Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
La campaña olivarera que se inicia en estos días viene agitada. Y no tanto por la previsible disminución en más de un 50% de la cosecha respecto de años anteriores (valor que se debe en parte a las excepcionales cifras del lustro pasado) sino por la aparición de sucesivos “informes” que ponen en cuestión la calidad del aceite de oliva virgen extra (AOVE). En agosto, un estudio (con un fondo más económico que alimenticio) de Rabo AgFocus, parte de Rabobank, vertía duras acusaciones contra la calidad y prácticas oleícolas del aceite europeo y español en particular. Algunas quizá infundadas; otras, medias verdades; pero alguna vergonzosamente cierta, como la falta de inversión en mano de obra y maquinaria moderna para la cosecha y el cuello de botella que suponen las almazaras para el volumen de producción de este país.
Pero la puntilla al virgen extra español llegaba desde casa: la OCU (Organización de Consumidores y Usuarios), ha publicado, en el número de noviembre de la revista “Compra maestra”, un estudio donde concluía que en varias marcas de aceites virgen extra comercializadas, algunas muy populares, no corresponde el producto a la calidad indicada. Incluso, en algunas declaraciones paralelas de personal adscrito a la OCU, se ha hablado de “fraude”, acusación grave que ya pertenecería al terreno de lo judicial.
Por supuesto, los productores afectados han negado la mayor (los no afectados no se han pronunciado hasta donde yo sé). Culpan, en algún caso, a las malas prácticas de distribuidores que almacenan (acaparan sería el verdadero término) aceites durante meses en condiciones altamente inadecuadas, o a la metodología empleada por la OCU para realizar las pruebas.
Intentando valorar objetivamente todas las versiones, he logrado hacerme con el estudio en cuestión (que la OCU solo facilita a socios, pero tienen mis lectores el enlace al documento publicado al final de este artículo) y entre lo que dice, lo que no dice y lo que yo conozco del tema, es probable que tanto unos como otros tengan parte de razón, pero ninguno toda la razón.
Pero, tras darlo a leer a allegados, algunos con una buena formación gastronómica y culinaria, me sorprende que prácticamente ninguno pudiera responderme a las preguntas: ¿en qué se conoce que un aceite es virgen extra o no? y si usted no sabe la respuesta ¿como sabe que está pagando por un producto de calidad fiable y contrastable?
Así que me temo que, antes de entrar en el fondo del asunto, tendremos que repasar conceptos.
Permítanme comenzar por el principio, por el concepto de “aceite de oliva”, y aun más atrás: la oliva o aceituna es una fruta, una drupa no tan distinta de otras como la cereza o el mango. El jugo de esta fruta contiene una fracción grasa y otra acuosa, fácilmente separables por simple decantación en reposo o centrifugado. Pues bien, el aceite es, simplemente, la fracción grasa de este zumo. Un producto completamente natural, consumible sin ningún tratamiento y sin adición de conservantes, aromatizantes, saborizantes o colorantes, pues ya lleva sustancias con todas esas funciones en su propia naturaleza. Para dejar más clara la ausencia de tratamiento tecnológico en él: si pudiéramos hacer viajar en el tiempo una muestra de aceite babilonio de hace 5000 años a un laboratorio de análisis moderno, sería indistinguible de la producción actual. Es probablemente, junto con la miel, el único producto envasado que podemos adquirir en un comercio común sin química sintética añadida.
Hablo, por supuesto, del aceite de oliva vírgen, es decir, según la norma de denominación y etiquetado de la UE, el “obtenido directamente de aceitunas y solo mediante procedimientos mecánicos”.
Si, además de virgen, el aceite es de una calidad intachable, entonces se denomina “virgen extra”. Si, en el otro extremo, su calidad es tan deficitaria que no se puede comercializar para el consumo humano, se denomina “lampante” (antiguamente destinado a ser quemado en lámparas) y solo podrá ser comercializado tras un proceso de refinado, que incluye un agresivo tratamiento químico, por lo que ya no será “virgen”.
La calidad de un aceite virgen en el momento de su producción depende casi por completo de la calidad del fruto y esta a su vez de varios factores naturales y humanos: punto de madurez, ausencia de enfermedades y parásitos, y los máximos cuidados desde la acción de la recogida hasta su molienda, incluyendo que transcurra el mínimo tiempo posible entre ambos procesos. La antigua costumbre de dejar almacenado el fruto incluso días, conocido como “atrojar”, con el objetivo de que la lisis celular libere más aceite, es hoy reconocido como un tratamiento dañino para la calidad del producto.
