Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
¿Que si existen? Pues claro que sí. Nada más evidente en toda cocina cualquiera que sea su uso y tecnología. Viven allí, se esconden en cualquier rincón: dormitan entre los botes de especias o en el cajón de los cubiertos, zascandilean en los rincones oscuros de la despensa, juegan entre patatas, manzanas o cebollas, se esconden tras los botes de pimientos del piquillo, entre los nidos de pasta al huevo o bajo el paquete de arroz de Calasparra.
¿De quienes hablo? De los duendes de la cocina, claro, ¿de quién si no? Ah, ¿se ríen? Búrlense si quieren, tómenme por orate, alucinado, supersticioso o ignaro. Pero les digo —y les demuestro- que existen.
Díganme si no… ¿quién troca el azúcar por sal?, ¿quién transmuta la canela en polvo en nuez moscada?, ¿quién, mientras vigilamos la leche al fuego, llama al portero automático y, aprovechando el nuestro descuido, ¡zas!, la arranca a hervir con tumultuosa espuma y fatídico derrame?, ¿quién alivia la tapa de la pimienta negra para que se se vierta su contenido como en avalancha sobre el estofado?, ¿quién empuja hasta el borde del estante las copas Riedel para que, al abrir la vitrina, se precipiten a nuestros pies haciéndose añicos?, ¿quién hace desaparecer selectivamente las tapas de los táper, dejándonos con unos simples e inútiles cuencos de plástico?
¿Casualidades, descuidos, accidentes? ¡Venga ya! Si cree usted eso es que es de los que miran la cocina de lejos. Estos personajillos son reales, y se manifiestan traviesos y enredadores, zancadilleando a la menor ocasión el buen ánimo del cocinero, llevándolo sin piedad al borde del desastre irreparable.
Semejantes seres, como corresponde a su esencia mágica, son insensibles a los agentes físicos y tan a gusto moran en el interior de la nevera, volcando el yogur para que el suero se derrame gota a gota sobre el solomillo, como en el horno encendido, plantando sus insolentes posaderas sobre el bizcocho para evitar que suba; e incluso se han adaptado a los nuevos tiempos y danzan divertidos sobre el platillo del microondas, armando un ruido enorme para convencernos de que la comida ya hierve… hasta que al sacarla constatamos que está todavía más fría que el hocico de un perro.
¿Y en las cocinas de los restaurantes? ¡Por supuesto! Es más: a mayor tronío del refectorio más resabiados se vuelven los malditos. Pregúntenle si no me creen a cualquier profesional veterano de los fogones y le contará cómo estos trasgos descarados esconden el colador chino que ha de pasar la salsa sobre el lenguado y, tras reírse a mandíbula batiente mientras los marmitones revuelven mesas, cajones y estantes, vuelven a dejarlo delante de sus propias narices como si siempre hubiese estado allí, lo que evidentemente no es posible, pero sólo cuando la base que esperaba la salsa vital es ya un cadáver yerto y correoso.
¿No me creen aún? ¿Acaso suponían ustedes que la causa de que el limón al que atacan los hongos sea siempre el que no está a la vista tiene una explicación científica plausible?, ¿que el hecho de que cuando un huevo se rompe sea invariablemente el último ejemplar de nuestra despensa es un puro y estadísticamente demostrable hecho fortuito?, ¿que el que no quede ni rastro del ingrediente que nunca falta en nuestra cocina, justo cuando vamos a añadirlo a una receta donde es imprescindible, es achacable a nuestro imperdonable descuido? Y, por descontado, cuando ya hayamos renunciado y usemos un sustituto inadecuado, el citado ingrediente aparecerá en abundancia en un lugar desacostumbrado y donde, incuestionablemente, no lo hemos colocado nosotros.
¿Casualidades? ¿Leyes de Murphy culinarias? No, estimado lector, no tal: ¡Duendes!, gnomos traviesos en su cocina como en la mía. Mejor harán en reconocerlo —aunque sea para su capote- y andar avisado y resignado ante sus imprevisibles ataques. Y si a pesar de esta retahila de hechos irrefutables aún mantiene su recelo, les digo que creer no creerá, pero haberlos, haylos.
2013-07-13 17:27
A mí me escuenden el salero cuando cocino, los muy pícaros… y ahí cuando rebuzno, me doy vuelta y reaparece.
Yo me enchincho y ellos a las carcajadas… y lo peor es que no las puedo oír, como para compartir el chiste, vio.
2013-07-14 11:01
Que razón tiene. Al 100% de acuerdo con todas las apreciaciones. En mi cocina y en general en toda la casa debe de haber cientos de estos duendes.
Que pase un buen día a pesar del gobierno.
Saludos
2013-09-13 11:41
Si alguien vio las cucharillas de café que fueron desapareciendo poco a poco, que lo diga. A cambio puedo proporcionarle otras que no se muy bien de dónde han salido.