La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Andaba leyendo estos día el último libro de Lipovetsky publicado en España, La sociedad de la decepción: entrevista con Bertrand Richard. Literalmente, andaba y leía, y aunque la causa fuese la falta de tiempo (ya se sabe, final de curso), el hecho no dejaba de ser una especie de regresión parcial a mi infancia como miembro de la “secta de los comedores de libros”, feliz recuerdo de una infancia infeliz. O decepcionante, si a eso vamos.
Y vayamos. El libro del que les hablo es sin duda decepcionante, porque no es un libro. Ya, dirá usted. El subtítulo ya anuncia que no es un libro, sino una entrevista. Sí, pero, cómo decirle que, en realidad, tampoco es una entrevista. Más bien es ese nuevo género editorial, que consiste en que “alguien contruye la casa y yo elijo la decoración”. O “tú decide de qué va y yo hablo de lo que parezca”.Adivino en ello una tendencia, que no sé si llamar postmoderna, hipermoderna, o desganada: no es muy diferente del método de trabajo de los arquitectos estelares, que, tras un esbozo, dejan en manos de sus talleres la prosaica materialidad constructiva, justificados por la artisticidad de su profesión.
El libro reproduce en buena medida esa analogía, como los auditorios que el arquitecto se empeña en forrar de mármol, sin percatarse del crimen contra la audibilidad que están cometiendo, y que después habrá que reparar, con el consiguiente aumento de presupuesto y las impertinentes quejas del artista que ve malograda “su obra”. En este caso, el contenido del libro parece ser la condena del filósofo a hablar de las cosas pequeñas, tras haber construido un edificio intelectual notable: se descubre que las zonas bajas son inundables, que hay que cambiar mármol por madera, que los jardines colgantes conllevan humedad…
En el caso de Lipovetsky, reconozco de antemano una cierta simpatía hacia sus planteamientos poco o nada apocalípticos en el análisis de la contemporaneidad, pero me decepciona que, a pesar de la acumulación de datos (bueno, más que datos, formulaciones autoritativas como “no se detecta a mucha gente mordiéndose los nudillos de envidia al ver el flamante coche del vecino”), el análisis de las pequeñas cosas, de “lo cotidiano”, se ventile con manifestaciones grandilocuentes o imprecisas. Aún en el caso en que, a priori, esté de acuerdo, como el hecho de que los activistas antipublicidad contribuyen a la renovación y a la creatividad de la mercadotecnia que pretenden abolir, en el libro busco y no encuentro un análisis profundo sobre esa verdad que, por otro lado, ya conocía, que me ayude a entender cómo funciona ese mecanismo, qué consecuencias tiene para la comprensión de la sociedad en que vivimos el hecho de que ambas actitudes convivan en un mismo individuo.
Pues nada, que hecho de menos al Roland Barthes de Mitologías, es decir, empezar por lo pequeño y a ver dónde nos lleva.