La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
En marzo conseguí una pequeña ganga durante la Feria del libro antiguo: las Mémoires d’un touriste de Stendhal (hardback y 700 páginas por 9€). Debo confesar que, en un primer momento, la hubiese apreciado más si se hubiese tratado de Chateaubriand, o Léon Bloy, a quienes andaba buscando, cierto que con menos ahínco cuanto más polvo acumulaban mis dedos, hurgando entre hileras y montones. Satisfecho por una buena compra, aún en el caso de no poder leerlo nunca, tenía sin embargo todos los números para acabar rellenando la estantería de libros que no leeré enteros, pero puede que consulte alguna vez para verificar una cita, y que tras un par de años sin haber tenido que hacerlo, descienda o ascienda al averno de mis baldas más expuestas al polvo: Pulvis eris et in pulvis reverteris esa defensa veterotestamentaria de la cremación, esa negación judía de la resurrección de la carne, debió decirse de los libros, que no de los hombres. Sólo por el vago recuerdo de que mi adorado Sebald había dedicado un capítulo de Vértigo al autor, le había sido concedida la gracia de un purgatorio que, contra la idea cristiana, era un no-lugar con billete low-cost al infierno de mi biblioteca si en la balanza de la justicia eterna debían pesar mis malos recuerdos juveniles de Le Rouge et le noire o La Chartreuse de Parme.
Ahora me levanto de la silla, con intención de hojear mis viejas ediciones de ambas en Folio, y descubro que han desaparecido. En qué mudanza se extraviaron, en qué piso se quedaron no lo sé, pero de repente me asalta la duda, puede que sigan en casa de mi madre, con mis libros de los años pre-universitarios (¿las leí tan pronto?) o que simplemente las regalase, o nunca me fuesen devueltas tras su préstamo, o, creo que más probablemente, nunca formasen parte de mi biblioteca sino de la de mi primera exmujer, y en tal caso es fácil que las leyese traducidas, y no en francés. ¿Determinó eso mi juicio? ¿Debo mis opiniones sobre las novelas de Stendhal más a sus traductores que a él mismo? A menudo mi ferocidad contra un autor o una obra se mantiene incólume a lo largo de los años simplemente porque la leí traducida antes de saber que los traductores no son los reyes magos, sino más bien empleados de cualquier servicio postal, y que tratan su mercancía más o menos con la misma delicadeza.
Suspiro aliviado porque tal cosa no haya pasado ahora. No con las Mémoires, que cuentan las peripecias de un rico viudo tratante en hierros que, obligado moralmente a permanecer en Francia mientras siga vivo su suegro, con quien regenta el negocio, decide dedicar parte del tiempo de sus viajes mercantiles a conocer mejor su propio país, una especie de despedida de un lugar y una sociedad que desea abandonar cuanto antes para regresar a su feliz arcadia juvenil en las colonias. Escaso aunque significativo artificio para cubrir a un Beyle que ya supo a los 17 años que tenía que buscar su suerte en Italia, que tuvo que inventarse a Stendhal para que Beyle sobreviviese en París, y que mandó escribir sobre su tumba “Arrigo Beyle, milanese. Scrisse, amò, visse Ann. LIX M. II. Morì il XXIII marzo MDCCCXLII.” Milanés por un acto de voluntad, uno duda tras la lectura de las Mémoires d’un touriste si no era más bien la voluntad de no ser francés. Escribe:“No pido nada a los hombres sino que no me turben en mi tranquilidad. Y tal vez acabaré por ir a establecerme a las colonias, donde encuentro a los hombres mucho más filósofos. Es un gran baluarte contra la estupidez vanidosa, que es el pecado de nuestro tiempo, estar obligado a salir con sobrero de paja y chaqueta de lino las tres cuartas partes del año.”
