analisis de las leyes memoriales, y me encuentro un enesimo panfleto político.
Para empezar me gustaría que me explicara porque el negacionismo del genocidio judio es justo, y el del genocidio armenio esperpentico. Excepto que el país que perpetro el segundo lo niega, cosa que es por desgracia bastante habitual excepto cuando se ha perdido una guerra de manera inapelable. Si Matthausen merece una ley memorial y Kolyma no, es basicamente porque Alemania perdió la guerra y la Unión Sovietica la ganó, mismamente.
Lo que delata el debate de las leyes memoriales en Francia (y otros lugares) es la peligrosa mezcla de memoria e historia. La memoria es algo personal, y muy frecuentemente es falsa o semifalsa. Por ejemplo los testigos resulta que nunca mataron a nadie, siempre fueron los otros. O bien resulta que todos los asesinos estan muertos o la memoria es mas falsa que un duro sevillano. Por eso los historiadores (serios) siempre la compensan con otro tipo de fuentes. La memoria historica a nivel de país es aún mas peligrosa. En realidad bordea peligrosamente el denostado concepto de “historia oficial”.
En cuanto a porque la memoria historica española no acaba de cuajar, me temo que la razón de fondo es políticamente incorrecta: no hay un consenso memorial, y no lo va a haber porque lo que tuvimos es una guerra civil, y difícilísimo es alcanzar un consenso sobre eso. Lo que voy a decir no me va a granjear amigos, pero creo que todo el movimiento de “memoria historica” ha cogido una base justa (los muertos deberían enterrarse adecuadamente) para intentar construir una “memoria oficial” bastardeada. Basicamente que la izquierda es la unica tradición democratica del pais. Asi pues se agarra a la “legalidad republicana” (olvidando que bajo ese prisma el nazismo era tambien muy legítimo), y olvida sus propias pulsiones antidemocraticas, que en los años treinta eran muy fuertes. Y que en la Unión Sovietica estaban precisamente produciendo demonios con los que la izquierda nunca se ha enfrentado realmente. Por ejemplo, Rouco me cae mal “per se”, pero me produce risa que la izquierda culpe a la Iglesia de alinearse con Franco. ¿A ver, se alinearia la izquierda con una opción que le estuviese quemando casas del pueblo (o iglesias), matando maestros y lideres sindicales (o curas), y en general intentando erradicarla? Pues eso. U otra, la idea de que la izquierda es mejor porque en muchas zonas no mató (por haberlas perdido militarmente) o porque no mató al finalizar la contienda (no conozco muchos casos de bandos perdedores de una guerra civil que continues represaliando). En mi pueblo lo llaman hacer de necesidad virtud.
No crean que por soltar esta diatriba sea una lectora de Pio Moa o similares. La tesis del golpe de estado a lo “precog” es una de las mas risibles que he leído en los ultimos años. Y es a la historia seria, lo que el Codigo Da Vinci al estudio de los templarios.
Lo que me desespera es ver como en lugar de educar a las futuras generaciones en porque tuvimos una guerra civil con tan nefastas consecuencias, resulta que nos volvemos a lanzar topicazos historicos mutuos, sin el mas minimo interes en buscar la verdad historica.