Libro de notas

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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

La “Visión de España” de Sorolla, capítulo dos

La semana pasada les dejé mientras subía, pensativo, a la segunda planta del Centro Cultural de Bancaja, para iniciar un particular descensus ad inferos: la visita a la exposición sobre la “Visión de España” de Sorolla.

Nada más salir del ascensor, paredes blancas en las que reverbera la luz que penetra por la izquierda a través de los ventanales de la fachada. A la derecha, una gran mampara de cristal con puertas nos invitaría a entrar a la exposición si no fuese por la oscuridad en la que uno debe sumirse para acceder a ella. Tras el cristal, paredes azul oscuro, un largo vestíbulo y, al fondo, la sola luz que ilumina los cuadros. Nada más traspasar la puerta, a derecha, letras blancas sobre el fondo oscuro de la pared con el título de la exposición y un texto explicativo. Un poco más adelante en ese vestíbulo ancho y largo, también a la derecha, tres pantallas sobre las que se proyectan en un batiburrillo blanco y negro fotografías de Sorolla pintando y fotografías que Sorolla utilizó, o pidió, para documentar los cuadros que veremos a continuación. La manada (las dos manadas, una me adelanta y casi me pisotea mientras copiaba el texto de presentación, otra me alcanza poco después) apenas desacelera ante el texto y se detiene largamente en las fotos. Ante la falta de textos explicativos, los dos guías son breves y dicen lo mismo: fotos de Sorolla, y fotos utilizadas por Sorolla. La manada espera paciente a que la secuencia de fotos se reinicie desde el punto en que vieron la primera, entre exclamaciones de sorprendido asentimiento, “¡Oh, sí, así fuimos, la fotografía da testimonio de ello!”, mientras se suceden imágenes que, nadie parece percatarse, en su mayoría son postales de la época que, como todas, como siempre, ponen de relieve lo “maravilloso”, o lo “típico” que lo es en la medida en que es diferente de cualquier otra cosa. Pero el breve texto que introduce a la explicación, y que pocos se han detenido a leer, no contribuye para nada a deshacer el entuerto. Allí se lee: “Los paneles ofrecen pues una peculiar mirada de Sorolla, su querencia por presentar el reflejo de la luz en el mar [¡sólo en dos de los catorce!], la variedad de tonalidades en el paisaje, y los personajes cotidianos como parte integrante de la tierra, gentes que transitan y posan en las obras haciendo un alto en sus celebraciones o su trabajo”. ¿Personajes cotidianos? ¿los españoles entre 1913 y 1919 vestían así “cotidianamente”, y posaban para el pintor aprovechando que pasaban por allí? No sólo es que lo dude, sino que la misma intensa búsqueda que Sorolla realizó para ambientar los cuadros de la Hispanic probaría que aquello era de todo menos cotidiano. Que el pintor busca provocar en el espectador una impresión de verdad, eso desde luego. Y esa pátina de verdad está en Sorolla en el tratamiento de la percepción lumínica a plein air a través del color.

No costaría nada, apenas un breve comentario, indicar que es evidente que lo real está ausente, que lo cotidiano no aparece por ningún lado: ni obreros en sus fábricas textiles o siderúrgicas, ni filoxera y hambre en el secano, ni jornaleros plantando arroz con la espalda rota y agua hasta la pantorrilla, ni revueltas anarquistas ni su represión, ni sus muertos, sus juicios ni sus condenas, ni pistoleros patronales, ni violencia clerical y anticlerical, ni piquetes a la puerta de los colegios electorales, ni oficinas de compra de votos, ni… para qué seguir. Por no haber no hay ni artesanos trabajando en sus talleres, al fin y al cabo el ambiente en el que Sorolla se crió. Y la ausencia más clamorosa, tan evidente que nadie la ve, aquella en la que probablemente el imaginario de Sorolla, las exigencias del encargo para la Hispanic Society y la idea que de España se tenía en el exterior coincidían a la perfección: la ausencia de la ciudad. Nada, ni nadie, aparecen en un ambiente urbano. Ni en las fotografías del vestíbulo ni en los cuadros del interior. De hecho, no hay en toda la inmensa producción de Sorolla más que un par de cuadros, uno de ellos hoy desaparecido, como si el azar hubiese dejado de serlo por un instante, por una vez, en el que el pintor no puede menos que rendirse a la capital del siglo XIX y durante su primera visita a la ciudad, allá por 1884, pinta la terraza de un café en los bulevares de París. Ah, sí, y este fifth avenue, New York de 1911. ¿Es a esa “Visión de España” a la que se refiere el título de la exposición? ¿Es la suya o la de Huntington? ¿o es una y la misma con la de Blasco Ibáñez, como quiere el comisario de la exposición? ¿O en realidad es sólo una, aunque cada uno llega a lo común por caminos diferentes?

