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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

Mi cocina, mi comida

Desde que el primer homínido acercó un alimento al fuego y se relamió con ello, han sido legión los que nos han advertido de qué y cómo podemos –debemos- alimentarnos: médicos, filósofos, etnólogos, químicos, biólogos, juristas, políticos y (muy destacadamente) sacerdotes de toda doctrina.

No les hago ningún caso. Sin embargo de cocineros (y cocineras) y comensales siempre he aprendido algo. Brillat-Savarin fue el primero que se convenció y nos convenció de que cocinar y comer son mucho más que cocinar y comer, pero desde las recetas en las tablillas de la Ebla mesopotámica hasta las conferencias de Adriá, subyace idéntico mensaje: “hazlo así, es importante, es bueno”.

¿Tiene entonces la gastronomía una ética, una filosofía, una teosofía? Ni por asomo. No la busquen, no existe y si existe es inaprehensible. Pues la cocina es cuestión del gusto, y gustos hay para todos los gustos.

Así que, humildemente, y a tenor de una conversación que surgió en este mismo entorno virtual, me he puesto a revisar y clasificar los míos, cosa que me ha resultado más difícil e interesante de lo que yo mismo presumía.

No se crean que uno se ponga a esto asumiendo unos principios, una línea teórica preestablecida. Es después de haber fijado preferencias y estilos cuando te das cuenta de que no lo haces a tontas y a locas, sino que entre lo consciente, lo inconsciente y lo subconsciente has delimitado un territorio en cuyo centro te encuentras muy a gusto y, sin perjuicio de alguna vez acercarte a los bordes e incluso traspasarlos, vuelves a tus modos.

Y los míos son éstos:

1) Disfrute de la comida. La necesidad de comer, impuesta por nuestra condición de heterótrofos, más allá del simple acto nutricio, puede ser una ocasión idónea para un encuentro con nuestro propio cuerpo, tal y como puede serlo realizar ejercicio o atender a la higiene corporal. Satisfacer el apetito no es llenarse la panza, sino dedicar a nuestro organismo unos momentos.

A nuestro cuerpo serrano y al entorno, trasladado éste hasta nosotros en forma de alimento, sincretismo místico que nos revela que somos lo mismo que hay de piel para afuera y que si hoy nos alimentamos de lo que nos da la naturaleza, ésta se lo cobrará algún día y seremos nosotros el pasto de otros.

Cuando como me gusta disfrutar del alimento, centrarme en él y apreciarlo, saborearlo y extraer de él todo cuanto pueda aportarme, no únicamente el material y sus propiedades físicas y químicas, sino también lo humano que transporta en su taumaturgia culinaria.

¿A qué desaprovecharlo? Creo firmemente que el sentido del gusto, que nos hace apetecer esto y rechazar aquello, es tan digno de agradable estimulación como la que nos regalamos al mirar un paisaje, escuchar una melodía, leer buena poesía o acariciar y dejarnos acariciar por un ser querido.

2) Respeto a los ingredientes. Para empezar: fueron seres vivos, ya caminaran, nadaran o echaran raíces; me alimento de células ajenas y me apropio de su esfuerzo metabólico.

No consiento que se malogre su inmolación y me siento obligado a sacar el mayor provecho. No serán degradados en la cocina más allá de lo imprescindible, no serán oscurecidos ni camuflados, no serán utilizados por debajo de sus posibilidades. Al contrario, he de buscar ensalzarlos, y darle a cada uno el lugar más relevante que la receta admita.

Y, en lo referente a despojos, recortes y sobras, darles una segunda oportunidad, dentro o fuera de la cocina y evitar en lo posible el destino al anónimo vertedero.

3) Ingredientes de la máxima calidad. Selectos, traídos a mi despensa desde una producción responsable y garante con el ambiente, con la naturaleza del producto y con los procesos de conservación.

Y es que “eso” me lo voy a comer; al fin y al cabo, cada átomo de mis alimentos será en alguna forma parte de mí mismo. ¿Me merezco menos? ¿Merecen menos aquellos para los que se cocina, sean familiares, amigos o clientes?

