La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Presumo que a mi bisabuelo no le hacía mucha gracia la afición de su nieto por el fútbol. Murió cuando yo apenas tenía un año, así que no me es fácil saber algo con seguridad. Pero lo intuyo por la forma en que mi padre habla de él. O más bien por la forma en que no habla de él. De hecho, si lo pienso, aunque sé cosas sobre su vida, sólo conozco dos anécdotas sobre su carácter, y sólo una que mi padre cuente.
La que mi padre no cuenta, narra la historia de un jovenzuelo a quien mi bisabuelo tuvo que meter en vereda, o enseñarle su lugar en el mundo, cuando intentó afiliarse a la Falange para poder entrar a los billares del pueblo. Entiéndase que eran los únicos billares del pueblo. Y que mi padre era huérfano desde los nueve meses de un sargento de comunicaciones fusilado por “auxilio a la rebelión”. Si lo de mi padre, ese jovenzuelo delgaducho al que he visto en más de una foto luciendo unas Ray-Ban, o su imitación made in spain fue inconsciencia o algún tipo de resistencia a la autoridad familiar, que, como queda demostrado por el incidente, ostentaba mi bisabuelo, nunca lo sabré, porque no pienso atormentarle ahora con sus faltas pasadas, que, por otro lado, redimió afiliándose al PCE en cuanto fue legalizado. Que mi madre me contó la anécdota como una forma de resistencia pasiva a la autoridad de mi padre me parece, ahora, una evidencia. La habilidad de mi madre para sembrar minas al paso de los demás es proverbial, y lo digo como elogio: siempre ha sabido poner inteligentemente de relieve el flanco más débil de quien presume de no tener ninguno.
Las formas cotidianas de resistencia a la autoridad social o política abarrotan la historia del siglo XX, y por lo que parece la de mi familia. Probablemente expliquen que mi bisabuelo y mi bisabuela, jornaleros del campo, se afiliaran al partido comunista ya a finales de los años veinte, si la tradición familiar es cierta. Resistencia, por tanto, no sólo frente al propietario, sino frente a las corrientes mayoritarias del movimiento obrero en aquellos años, de filiación anarquista. Que su hijo eligiera por compañera a una joven de beata familia, a quien su padre dejara muy temprano sin fortuna y a cargo de una madre ciega y enferma, puede que fuese una forma de resistencia a la autoridad familiar. Y que el joven comunista enseñase a leer y escribir a la joven católica, su redención familiar y su rebelión cívica. Como para mi padre dejar el PCE al cabo de tres meses, para recalar en el PSOE como concejal.
La anécdota sobre el carácter de mi bisabuelo que sí cuenta mi padre es una anécdota sobre fútbol, y sobre la Eurocopa del 64, durante la final España-URSS, aquella que medio país vivió como un nuevo triunfo sobre el comunismo mientras se conmemoraban los infames XXV años de Paz. Y que más de media soportó a base de distraerse con el fútbol. Mi bisabuelo era viejo para tanta distracción, y algún peligro debía ver en aquel divertimento para ociosos que malgastaban su energía persiguiendo una pelota (labrador que juega no labra), o bien había vivido demasiadas cosas para no ver en aquel juego y en su recién estrenada forma de difundirlo, la televisión, el potencial de dominación que ahora nos parece tan evidente. Pero aquel día, durante aquel partido, pareció que la modernidad también traía una forma de venganza.
Según cuenta mi padre, en un momento dado su abuelo se levantó de la silla ante el primitivo televisor, y acercó su cara a la pantalla como para querer distinguir algún detalle borroso de los monigotes que corrían de un lado a otro. Mi padre, intrigado, le preguntó por la razón de su interés. “Pues que no veo los cuernos y el rabo de los rusos”.
Alguna vez he oído alguna anécdota parecida. No recuerdo si referida al mismo hecho, la Eurocopa del 64. Una búsqueda somera en la red no me ha proporcionado resultados relevantes para mi propósito, aunque puede que esa leve forma de resistencia de mi bisabuelo respondiese a un estado de ánimo más general entre quienes formaban la España que había perdido la guerra y que había perdido la paz. Permítanme, pues, que su biznieto, además de sonreír en cuanto vio aparecer a los rusos vestiditos de rojo, se limitase a disfrutar del partido sin participar de las algaradas nacionalistas, y que me abstuviera de pronunciar el nombre de España en vano.
2008-06-27 21:26
Josep, debían de estar todos buscándoles los cuernos y el rabo, tal y como se los habían pintado. Mi abuela paterna, al parecer, cuando vio el mismo partido, miraba concentrada la pantalla; «Mamá, que sí, que son los rusos, que no tienen rabo ni cuernos», se reían sus hijos. La abuela se sonrojaba: «Qué tonterías decís». Ella, siempre de izquierdas, pero aun así, supongo que era la primera vez que los veía.
Ayer, con los gritos de los vecinos, terminamos por poner el partido: mi hija pequeña dijo «Nosotros somos esos, los que van de rojo». «No, los rojos son los rusos, aunque no lleven rabo ni cuernos», le dije, y me reí de mi propio mal chiste. Ella me miró como si yo anduviera mal de la cabeza.
Caray, hay generaciones ya que no van a oír esas historias al abuelo o a la abuela.
Me ha gustado encontrar este referente común que, seguro, comparte aún más gente.
Un beso.
2008-06-28 03:07
Para ver el rabo y los cuernos habria que haber mirado a Stalin, no a los pobres jugadores de futbol, que mas de uno, si las circunstancias lo permitian, abandonaba la madre CCCP por mucho que algunos la idolatreis sin haber siquiera vivido alli.
2008-06-28 15:14
Para cuando se jugó ese partido, Stalin llevaba muerto unos once años. Suficiente tiempo como para que lo de los cuernos y el rabo hubiesen pasado de moda. Quizá era eso.