Porque esa es otra. El título. ¿Cómo pasó de lo que para Sorolla era “la decoración de la Hispanic Society” y para su íntimo Pedro Gil Moreno de Mora un “trabajo [que] puede ser sumamente interesante tratándolo como sabrás hacerlo, dándole el carácter de cada provincia con sus trajes típicos”, en 1911, “Una visión de España” como al parecer pretendía Sorolla, “paintings of the provinces of Spain”, según el New York Times en 1926, “Las Regiones de España”, en el catálogo de la Hispanic, a las “Visiones de España”, en el título comúnmente más difundido en nuestro país, y de ahí a la “Visión de España” de la actualidad? Creo que el recorrido es suficientemente significativo, a lo largo de los 96 años transcurridos, del deslizamiento interpretativo que culmina en el presente con un alud de lodo y rocas que cubren, puede que ya definitivamente, la obra. De todos ellos, me quedo sin dudarlo con la del pintor. Una visión de España. No necesariamente la suya ni la única posible.

Y creo que no era la suya. Al menos es lo que se desprende de unas declaraciones realizadas durante su primera visita a los Estados Unidos y publicadas en The Independent el 13 de mayo de 1909, tituladas, significativamente, “A Spanish Painter’s View”: “¿La España de Gil Blas? ¡Ah! Esa desapareció para siempre. Ahora tenemos la España moderna, con ferrocarriles y telegrafía sin hilos (…) Habiendo perdido las colonias, España ha de desarrollar sus importantes recursos y competir en los mercados del mundo. Para hacerlo con éxito, debe promover la educación agraria e industrial. Ha de comprender y aplicar los métodos conocidos, ha de tener la mejor maquinaria…”

Ahora bien, ¿por qué Sorolla jamás pinto lo que para él era “la España moderna”? Bueno, sí, como ya sucedió antes con la ciudad, hay un par de excepciones: en los retratos de su amigo el Doctor Simarro se aprecian su laboratorio y su instrumental. Pero esas golondrinas no hacen el “verano” de la España Moderna. ¿Qué pinto Sorolla, pues? Lo que le encargaron, y lo que podía ser apreciado por la alta burguesía a la que pertenecía tras su arduo trabajo y una carrera bien orientada, en definitiva aquellos que sostenían su estatus: ocio burgués y retratos. Aunque en ese conjunto confieso que no sé donde colocar este curioso cuadrito de un usillo sin fin, pintado en 1917, al tiempo que la decoración de la Hispanic. ¿una forma de rebelión interior?