Esta afirmación asusta, porque se malentiende que implica materias de elevado precio y se confunde lujo con excelencia. Y no es así. Los alimentos “humildes” pero de buena cuna son harto preferibles a supuestas exquisiteces de origen bastardo. Siguen, cierto, sin ser baratos dentro de su rango, pero no se requiere un esfuerzo económico excesivo para tener acceso a ellos.

Y, afortunadamente (más bien forzosamente), la imaginación aliada con la supervivencia ha desarrollado un inmenso abanico de fórmulas para transformar materiales de bajo precio en gollerías dignas del más exigente. Eso sí, tales fórmulas son ineficaces si se manejan productos de baja calidad, poco resistentes a las duras condiciones culinarias que normalmente se requieren para hacerlos digeribles.

4) Ningún alimento es impuro. No hay alimentos prohibidos ni absolutamente insalubres. Solo la cultura, la tradición o las convicciones morales imponen el tabú, aunque no por ser cuestión subjetiva es soslayable: comer lo que no nos apetece, rara vez conseguirá que termine por gustarnos.

Mas, aparte de ello, asumo que “lo que no mata, engorda”, y que cuanto viene siendo consumido por las razas humanas, seleccionado en su entorno generación tras generación, es apto y bueno.

5) Respeto a la receta. Desde hace milenios la humanidad ha procesado los alimentos con increíble sabiduría, rebuscando entre vegetales y semovientes cuanto pueda paliar el hambre y asacando cómo aderezarlo en la forma más satisfactoria posible. Cada generación recibió de sus mayores las fórmulas, y a su vez buscó modificarlas, adoptando las mejoras y rechazando los menoscabos. Lo que nos ha llegado es el resultado de infinita experiencia de ensayo y error, un bagaje cultural que nos habla del entorno de las tribus cercanas o lejanas, de sus recursos, de su historia, sus migraciones y mescolanzas, su economía, sus logros tecnológicos y también del amor de madres cocineras hacia hijos melindrosos.

No puede desaprovecharse todo eso, ni traicionar esa inmensa tradición. Adapta si es necesario (y te atreves), pero juzga con honestidad si has ganado o perdido en la apuesta. No utilices sucedáneos, no escatimes ingredientes básicos, no simplifiques en exceso ni compliques innecesariamente; y nunca pierdas de vista cuál fue el punto de partida, porque eres parte de la cadena y será eso lo que has de transmitir a tus hijos.

6) Conocer el procedimiento. Cada alimento tiene su naturaleza y cada técnica lo modifica en una u otra forma. Es preciso, por tanto, conocer aquélla y dominar ésta para aunarlas con éxito. Antes de comenzar ya conoces el resultado.

Con frecuencia me preguntan ¿Qué puedo cocinar para quedar bien? Sencillamente, lo que mejor sepas hacer. Lo más nimio, si muy bien hecho, es garantía de éxito; al contrario, enfrentarse a un procedimiento culinario como inexperto es presagio de catástrofe. Como nadie nace sabiendo y la práctica conduce a la perfección, aquello no significa que nunca intentes algo nuevo, pero los experimentos, dice el refrán, con gaseosa. Y si sale mal, mejor será desecharlo con humildad y vergüenza: el orgullo es un ingrediente muy amargo.

7) Moderación y diversidad. O, como lo expresaba Grande Covián, un poco de todo, pero poco de todo. Evitar el exceso como la iteración no es únicamente una cuestión de salud, que no es cuestión banal, sino que es condición para el disfrute tanto de la culinaria como de la ingesta.

La comilona o la “dieta del pobre” (antes reventar que sobre) convierten fácilmente un momento festivo en una tortura digestiva. Alguna vez, confieso, he comido hasta mucho más allá de la saciedad, como alguna vez me he emborrachado… pero invariablemente me he arrepentido y he jurado no volver a caer… mejor dicho: perjurado. En mi descargo alego que esos episodios vienen siempre envueltos en un regocijo social al que no me apetece sustraerme sino, al contrario, formar parte.

