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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

Memoria

Memoria

Hace días que leo las memorias de Nabokov, y las demoro y las paladeo tanto como me permite la impaciencia de las cosas que despiertan la gula tras probarlas por primera vez, como aquellos mangos en Mérida, de los que caben dos en un puño, como los tomates que robábamos y comíamos de la mata en mi infancia. Aunque la prosa de Nabokov sea más visual que olfactiva (“I don’t think in any language. I think in images.”, o su sinestesia), mi lectura no lo es. El niño de clase baja y clima cálido que soy no puede evitar percibir con mayor intensidad los aromas y los hedores que el color o la forma, e incluso los sonidos y su grafía me traen olores que en realidad son recuerdos de mi mundo prealfabético: el olor del cieno, el del limo, el de esa especie de musgo algático que cubría las aguas estancandas de los ramales abandonados de las acequias, olor a rana, a lagartija, a cal, a perro mojado, a boñiga de burro y a la mezcla de aceite y gasolina que bebían las mulas mecánicas.

Leo a Nabokov y huelo su hielo, sus copos de nieve revoloteando bajo la luz de la farola de una calle en San Petersburgo, el olor del oso disecado, y el rancio olor entreverado de perfume francés de su gorda y francesa institutriz. Ni que decir tiene que mi nariz no los ha olido nunca, pero los huelo. Dudará el lector si no estoy leyendo a Proust con las tapas de Nabokov, y no, y sí. No porque yo mismo he tenido la precaución de comprobarlo, y sí porque lo leo con el mismo intelecto, con la misma memoria (qué hermosa etimología en inglés, recollection: recomprender, repensar), con el mismo sereno poder de evocación que todas las palabras traen a mi mente. “¡Qué pequeño es el mundo (bastaría la bolsa de un canguro para contenerlo), qué baladí y encanijado en comparación con la conciencia humana, con el recuerdo [recollection]de un solo individuo, y su expresión en palabras!”.

No hay nada paradójico, pues, en mi proximidad al niño Nabokov, aunque los asuntos que apartaran a mi padre lo suficiente para que adquiriera la dimensión mitológica necesaria estuvieran más relacionados con la carretera que con la política, que llegaría también, pero después. Aunque mi madre no luciera zafiros en sus dedos ni jugara al póquer en las noches de invierno. Pero leo en Nabokov la devoción de una madre por el amor de su hijo, como siento la de mi madre, como manifiesto la mía por mi hija: un tumulto de confianza, compañía y conversación.

Josep Izquierdo | 14 de diciembre de 2007

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