En una entrevista concedida a Francisco Martín Caballero y que publicó La Correspondencia de Valencia el 11 de septiembre de 1913, dijo de sí mismo: “No hay nada que merezca atención por extraordinario. He vivido siempre al amor de la familia, apartado de todo lo que no fuera el afecto de los míos y de la labor artística. Mi vida no tiene más claro oscuro que el que yo le doy.” Descripción que remite como pocas al ideal burgués que Sorolla persiguió a lo largo de su vida. En la persecución del ideal burgués tuvo una influencia decisiva su suegro y mentor durante el aprendizaje en Valencia y quien intervino de forma decisiva para que consiguiese el pensionado en Roma. Antonio García, padre de Clotilde, fue el fotógrafo de la burguesía valenciana de finales del siglo XIX, y en su taller trabajó el joven Sorolla. Su suegro, pues, consciente de que una situación económicamente desahogada concedía apenas el cambio de clase si no era reconocido por sus hasta ahora iguales. Dejar de ser un artesano y ser reconocido como artista supone el asentamiento definitivo en una nueva clase de la cual también necesitará el reconocimiento pertinente como uno de sus iguales. Que renunciase a instalarse en la capital del mundo artístico, como le recomendaba su amigo, banquero parisino y terrateniente catalán, Pedro Gil Moreno de Mora puede que tenga mucho que ver con la necesidad de reconocimiento de su ascenso social, al que el arte estaba supeditado. El mismo Sorolla percibe esa dicotomía en carta privada a Pedro Gil desde Paris en 1913: “Aquí estoy ya cerca de un mes trabajando, vine sólo para hacer el retrato de Mr. Ryan y luego hice otro de una señora americana y a más dos estudios —largos— de Ryan; mi deseo era descansar un poco y ha resultado todo lo contrario; mas ahora debo empezar el de la mujer de Seligmann, y no sé si la de Daubin, en fin esto no me divierte, pero qué hacerle, ¡¡yo retratista!!”. Resignación pero obligación: un padre de familia burgués tenía como primera misión en la vida asegurar no ya el mantenimiento sino el futuro de los suyos.

La familia burguesa se pretende a sí misma como una institución intemporal que se proyecta sobre el pasado y el futuro y que tiene como objetivo principal la transmisión de patrimonio material y social. Sobre el pasado, la apelación a las raíces como identidad propia supone en la mayoría de casos un embellecimiento de su proceso de ascenso social, y un patrimonio que debe ser legado a los sucesores, junto con el buen nombre y la posición social. El interés de las familias burguesas valencianas por los retratos de los hijos con trajes típicos debe enmarcarse en esa dinámica de embellecimiento al que no escapó la familia Sorolla, que de hecho se entregó a ello con entusiasmo, como atestiguan los numerosos retratos de sus hijos (generalmente de sus hijas) con el irreal traje típico, ofreciendo al mundo una imagen de inocencia, modestia y limpieza no sólo física sino también moral, reflejo de la ideología burguesa dominante.

Con anterioridad al encargo de la Hispanic Society, Sorolla sólo pareció preocuparse por el tipismo valenciano, y aún eso en la medida en que contribuía a su proceso de legitimación burguesa, bien con los retratos de sus hijos, bien con los encargos que recibía para las familias burguesas de la sociedad valenciana (incluso alguno de sus cuadros más conocidos sobre el tema, como es el caso de Entre naranjos fue un encargo desde Buenos Aires para un rico burgués probablemente de origen valenciano, pues le pidió, explícitamente, que fuese “de tema valenciano”). Sorolla contribuyó a la dignificación del tópico burgués para convertirlo en la arcadia de una sociedad valenciana enferma de cambio. Un cambio que en los treinta primeros años del siglo XX multiplicaría por tres la población de la ciudad, como consecuencia y como causa de los problemas sociales que la azotarían a lo largo del siglo. Que para Sorolla el tipismo valenciano no es un mero disfraz sino una legitimación puede verse en la conocida aversión de Sorolla a los carnavales dice mucho sobre ello: el cuadro de Pinazo, con los hombres disfrazados con el traje típico asustando a las jovencitas en el paseo de la alameda, supone una clara alabanza de corte y menosprecio de aldea ( La Barraca y Cañas y barro, de Vicente Blasco Ibáñez van por ahí), vigente entre la burguesía valenciana del momento que Sorolla contribuiría a cambiar definitivamente. La idealización del campo y de la huerta que aparece como efecto secundario de su progresivo abandono en el primer tercio del siglo XX transformará la percepción del hinterland, a la búsqueda de una arcadia ucrónica, un pasado actualizable que diluya las miserias, las tensiones y los conflictos del presente. Es curioso como el menosprecio de la ruralidad ha convivido, y convive, a lo largo del siglo XX valenciano con su exaltación estética. ¿Por la misma razón?

¡Y todavía no he llegado a los cuadros! Uf. Les prometo que la semana que viene hablaré de los cuadros, en el capítulo tres.

Josep Izquierdo | 28 de diciembre de 2007

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