En las páginas publicadas por la OCU se afirma en un gráfico que si se emplea el tradicional método de “vareo” en la cosecha, se golpea y daña la aceituna. Esto no es del todo cierto. Si bien esa forma de recolectar la aceituna no es la más cuidadosa con el fruto, durante el vareo no se le golpea directamente, sino a las ramas menudas para agitarlas y que se desprenda el fruto maduro. Quien sí recibe algún perjuicio es el propio olivo, ya que se pueden tronchar ramas, y si los vareadores no son expertos pueden comprometer la próxima cosecha, pero la aceituna no recibe en ese proceso mucho más daño que utilizando los modernos “vibradores”. Evidentemente el sistema de “ordeño”, recolección a mano en el árbol, es el más cuidadoso, pero es caro en mano de obra, lento y poco eficiente en árboles altos y frondosos.
También, el artículo que acompaña al informe, al referirse a la acidez dice que “cuanto más baja, mejor calidad”, sentencia que así, desnuda, es engañosa. La acidez de una grasa expresa el porcentaje de cadenas de acidos grasos libres que, idealmente, debieran estar ligados a un radical de glicerol (de tres en tres: un aceite es, químicamente, triglicéridos).
En los vírgenes la cosa cambia bastante. En general, los aceites de mejor calidad química presentan una menor acidez. Normativamente, en un aceite virgen extra debe ser menor o igual a 0,8º, y, a partir de ahí será “virgen” a secas, hasta sobrepasar los 2,0º, en que se considera lampante. Sin embargo, si bien un aceite de buena calidad mostrará una acidez baja, no necesariamente a la viceversa, ya que hay otros factores químicos y sensoriales muy importantes a considerar (como ya se verá).
Por ello, y para no confundir al consumidor, la acidez no es un valor requerido en el etiquetado. Según la vigente regulación en la UE respecto al etiquetado: “la indicación de la acidez o de la acidez máxima podrá figurar únicamente si se acompaña de la indicación, en caracteres del mismo tamaño que aparezcan en el mismo campo visual, del índice de peróxidos, del contenido de ceras y de la absorbancia en el ultravioleta, determinados de conformidad con el Reglamento (CEE) nº 2568/91”. (Algún productor malogra el espíritu de la norma, respetando el mismo tamaño de letra, pero usando un color distinto: negro para la acidez y dorado sobre fondo amarillo, casi ilegible, para el resto de parámetros: legal pero poco honesto.)
Por último, y antes de empezar a valorar los resultados del informe OCU propiamente dicho, en otro gráfico del artículo se establecen unas recomendaciones sobre el tipo de aceite a utilizar según su calidad nominal, con las que no estoy de acuerdo. Afirma que el oliva virgen o virgen extra no son apropiados para freir por ser bajo su “punto de humo” (temperatura a la que el aceite empieza a soltar humo azulado por descomposición térmica). Aparte del hecho de que este punto varía de unos aceites vírgenes a otros (p.ej. el de aceituna picual es bastante más alto que el de arbequina), no es este un parámetro fiable para acometer la fritura, menos todavía si el freidor es cuidadoso y emplea una freidora con termostato que evite un excesivo calentamiento. Además, el aceite virgen contiene agentes antioxidantes que reducen el efecto de la agresión térmica, pero que se pierden durante el refinado. Pero, por encima de todo, el aceite de fritura no es un elemento pasivo en el plato, sino que se incorpora en mayor o menor medida al alimento, comunicándole los aromas y sabores que le son característicos; una condición irrenunciable tanto para el cocinero como para el comensal que se tengan a sí mismos en aprecio.
Pero vayamos al fin al quid de la cuestión: Además de la acidez facial y otros parámetros fisicoquímicos, la prueba decisiva para que un aceite de oliva virgen sea virgen extra es la de su sabor. Y no en casa del consumidor, sino en el laboratorio, bajo el criterio de doce personas sin piedad y con un paladar aceptablemente entrenado.