La mirada de Beyle sobre Francia es la de quien se sabe ajeno ya, definitivamente despojado de cualquier afinidad personal con sus paisajes y sus gentes. No es un touriste porque describa pintorescamente lo pintoresco, sino porque mantiene una distancia insalvable con lo visto y lo oído, porque arranca de sí cualquier posibilidad de empatía, que no de comprensión, con las miradas y las opiniones de los demás: una de sus primeras observaciones es que, “si alguna otra vez sucede que viaje en un coche de mi propiedad, escoger un criado que no sepa francés”, un reclamo de la soledad del viajero. Sobre el hecho de que no haya apenas “Viajes a Francia”, dice que “En París, uno es asaltado por ideas ya hechas sobre todo; se diría que se quiere, por las buenas o por las malas, evitarnos el trabajo de pensar, y no dejarnos sino el placer de hablar bonito.” Uno debe leer las Mémoires para entender las despreciables páginas que el máximo representante de la crítica literaria francesa del siglo XIX, Sainte-Beuve, le dedicó. Y hay que hacerlo no porque Sainte-Beuve no entendiera nada, sino porque lo entendió todo, y esa comprensión hacía insoportable la obra de Stendhal para la buena sociedad francesa, la que a no tardar procesaría a Baudelaire y Flaubert. Permítanme que me imagine al temido y aclamado crítico y árbitro de la elegancia literaria francesa del XIX leyendo que “todo esto es horriblemente feo. No me siento todavía bastante sabio para amar lo feo”: ¿alguien puede extrañarse de que Sainte-Beuve aprecie más las obras ambientadas en Italia? El mismo Beyle se lo pone en bandeja, pues la diferencia de objeto implica también una diferencia en el método que, a la postre, será fundamental para Sainte-Beuve. Beyle cuenta esta anécdota en su Rome, Naples, Florence: “Un viajero de esos que siguen los itinerarios y marcan con un alfiler (haciendo un agujero en el papel del libro) las cosas que han visto, le decía delante de mí a un amable anciano que ha publicado un viaje a Zúrich: “Pero, señor, yo llego de Zúrich, donde no he visto nada de lo que vos escribís” Señor, no he escrito más que cosas singulares. Aquello que se hace en Zúrich como en Fráncfort no me ha parecido digno de ponerse por escrito; pero lo nuevo es raro, y hacen falta ciertos ojos para percibirlo”. Este pasaje describe claramente la novedad de sus apreciaciones sobre Italia, pero no es éste el método en las Mémoires, que más bien describe “aquello que se hace en Francia”, lo poco que cabe retener, y lo mucho que justifica su voluntad de huir a la Martinica.
Cuando escribe Sainte-Beuve, años después de la muerte de Beyle, interpreta su obra como un asalto directo a los principios estéticos que defendía, expresados por Thiers en un pasaje que el mismo Sainte-Beuve cita: “Sólo son las cosas humanas expuestas en su verdad, es decir, con su grandeza, su variedad, su inagotable fecundidad, las que tienen el derecho de retener al lector, y que, en efecto, lo retienen. Si el escritor aparece una sola vez, fastidia o hace sonreír al lector serio.” Sin duda Beyle desmiente, en las Mémoires la grandeza, la variedad y la inagotable fecundidad de las cosas humanas, y no ceja de aparecer no en una, sino en multitud de ocasiones bajo el disfraz del tratante en hierros, un comercio tan nuevo como pujante que —tal vez por eso—le convierte en un burgués escasamente afecto a las “ideas ya hechas sobre todo”. No en vano Proust demolerá la obra de Sainte-Beuve antes de construir la suya, pero ese es otro tema, y otro artículo.
2013-04-10 10:29
Dónde puedo encontrar Recuerdos de un turista o Memoires d’un turiste de Standhal. Lo he buscado en bibliotecas y librerías y no hay manera…
Agradecida.
M.A. Fdez. Costero
2013-04-10 12:02
En Wikisource está el texto entero.
Saludos.