Pero en lo otro me mantengo férreo. Salvo causa de fuerza mayor, jamás repito plato a distancia de pocas fechas. Ni plato ni naturaleza: pastas, carnes, verduras, lácteos, tubérculos, fruta, pescado blanco, legumbres, cereales, pescado azul, dulces, huevos, embutidos, bulbos, frutos secos,… puestos en secuencia aleatoria y llevados al comedor en todos y cada uno de los modos culinarios aceptables y a mi alcance, generando cuasi-infinitas posibilidades combinatorias.

Pues por un lado mantengo la conjetura, prescindiendo de demostración científica, de que la biodiversidad en el plato me ofrecerá con más seguridad cuanto mi metabolismo precisa; pero, sobre todo, porque aborrezco el aburrimiento y la rutina, ya enarbole un cazo o un tenedor.

Y aquí lo dejo. Tal vez pudiera dar más vueltas al molino pero me temo que ya no hay más grano y no quiero ser tedioso. Damas y caballeros, fieles lectores, esos son mis principios, y si no les gustan… no se los coman.

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Los de otros:
Los 20 aforismos de Brillat-Savarin
Los 23 puntos de Ferrán Adriá

Miguel A. Román | 12 de octubre de 2010

Comentarios

  1. Marcos
    2010-10-12 12:06

    Muy interesante, Miguel. Es curioso cómo puede interesar algo que no se practica.

    Me surge una duda; aseguras que lo que los humanos han seleccionado como comestible generación tras generación bueno será; sin embargo, ¿no sucede con la gastronomía como con la ciencia, que certidumbres o métodos tomados antaño como buenos hoy son rechazados por estériles o dañinos?

    Saludos

  2. Carmela
    2010-10-12 14:17

    Conocer el procedimento:……“Sencillamente lo que mejor sepas”

    Gran verdad vayas donde vayas. La sufrí en mis propias carnes. ¡¡Fué desastrozo¡¡
    Me ha gustado leerte, aunque no me guste cocinar.
    Saludos

  3. Miguel A. Román
    2010-10-12 23:59

    Gracias, Carmela, por leerme y comentar.

    Marcos:
    Gastronómicamente hablando comemos casi con los mismos ingredientes que hace cinco mil años, aunque, por supuesto, en este lapso histórico los productos han viajado y se han aclimatado a territorios muy lejanos de su origen (digamos arroz, vid, patatas, tomate, naranjas, yogur, soja, …).

    Las recetas también van cambiando porque cambian los gustos pero sobre todo por cuestiones económicas. Así, la patata ha desplazado a nabos y chirivías y los aceites de semillas a freir en grasa animal. Hoy comemos muchísima más carne que en tiempos de Jesucristo, cuando matar “un novillo cebado” era un festín que los ricos se permitían una o dos veces al año y los pobres jamás en su vida. La tecnología productiva, los transportes y los medios de conservación han modificado en un siglo nuestra dieta pero casi exclusivamente en la cantidad y prepraración, pero muy poco en la naturaleza de los alimentos.

    Solo a partir de la segunda mitad del siglo XX la bromatología y el nutricionismo han empezado a tener alguna influencia en la dieta general de los occidentales y aun así todavía anda muy lejos de modificar los hábitos alimenticios establecidos, con infinito menos poder del que tiene la industria alimentaria.

    No, no hemos eliminado “definitivamente” ningún alimento por cuestiones ponzoñosas (no me consta, vamos). Incluso aquellos con demostrada toxicidad, como la harina de almortas, siguen utilizándose y todos los otoños, y este no será excepción, algún pirado se trasiega unas setas tóxicas. Excepción a esto serían los sesos de vacuno, que han sido prácticamente erradicados por la cuestión de las vacas locas.

    Y respecto de los métodos, se me ocurre el “faisanismo”, una práctica utilizada con aves de caza consistente en dejarlas “macerar” (eufemismo por “pudrirse”) y que por cuestiones higiénicas ya casi no se usa.

  4. Cayetano
    2010-10-13 14:03

    Has dejado claras tus opiniones y escritas en un modo que envidio. Gracias por el texto. Comparto los puntos 2 y 3 de tu “Septalogo” por el respeto y calidad de/por los ingredientes. Saludos


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