El panel de cata, en las condiciones prescritas por el Consejo Oleícola Internacional (COI), es la evaluación internacionalmente aceptada para otorgar el apellido “extra” a un aceite virgen. Consiste en una cata subjetiva realizada en un ambiente favorable por un número determinado de personas (al menos 8, se recomienda 12) que paladean atentamente el líquido en busca de defectos debidos a causas naturales (moho, gusanos, rancio,…) o inapropiada manipulación (atrojado, quemado, madera, alpechín, tierra, metal, esparto, vino,…). El resultado, la mediana de defectos hallados, ha de ser cero, o, como se dice en la nomenclatura: irreprochable; además de que los catadores han debido percibir en alguna medida el “frutado”, esto es, la sensación de fruto fresco, ya sea verde o maduro.
A alguno le podrá asombrar que el nivel de calidad de un producto deba, en el siglo XXI, determinarse por el limitado sistema sensorial humano, pero créanme que, cuando experimentado y educado, no hay mejor máquina a la hora de apreciar los infinitos tonos y equilibrios de aceites (y vinos, vinagres, etc) que las papilas gustativas, y que si se cumplen correctamente los protocolos (incluyendo, p.ej., la repetición de pruebas de resultados dudosos) un panel de cata ofrece una información fiable y cabal.
Y aquí es donde caen las marcas estigmatizadas por la OCU, que afirma que dichas pruebas se han llevado a cabo siguiendo estrictamente las normas del COI. Sin embargo, paradójicamente, en alguna de ellas se reconoce la nota más alta para calidad del fruto, niveles de oxidación y acidez, pero no aprueban en cata. Como quiera que el informe en cuestión no proporciona guarismo alguno, ni en los parámetros químicos ni la preceptiva “nota de cata”, no puede inferirse de ninguna forma si los defectos encontrados son achacables al productor o a una inadecuada cadena de distribución y almacenaje.
Parte del problema (o quizá todo él) radica en un excesivo liberalismo de los requerimientos para otorgar la categoría virgen extra, que hoy ampara bajo el mismo manto a aceites finísimos y de selecta y cuidada elaboración junto a grasas “de medio pelo” con producciones masivas, de una calidad más que aceptable a un precio asequible pero que en situaciones de exigencia no dan la talla. Actualmente, por ejemplo, se permiten valores físicoquímicos idénticos para los AOVE como para los vírgenes, como el contenido en peróxidos (un índice de ranciamiento ≤20 mEqO2/Kg) o el contenido en ceras (provenientes de hojas y pellejos ≤250mg/kg).
Para evitar estas y otras suspicacias, sería necesario que el COI y resto de organismos establecieran una subdivisión racional que permita al consumidor diferenciar realmente el grado de calidad del producto, reservando la denominación “extra” para aquellos que se elaboren bajo honestos criterios gastronómicos y alimenticios de calidad, hasta 0,4º; añadiendo una categoría “virgen superior” para todos estos aceites de producción masiva, buena calidad pero algún defecto poco notable, hasta 0,8º; y una categoría “virgen” a secas para el resto (y, ya de paso, rebajarlo a 1,5º como máximo).
Pero, además, acometer una normativa de envasado y conservación (similar a la que existe para los lácteos) que garantice la preservación de la calidad en origen hasta la despensa del consumidor. Por ejemplo, exigiendo envases opacos o tintados que protejan al zumo de la luz que lo degrada lenta pero inexorablemente (los productores abominan de estos envases porque piensan que el color del aceite es un atractivo para el consumidor; irónicamente, en un panel de cata se utilizan vasos coloreados porque el color no es una característica evaluable en la calidad) y prohibiendo su almacenamiento expuesto a temperaturas que puedan superar los 30ºC.
Y, por parte de los organismos estatales, asociaciones de productores y, por supuesto, de consumidores, promover campañas de información correcta, iluminando al consumidor sobre los auténticos parámetros a tener en cuenta a la hora de llevar a su familia o a los clientes de su restaurante un genuino aceite de oliva virgen extra.
De lo contrario perdemos todos: productores, comerciantes y, especialmente, consumidores que hasta ayer creían (tal vez ingenuamente) que había en el mercado 10.000 vírgenes extra y hoy dudan que haya siquiera alguno decente.
Enlaces y documentos:
El informe de la OCU
El informe de Rabo AGFocus
Panel de cata del COI
Clasificación y análisis de Aceites de Oliva en la UE
Normas de etiquetado UE
Cómo hacer una cata de aceite
El comidista en elpais.com
elmundo.es: El sector del aceite cuestiona los criterios de los catadores