La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.
Allá por 1904 corría la voz en Valencia que al “ilustre escritor D. Vicente Blasco Ibáñez”, como se autotitulaba, jamás se le había oído hablar bien de nadie en su ausencia. El 17 de enero de 1904 publicaba en la revista Alma Española un artículo seguramente de encargo titulado “alma valenciana”, y que difícilmente iba a leerse en Valencia a no ser que su periódico El pueblo lo republicara. En él Blasco entona el cántico de una tierra edénica y remite de nuevo, como ya hiciera en 1900 en el artículo “el gran Sorolla”, a su particular utopía histórica, Atenas. Sin embargo, hay problemas en el paraíso, pues alguien parece haber repartido el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal entre ese pueblo del que él ha querido ser siempre la única voz: “De compararse al pueblo valenciano con algún otro, habría que acordarse de Atenas. Esto dicho así, de golpe, hará sonreír a muchos. Pero en Atenas no sólo vivían los sabios y los grandes artistas, únicos helenos que admiramos hoy al través de los siglos. Existía un pueblo sobrio, apasionado y voluble, que gustaba mas de enterarse de los chismorreos y discusiones del Ágora y de las rivalidades de los artistas, que de hacer dinero: unos ciudadanos morenos, nerviosos y algo ingobernables, que con un trozo de salazón, cuatro aceitunas y una arenga como postre, se daban por satisfechos, y, según el estado de su humor, llevaban en triunfo a los grandes compatriotas o los apedreaban, elevando en su lugar a cualquier sofista.” Acaba de producirse en su partido la gran escisión entre sus partidarios y los de Rodrigo Soriano, que, lejos de ser condenado al ostracismo, es escuchado y votado, e incluso llegará a ganarle unas elecciones a Blasco Ibáñez.
“Algo ingobernables”. Su partido los gobernaba en esos momentos, así que debía saberlo, sin duda. Lo realmente paradójico fue que la toma de conciencia obrera en Valencia se produjo, entre otras cosas, gracias a la editorial Sempere, de la que era copropietario, y que publicó a precios en extremo asequibles buena parte de la literatura socialista y, sobre todo, anarquista que circulaba por Europa en aquellos tiempos. Incluso su periódico parecía contagiado de esa literatura, que narrativamente estaba abandonando el naturalismo zolesco, siempre tan melodramático, que caracterizaba su propia literatura, para transitar las primeras rutas del realismo socialista, mucho más frío y desesperanzado. En marzo de 1900, cuando aún no había conseguido el gobierno de su ciudad, El Pueblo describe así la situación de los tranviarios valencianos, que se han declarado en huelga: “consulte el lector su memoria y recordará cuántas veces ha visto en los puntos de salida, o en los cruces, a mujeres tristes y macilentas, a pobres niñas que esperan con la cestita al brazo para entregar la comida al empleado, comida que queda sobre la plataforma y que aquél, como nuevo judío errante, siempre en perpetuo movimiento, devora horas después donde puede y como puede, a toda prisa, casi ocultándose como si al llevar a la boca el pan ganado con tan fatigosa esclavitud estuviera cometiendo un crimen… Esas mujeres son esposas sin marido, esos niños y niñas son hijos sin padre, pues el pobre empleado apenas si puede estar unas horas en su casa y éstas las pasa en la cama no gozando de un sueño tranquilo, sino víctima del sopor de abrumadora fatiga, después de dieciséis horas de estar en pie en las plataformas, al aire libre, sufriendo el ardoroso sol del verano o las lluvias y el viento del invierno. Esto un día y otro para siempre. Para él no hay domingos, ni fiestas de ninguna clase. De cada treinta días de esclavitud le dan uno y medio para él”. Parece un texto de su mano, desde luego, aunque el artículo no vaya firmado, tal vez porque reservaba semejante dureza para la descripción del hinterland huertano y marinero de su ciudad (La barraca, Cañas y barro, Flor de mayo…), y con ella solo lo utiliza cuando puede conseguir un rédito político, como sucederá un año después cuando consigue la mayoría en el ayuntamiento.
Lo paradójico es que el habitante de la ciudad acabará yendo más lejos que él gracias a su editorial, como por ejemplo cuando publica Los ex hombres de Gorki entre 1904 y 1905. La base electoral de Blasco, el proletariado en su mayor parte anarquista que se debate entre la abstención y el voto a su partido republicano, y la clase media-baja en buena medida relacionada con el comercio de la que él proviene, puede escindirse en dos leyendo las afirmaciones de Gorki: “¿Y legal? ¿Acaso es legal el mismo comerciante? [...] ¿Qué es un comerciante? Analicemos este hecho absurdo y grosero… Ante todo, el comerciante es un aldeano. Llega, procedente del campo, a la ciudad, y al cabo de cierto tiempo se hace comerciante. Para ser comerciante, menester es tener dinero, ¿verdad? ¿De dónde puede venirle este dinero a un aldeano? Sábese bien que el honrado labrador gana poco. De dónde se sigue que, de un modo u de otro, el aldeano ha robado. Por tanto, el comerciante es un aldeano ladrón.” Pero ya se sabe que los anarquistas leen mucho, y son un buen negocio, como lo atestigua el catálogo de su editorial.